Del realismo al «realismo trascendental» y de este al «realismo del habitar».

Por Ángelo Goicochea

El mundo que habitamos no es un telón de fondo inmóvil ni una sustancia a la espera de ser mirada con pureza; no es un decorado pasivo que aguarda el ojo humano para revelarse tal como es, sino una producción histórica de interiores y de membranas donde la vida, siempre expuesta a la intemperie de lo indeterminado, se refugia, se experimenta y aprende a tratar con aquello que la excede, con aquello que no puede dominar sin destruirse. Habitar no es un simple estar, sino la construcción incesante de condiciones de resguardo frente al afuera que amenaza; los interiores son las cámaras técnicas, simbólicas y sociales que amortiguan los gradientes de peligro y sentido, mientras que las membranas, frágiles y porosas, son los bordes que comunican o separan esos interiores del exterior insistente que nunca cesa de presionar.

La vida, en su esfuerzo por sostenerse, no precisa de fundamentos trascendentales que le aseguren estabilidad desde un más allá, sino de prácticas que le otorguen densidad y forma; en esa medida, el realismo trascendental no es tanto una verdad como una nostalgia, una forma de deseo teológico que aspira a una garantía absoluta, a un garante último que justifique la consistencia del mundo. Sin embargo, lo real no requiere esa garantía; resiste no porque trascienda, sino porque ofrece fricción a cada intento de ser capturado por el lenguaje o la razón. Su consistencia no proviene de un cielo de esencias, sino del roce material entre las prácticas y las resistencias que estas encuentran, entre las operaciones que lo fuerzan a comparecer y las heridas que esas mismas operaciones reciben de su dureza.

Toda filosofía que supone un productor anterior, una causa suprema o un principio inmóvil comete el mismo error sintáctico y metafísico: introduce una jerarquía donde el productor antecede al producto, donde el origen se mantiene indemne al proceso y el resultado es una derivación pasiva de una actividad sin fricción. Se dice que el Ser produce el mundo, que la naturaleza produce la experiencia, que la objetividad produce el conocimiento, y al formularse así se inserta de modo inadvertido el truco de la trascendencia, un atajo que evita el trabajo de reconstruir las condiciones concretas en las que algo llega a mostrarse. En esa trampa gramatical se da por sentado que hay un agente exterior que actúa sin ser afectado, un productor que no se transforma en la producción, un ojo que ve sin ser visto, un logos que habla sin ser alterado por lo que nombra.

Pero no hay exterior puro, ni agente inmune, ni mirada sin eco; todo acto de producción transforma al productor tanto como al producto. Pensar el mundo exige abandonar la pregunta por el quién o el qué produce, y centrarse en el cómo de esa producción, en las operaciones que permiten que algo aparezca, se estabilice y adquiera duración. Pensar el claro, esa región donde lo real se manifiesta sin dejar de velarse, no implica invocar un milagro metafísico sino describir el clima, el cuidado y la técnica que posibilitan su apertura. No hay claro sin trabajo, sin mediaciones, sin la lenta conversión del circunmundo en mundo, del entorno informe en espacio habitable.

El desplazamiento más decisivo consiste en abandonar la pretensión de un tiempo absoluto, de una historia sin lugar, y reconocer que toda experiencia requiere un sitio, un ámbito concreto de materialidad y lenguaje. Ninguna temporalidad flota sobre el vacío; todo acontecer ocurre dentro de una espacialidad preñada de signos, herramientas y hábitos. Decir que el lenguaje es la casa del ser no es una metáfora piadosa sino una constatación técnica: sólo a través de palabras, gestos y cosas puede encasarse lo que aparece, domarse lo que amenaza, reducir la crueldad térmica del mundo exterior. La cercanía, la patria, la estancia, no son recuerdos de una edad de oro perdida, sino nombres para operaciones vitales: cerrar sin sofocar, abrir sin exponerse, sostener el ritmo de entradas y salidas que permite al ser vivir dentro del límite. Ignorar esa onto-topología conduce a dos desvíos simétricos: imaginar un afuera absoluto, mudo e inaccesible, o un adentro clausurado que se consume en su propio reflejo; ambos extremos paralizan el pensamiento porque disuelven el trabajo del habitar, que consiste precisamente en mediar, ajustar, modular las presiones del mundo.

La verdad no surge de un fundamento previo ni de una estructura dada, sino del circuito operativo que une acción y corrección. La genealogía de la verdad comienza con una piedra arrojada, con un golpe que acierta o falla, con un filo que corta sin romper la pieza útil; hacer, mirar, corregir, repetir, ése es el movimiento primitivo de la cognición. La afirmación es un acierto, la negación un fallo, el análisis un corte que busca claridad sin destrucción. La verdad es, en ese sentido, el índice de éxito de una práctica que puede repetirse sin disolverse, un resultado que se mantiene estable bajo presión. No existe una garantía trascendental que legitime el enunciado antes de su prueba: hay cadenas de operaciones que presionan a lo real hasta que este se deja repetir. En lugar del realismo trascendental, que exige un aval divino, surge un realismo de fricción que se mide por la dureza de la resistencia, por la tenacidad con que el mundo obliga a rehacer nuestras técnicas.

