Ego King Bastardus

Por Galan Madruga

La palabra ego, tan breve y sin embargo tan abismal, parece brotar desde las grietas de la historia como una semilla de conciencia antes de que la conciencia misma tuviera nombre. Se estima que su primera aparición escrita ocurrió en el siglo XI, cuando el príncipe normando conocido como El Conquistador firmaba sus decretos con la fórmula ego Guihelmus cognomine Bastardus. En esa inscripción no se hallaba solamente un acto administrativo o jurídico, sino una manifestación originaria del yo como fuerza de afirmación. Allí donde la genealogía feudal descansaba en la sangre y el linaje, el uso de ego representaba una irrupción, una ruptura que ponía fin al anonimato de la estirpe.

En la tradición normanda, ego era una palabra de frontera. Su aparición en los documentos de poder marcaba el paso de la herencia a la autoconciencia. El príncipe que firmaba como bastardus no solo aceptaba su ilegitimidad, sino que la convertía en título de soberanía. El bastardo, en su soledad ontológica, fundaba un nuevo linaje sin la mediación del padre. Esa autoproclamación del yo, en medio de la jerarquía divina y feudal, contenía una carga herética, un impulso de creación ex nihilo. Podría decirse que en ese ego late el germen del pensamiento moderno, la posibilidad del sujeto que se engendra a sí mismo sin apelación a la trascendencia.

La bastardía se vuelve entonces una categoría fundadora. De la misma manera que Jesús de Nazaret, considerado por muchos de sus contemporáneos un bastardus —por su filiación divina sin padre humano—, encarna el principio de una nueva genealogía espiritual, así también el ego normando anuncia el nacimiento del individuo que no depende de la sangre, sino de la palabra. Foucault habría reconocido aquí el nacimiento de una tecnología del yo, una práctica mediante la cual el sujeto se constituye en y por su propio discurso. Lo que en la Edad Media parecía una anomalía, un defecto de origen, deviene en el inicio de una emancipación: la conciencia de sí como ruptura y como destino.

El tránsito del ego hacia la modernidad no fue lineal, sino dialéctico. Cuando Freud lo reintroduce en el discurso científico de comienzos del siglo XX, lo hace para nombrar la instancia psíquica que media entre el ello pulsional y el superyó moral. En Das Ich und das Es (1923), define el ego como “una proyección del sistema percepción-conciencia”, es decir, la parte del alma que aprende a hablar en nombre propio. Sin embargo, esa mediación no deja de contener la sombra del bastardo. El ego freudiano no posee linaje, sino conflicto. Se forma a través de un proceso de identificación, de una lucha constante por apropiarse de una imagen que nunca le pertenece del todo.

Nietzsche, en cambio, llevó la noción a un plano más radical. En Así habló Zaratustra, el ego ya no es el intermediario entre fuerzas opuestas, sino la afirmación pura de la voluntad de poder. El yo no media, crea. No obedece, engendra. En esa línea de pensamiento, el bastardus normando se convierte en un precursor del superhombre, aquel que no hereda valores sino que los inventa. Lo que para la teología era pecado, para la filosofía moderna se vuelve potencia creadora. El ego es, en palabras de Nietzsche, “el gran despreciador” que se libera de la herencia para instaurar su propio horizonte de sentido.

Heidegger, desde otra vertiente, sospechó de ese mismo yo creador. En Ser y tiempo, advierte que el sujeto moderno, al colocarse en el centro de toda significación, olvida su estar arrojado al mundo. El ego cartesiano, fundamento de la modernidad, transforma la existencia en representación. Sin embargo, incluso en esa crítica, Heidegger reconoce la fuerza ontológica del yo como forma de desocultamiento. Lo que el pensamiento griego nombraba psyche y la Edad Media entendía como anima, el pensamiento moderno lo condensa en ego, palabra que ya no describe el alma, sino la conciencia de su separación.

A lo largo de la historia, la palabra ego ha atravesado una metamorfosis asombrosa. Nació como rúbrica feudal, cargada de ilegitimidad y desafío, y terminó como categoría central de la psicología, símbolo de identidad y autoconciencia. En ese recorrido se cifra la evolución misma del pensamiento occidental, que pasó de la comunidad a la individualidad, del linaje al sujeto, de la gracia divina a la voluntad propia.

Sin embargo, bajo todas sus transformaciones, la palabra conserva su raíz herética. Decirse ego sigue siendo un acto de separación, una declaración de independencia frente a la tradición y al orden establecido. Como el príncipe normando, como el Cristo terreno, como el pensador moderno que se arroga el derecho de nombrarse, todo aquel que dice yo se convierte en fundador de una genealogía sin padre.

Por eso, cada vez que alguien pronuncia esa palabra, revive la vieja herejía de los bastardos ilustres que prefirieron nacer de sí mismos. En el fondo, el ego no es un concepto psicológico, ni una invención de la filosofía moderna, sino la forma más pura del nacimiento sin permiso, la afirmación de un ser que se basta con su voz.


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