Por Elvira de las Casas
*Texto leído durante el homenaje In memoriam Armando de Armas, 11/ 10 / 2025
Me da mucho gusto presentar esta novela de Armando de Armas, entre otros motivos obvios, como la amistad que nos unió por más de cuatro décadas, porque esta es, sin lugar a dudas, la más cienfueguera de todas sus obras. Y como casi todos ustedes saben, yo soy de Cienfuegos y fue en esa ciudad donde conocí a Mandy en el año 1984, cuando trabajábamos juntos en la emisora provincial de radio.
No voy a referirme con profundidad a Érase una vez en el invierno porque ya detallé en el prólogo mis impresiones sobre esa obra. Prefiero resaltar otros aspectos sobre la vida de su autor, a quien tuve la suerte de llamar amigo por espacio de cuatro décadas.
Solo quiero decir que, en mi opinión, el protagonista de este libro no es “Mandy Big Brother”, ese personaje omnisciente que nos relata cómo era la vida de un grupo de jóvenes en una sociedad que se había propuesto formar al llamado “hombre nuevo” y en cambio dio lugar a una generación frustrada, sin posibilidades de cumplir sus sueños más elementales ni de tener a su alcance la moda, la música y todo lo que disfrutaba la juventud de la época en otras partes del mundo.
La verdadera protagonista de la novela es la ciudad de Cienfuegos, el Parque Martí y los edificios que lo rodean, el bulevar de la Calle San Fernando, el Malecón, el hotel Jagua en el reparto de Punta Gorda, el cementerio viejo de la barriada de Reina y el Tomás Acea, localizado en la Carretera del Junco y, sobre todo, el Paseo del Prado, lugar que durante décadas fue el sitio preferido de los cienfuegueros para reunirse con sus amigos y para tener sus primeras citas románticas. Y que, como cuenta la novela, con el transcurrir de los años y de la fatalidad histórica que nos trajo al exilio a los que hoy estamos aquí, se convirtió en una especie de campo de batalla ideológica en el que se encontraban, de un lado, los “guapos”, entre los que abundaban los informantes de la policía, vestidos de forma chapucera y con peinados que delataban la influencia de su paso por el presidio. Y por el otro lado estaban los “pepillos”, con largas melenas y ropa que vendían las tiendas estatales y que ellos se las arreglaban para transformar y que se parecieran lo más posible a lo que veían en las revistas y portadas de discos que conseguían llegar al país pese a la censura del gobierno.
Mandy, sin llegar a ser un marginal, no solo simpatizaba con aquellos considerados peligrosos para la sociedad sino que escogió entre ellos a muchas de sus amistades de la juventud, por la sencilla razón de que los sabía más confiables que los considerados “personas decentes”. En la época reflejada en el libro, él era muy joven, ya tenía el agudo sentido del humor que siempre lo acompañó, lo cual es bastante problemático en un régimen autoritario, donde todo tiene que decirse con sumo cuidado para no despertar suspicacias, y pasaba la mayor parte del tiempo en los sitios antes mencionados, especialmente alrededor del Paseo del Prado y, siempre que podía burlar la vigilancia de los guardias de seguridad, en el cabaret Guanaroca o en el bar Escambray del hotel Jagua.
Nadie imaginaba que sus amistades de entonces, nada recomendables según el criterio de quienes no querían buscarse problemas con la policía y los funcionarios del gobierno, serían la fuente de la que el futuro escritor bebería para crear su obra literaria. Aquellos personajes apáticos, desobedientes e insatisfechos con el ambiente en el que les había tocado vivir, le ofrecieron al escritor, aun sin saberlo, el material que necesitaría más adelante para escribir sus cuentos y novelas.
Porque ya a principios de la década de 1980 Mandy tejía en la cabeza la trama de sus futuros libros, aunque apenas comenzaba a escribir. Recuerdo especialmente un cuento que escribió de muchas formas diferentes, cambiando cada vez el punto de vista narrativo, aunque nunca llegó a estar satisfecho con el resultado y finalmente lo desechó. Poco después comenzaría a darle forma a La tabla, novela que sabía impublicable en Cuba por motivos políticos y que logró traer al exilio pese a su accidentada huída por mar. Este libro sería su entrada triunfal en el mundo editorial, y el comienzo de una fructífera carrera como escritor de cuentos, novelas y ensayos, a la par de su trabajo como periodista.
La distancia me impidió ser testigo de cómo Mandy comenzó a dedicarse formalmente a escribir, pero cuando llegó a Miami, pocos años después que yo, descubrí con satisfacción que durante el tiempo que dejamos de vernos no solo escribió sin descanso, sino que se dedicó a leer todos los libros a los que no podía tener acceso mientras vivía en Cuba.
Pienso que la literatura y el exilio hicieron de él una persona más completa, alguien que por primera vez tenía claras sus aspiraciones y sabía que sus principales metas en la vida eran la causa de Cuba y la creación literaria, en ese orden.
Su obra es el mejor ejemplo de lo que se puede lograr cuando no se desperdicia el talento y por el contrario, se enriquece con esfuerzo y constancia como hizo él. Es gracias a esas cualidades que, más allá de su prematura partida física, podremos seguir disfrutando de sus libros, incluso de los que, como es el caso de Érase una vez en el invierno, no pudo llegar a ver publicados pero que sus lectores y amigos seguiremos leyendo una y otra vez. Espero que lo disfruten como lo hice yo; bienvenidos entonces al mundo de Mandy y su invierno imaginario.