Las condiciones biológicas y técnicas de la apertura se confunden. La insulación produce microclimas de baja crueldad donde el cuerpo puede aprender sin perecer; la externalización corporal transforma adaptaciones en instrumentos; la plasticidad prolongada hace del hombre un ser que nunca termina de nacer y que sólo madura en compañía; la transferencia convierte los hábitos en lenguaje y los gestos en memoria. Estas operaciones, que se repiten a lo largo de la historia natural y cultural, son las que posibilitan la fabricación de interiores donde el afuera se convierte en mundo. Entenderlas disuelve el fetichismo de la trascendencia: cuando comprendemos cómo se fabrica la casa, deja de ser necesario postular un arquitecto invisible. Lo que queda es el deber de cuidarla, de mantenerla viva, de reparar sus fisuras.

Pero hay quien confunde producción con capricho, quien cree que si el mundo se fabrica entonces todo es arbitrario. Nada más lejos: los interiores simbólicos y técnicos son frágiles, y su fragilidad impone límites. Un invernadero mal diseñado se desploma, una ciudad sin ventilación enferma, una teoría sin control degenera en ideología. Lo real impone su ley desde el fracaso, no desde la trascendencia. El error obliga a corregir, y esa corrección es la forma más rigurosa de verdad. La resistencia del mundo se manifiesta en la fatiga de los materiales y en el cansancio de las instituciones; lo real no se impone como revelación, sino como obstáculo. En esa fricción se funda un realismo más estricto que el realismo trascendental, pues no concede ningún privilegio al pensamiento anterior a su prueba.

El lenguaje pertenece al mismo régimen. No es espejo ni convención: es una técnica de cercanía que permite aproximarse sin disolver ni destruir. Nombrar, comparar, narrar son modos de reducir la asimetría entre lo extraño y lo propio. El lenguaje no sustituye al mundo, lo hace compartible. Su responsabilidad consiste en no clausurar lo que aún no ha aparecido y en no diluir lo que ya se ha mostrado; cada palabra debe portar la memoria del trabajo que la sostiene. El lenguaje no representa, hospeda; no garantiza, mantiene. Su virtud es dejarse corregir, permitir que otro desmonte sus argumentos. En esa posibilidad de revisión reside su objetividad.

Durante siglos, el mito y la metafísica sirvieron como defensas contra lo nuevo. Ante el peligro de lo múltiple, el pensamiento redujo la diferencia a esencia y la movilidad a orden. El realismo trascendental prolongó ese impulso bajo un ropaje moderno: la búsqueda de un fundamento inmutable que dé sentido al movimiento. Promete seguridad a cambio de renuncia, estabilidad a cambio de servidumbre. En esa economía, las comunidades se infantilizan porque confían en la garantía del más allá en lugar de aprender el oficio del mantenimiento. Una política del claro, por el contrario, sabe que todo orden es diseño y todo diseño, tentativa. La madurez no consiste en hallar la estructura definitiva, sino en asumir el trabajo interminable de ajustar las membranas de la convivencia.

Aquí se vuelve visible la distancia entre dos formas de realismo, y la comparación ilumina la raíz teológica del problema. El realismo trascendental en su versión paulina parte de la escisión entre el mundo sensible y un reino invisible que otorga la medida del sentido; el creyente vive en el tiempo como en una sala de espera, sabiendo que lo real auténtico no es lo que ve sino lo que se le promete. El mundo visible es sombra y figura, anticipación de una verdad que vendrá, y la existencia se justifica sólo en la esperanza de esa revelación futura. Lo real, en ese horizonte, no se conoce por contacto ni por trabajo, sino por fe. La materia es tránsito, el dolor ensayo, el mundo un escenario de prueba. La verdad no se construye, se recibe; la experiencia no se fabrica, se somete. Esa es la gramática profunda del realismo trascendental paulino: todo lo real se vuelve signo de otra cosa, huella de una plenitud ausente.

El realismo ontoantropológico del habitar, en cambio, rompe esa lógica dual. No hay cielo que garantice ni promesa que redima. Lo real no simboliza otra realidad, sino que se basta a sí mismo como materia de relación y cuidado. Donde el realismo trascendental separa lo visible y lo invisible, el habitar reconoce su interpenetración: lo interior y lo exterior son operaciones complementarias de un mismo metabolismo. El sentido no proviene de un don, sino de un esfuerzo; la redención se sustituye por la reparación. Allí donde la fe paulina descansaba en la promesa, la práctica del habitar se sostiene en la tarea. El primero vive del horizonte, el segundo del recinto; uno espera la salvación, el otro limpia el suelo. El realismo trascendental en su versión religiosa necesita una distancia sagrada entre el mundo y su origen, mientras que el realismo del habitar borra esa distancia para convertir el trabajo en forma de comunión. No se trata ya de alcanzar lo trascendente, sino de mantener lo habitable. La fe se transforma en oficio, la esperanza en disciplina.

