Por Héctor A. Rodríguez, PhD
Ante la inminente desaparición del régimen cubano —y, más concretamente, el fin del comunismo en la isla— surge una pregunta inevitable:
¿Qué será mejor para Cuba?
¿Seguir fajados entre nosotros mismos, divididos como en tiempos de Martí, cuando él nos obligó a unirnos y aun así no lo logramos? Tan grande fue la desunión que, después de reiniciar la lucha por la independencia, Maceo le pidió que volviera al exilio.
O, quizá, ¿volveremos a repetir los tiempos de la Enmienda Platt, no por intervencionismo norteamericano —como algunos insisten— sino por nuestra propia intransigencia, por nuestra intolerancia para gobernarnos, por esa división perpetua que arrastramos hasta hoy?
Solo basta mirar nuestro exilio, donde debería estar la mayor fuerza para reconstruir un país… y donde, sin embargo, abundan las etiquetas:
“yo llegué primero”, “tú fuiste batistiano”, “aquel fue marielito”, “el otro balsero”, “aquella trabajó para el gobierno”.
Una geografía interminable de prejuicios, pedazos de una idiosincrasia cubano-española que nos acompaña como sombra.
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Hablo en nombre de Cuba
Hablo en nombre de las cocinas eléctricas que obligaron a comprar al pueblo, para después quitarles la electricidad y dejarlos sin alimento que preparar.
Hablo en nombre de los niños que se enferman por no tener agua en las escuelas, y deben llevar una botella desde sus casas para vaciarla en una palangana donde todas las manos contaminan todas las aguas. Nadie quiere llevarlos al hospital por la alta tasa de reinfección.
Hablo en contra de los gobiernos que votan en la ONU a favor del régimen cubano, en vez de enviar un mensaje firme de intervención y de finalización de uno de los sistemas más crueles del continente, capaz de eliminar a su propio pueblo y enlutar decenas de miles de familias.
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Mi inquietud
Mi inquietud en esta asamblea —que parece un océano en tempestad, donde las aguas rugen aunque las olas no— es precisamente la quietud de la marea, esa profundidad silenciosa donde se decide lo esencial.
Aquí no se juega el compás de un debate, sino los millones de cocinas eléctricas que representamos.
Un siglo de hastío, sí.
Pero también la esperanza de que Dios ya prepara su veredicto.
Hace cien años paralizaron nuestro país.
Y hoy, desde las brasas de la libertad, surge una luz: pilares eternos de justicia y verdad.
Porque todo hombre es igual, sin importar quién sea.
Y millones de cocinas eléctricas esperan por nosotros.
Ese es el rayo más feroz: el rayo del pueblo.
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¿Y si fuésemos la estrella 51?
Con todos sus defectos, Estados Unidos sigue siendo el mejor país del mundo.
Cuba, integrada plenamente como estado 51, podría alcanzar en veinte años un nivel de vida semejante al de Miami, sin repetir constituciones gastadas, sin militarismo, con la misma seguridad hemisférica que protege al continente.
Sin drogas, como intenta combatir Trump, porque de lo contrario Cuba se convertiría en un corredor directo hacia EE.UU. y Europa. Y si hoy, incluso bajo el comunismo, ya circulan drogas en la isla, imaginemos mañana sin control ni instituciones sólidas.
La anexión permitiría trasladar el Comando Sur de Tampa a Cienfuegos, en coordinación con la base de Guantánamo, fortaleciendo la seguridad regional.
Podríamos convertir La Habana en la Las Vegas del Caribe, y aprovechar nuestro clima para abastecer Norteamérica con frutas y vegetales que hoy dominan empresas como Chiquita o Chinita.
Retomaríamos parte de la industria azucarera perdida —la más eficiente del mundo por el gradiente térmico día/noche durante la zafra— y aprovecharíamos nuestros miles de kilómetros de playas naturales, aguas cristalinas, cercanía a Norte y Sur América, y acceso a Europa en menos de ocho horas de vuelo.
Con nuestros puertos podríamos tener la mayor red de cruceros del continente.
Y con nuestra mano de obra calificada —herencia de la industria azucarera y niquelífera— reconstruiríamos un país en ruinas.
Incluso podríamos construir el túnel submarino más largo del planeta, entre Cayo Hueso y Canasí, como símbolo de gratitud hacia la nación que salvó del comunismo a un tercio de su pueblo.
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La decisión final
En el exilio muchos prefieren la anexión.
Pero solo el pueblo puede decidir.
Que hable el pueblo, no los políticos.
Ellos llevan cien años decidiendo por nosotros, siempre para peor.
Solo Dios labrará el futuro de Cuba.
Pero será Cuba —la Cuba nueva— quien deba escoger su camino.