Desde aquí, la historia aparece no como marcha hacia la plenitud sino como tiempo del mantenimiento. Vivir es cuidar los mecanismos que hacen posible la duración, administrar el lujo de seguir aprendiendo sin perecer. Esa administración exige espacios de resguardo, instituciones que reparen, narrativas que den sentido al error. El realismo trascendental prometía descanso, la ingeniería del claro impone trabajo. La historia, bajo esta luz, no es redención sino iteración; no ofrece garantías, ofrece oportunidades de mejora.

La diferencia entre lo manifiesto y lo velado, lejos de reproducir el abismo metafísico entre lo visible y lo invisible, se convierte en una dinámica de ventanas y cortinas, de apertura y ocultamiento. Lo oculto no pertenece a otro mundo, sino a este mismo mundo que aún no dispone de instrumentos para mostrarse. Lo velado no es misterio eterno, sino tarea pendiente. La serenidad ante lo oculto no es resignación, sino confianza en la potencia de nuevas técnicas, de nuevas miradas que abrirán paso. No hay revelación, hay invención.

La ciencia, en este contexto, representa la antropotécnica extrema: el laboratorio no es un santuario de lo trascendente, sino un interior controlado donde la fricción se intensifica. El realismo de la ciencia proviene de su exposición al error, no de su alianza con la esencia de lo real. El saber se mide por la cantidad de fallos que puede soportar. Ninguna verdad se congela: cada resultado exige vigilancia, cada éxito reclama crítica. La ciencia que olvida su historicidad se convierte en religión. Su honor está en reconocer su vulnerabilidad.

A partir de aquí, la ética y la estética aparecen como prolongaciones del cuidado. La ética mantiene el recinto; la estética le da forma respirable. La primera evita el dogma, la segunda el vacío. La clarificación es su virtud común: decir sin humillar, mostrar sin saturar, enseñar sin clausurar. La lucidez es la forma moral de la belleza.

El realismo así entendido abandona la fe en un trasfondo inmutable y se convierte en compromiso con lo que se resiste. Lo real es aquello que no cede hasta que se le inventa una mediación adecuada. Cada fracaso engendra una nueva forma de comprensión. En lugar del absoluto, tenemos la persistencia; en lugar del fundamento, la fricción.

La objetividad tampoco es mirada neutra, sino práctica compartida de repetición con memoria. Lo real se objetiva cuando puede ser reproducido sin destrucción. La objetividad no busca pureza, busca durabilidad. Su signo no es la neutralidad, sino la reducción del sufrimiento inútil. Una comunidad objetiva es aquella que escucha la excepción y aprende de ella.

Toda casa puede incendiarse, toda membrana puede rasgarse, toda comunidad puede caer en pánico. Las culturas inventaron rituales de reparación no para negar el daño, sino para recordar el modo de recomenzar. Esa memoria sustituye la salvación. No hay trascendencia que repare: hay manos que limpian, relatos que orientan, instituciones que se rehacen. La dignidad consiste en reconstruir sin garantías. La filosofía, si aún conserva una tarea, es acompañar ese trabajo. No dicta leyes eternas, distingue planos, traduce entre lenguajes, cuida que el claro no se endurezca en dogma ni se disuelva en caos. Su nobleza reside en preferir la exposición al refugio.

Así se consuma la crítica del realismo trascendental. El mundo no es un teatro suspendido ni un código cifrado. Es una casa que requiere mantenimiento, paredes que se agrietan, ventanas que se abren y se cierran, suelos que deben barrerse. La trascendencia prometía eternidad, la técnica ofrece duración; la garantía cedió su lugar al trabajo. Esa sustitución no es una pérdida, sino una ganancia de lucidez. No hay un más allá que nos proteja de la caída, pero hay oficios que reparan las grietas. La casa del ser no pide adoración, pide oficio. Mantenerla habitable es la única fidelidad a lo real.

El mundo, entonces, no necesita trascendencia, necesita cuidado. No precisa de fe, sino de manos, ojos y lenguajes que aprendan a soportar su peso. Ganamos objetividad sin fetiches y perdemos seguridad ilusoria, y esa pérdida es la forma más alta de madurez. Lo real se vuelve más fértil cuando lo enfrentamos sin mayúsculas. La verdad deja de ser un punto de llegada para volverse un trabajo inacabable, una tarea que nunca termina y que, precisamente por ello, puede ser habitada sin engaño.

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