Fronesis y Foción ante Nietzsche

Por Galan Madruga

En el décimo capítulo de Paradiso se alcanza uno de los momentos más densos de la novela, un punto donde la narración deja de ser relato y se transforma en una meditación sobre el sentido mismo del existir. En esa zona central, Lezama Lima dispone un duelo entre Fronesis y Foción que no debe entenderse como una simple conversación entre personajes, sino como la dramatización de un conflicto entre dos modos de concebir la vida y el conocimiento. La discusión entre ambos representa la tensión entre el placer y la plenitud, entre el goce inmediato del cuerpo y la expansión creadora del espíritu. Desde las primeras líneas de la escena se advierte que el lenguaje ha alcanzado un grado de intensidad semejante al de los diálogos platónicos, aunque el tono psicológico recuerda la precisión analítica de Stendhal.

En apariencia se trata de un intercambio intelectual que se inicia de modo fortuito, pero pronto se revela como un campo de batalla donde se enfrentan dos maneras de comprender el mundo. Foción encarna la energía vital que se complace en el impulso y en la afirmación del deseo. Fronesis, en cambio, se orienta hacia una concepción de la plenitud que trasciende el placer y lo transforma en conocimiento. Cuando interviene Cemí, la conversación adquiere una inflexión distinta y se interrumpe el equilibrio retórico. En ese instante el lector comprende que el diálogo no pertenece únicamente a los personajes, sino a la estructura misma de la novela, que se convierte en una alegoría del pensamiento moderno y sus contradicciones.

El conflicto que surge entre Fronesis y Foción no es sino el reflejo de la lucha interior que domina la conciencia contemporánea. La modernidad ha sido, para Lezama, una larga batalla entre el deseo y la forma, entre la inmediatez del placer y la conquista de la plenitud. En esa tensión se inscribe la lectura de Nietzsche que subyace a todo el episodio. El autor de El Anticristo había propuesto una inversión radical de los valores tradicionales, rechazando toda moral que glorificara el sufrimiento o la compasión. Para Nietzsche, el placer constituía la afirmación de la vida, mientras que la plenitud era una ilusión religiosa. Lezama invierte esa ecuación. Su mundo no niega el placer, pero lo transforma en un medio hacia la plenitud, entendida no como un ideal teológico, sino como una forma de resurrección estética.

Cuando Lezama escribe que “el mayor error de Nietzsche fue en el ámbito religioso, porque no lo guiaba la plenitud de su sentimiento sino el resentimiento”, no está formulando una crítica doctrinal. Está señalando que Nietzsche, en su intento de liberar al hombre del peso de lo divino, terminó prisionero de la reacción y no de la creación. El resentimiento, en esa lectura, es incapaz de producir imágenes perdurables. Solo la plenitud, que implica reconciliación y exceso, puede dar nacimiento a la obra poética.

En Paradiso la idea de la “procreación de la palabra” representa ese tránsito del deseo hacia la creación. La palabra no nace del impulso horizontal del placer, sino del ascenso vertical que lleva el goce a la forma. El lenguaje se vuelve entonces un acto generativo, una suerte de erotismo espiritual que sustituye la carne por la imagen. El placer desea la repetición; la plenitud busca la resurrección. La diferencia entre ambos conceptos traza la distancia entre Nietzsche y Lezama. El primero destruye los ídolos; el segundo los transmuta en formas del espíritu.

El concepto de vogelfrei, el ser libre de toda ley, reaparece en Paradiso con una significación diferente. En Nietzsche esa libertad era la del desarraigo y la soledad frente al abismo. En Lezama se convierte en libertad creadora, en emancipación poética. El poeta es un ser libre, pero no porque niegue la ley, sino porque la transforma en símbolo. De ese modo, el vogelfrei nietzscheano se eleva al plano del verbo. Su libertad ya no consiste en abolir los límites, sino en poblarlos de sentido.

Cuando Fronesis afirma que Nietzsche creía que el sufrimiento era una raíz de sumisión, se introduce una reflexión esencial sobre el sentido del dolor. En el universo lezamiano, el sufrimiento no se interpreta como signo de debilidad, sino como una posibilidad de transfiguración. Donde Nietzsche ve la negación de la vida, Lezama percibe una energía capaz de redimirla. El dolor se convierte en materia poética, en sustancia del resplandor. El sufrimiento deja de ser pasividad y se transforma en forma. Esa inversión define la diferencia entre el placer y la plenitud: el placer cesa cuando se satisface, mientras que la plenitud comienza cuando el deseo encuentra su imagen.

En esta perspectiva, Paradiso no es solo una novela, sino una teogonía del lenguaje. Su propósito no consiste en narrar una vida, sino en mostrar cómo la palabra puede contener la totalidad del ser. La resurrección que la obra anuncia no es religiosa ni dogmática. Es una resurrección poética. El ser humano no muere con la desaparición de Dios, porque el verbo restituye la energía creadora que la historia intenta clausurar. En ese sentido, la obra de Lezama es una respuesta al nihilismo moderno, una afirmación de la plenitud frente a la disolución del sentido.

La diferencia entre placer y plenitud también aparece en La expresión americana, donde Lezama propone que la cultura de nuestro continente no debe definirse por la imitación ni por el racionalismo, sino por el resplandor. Este resplandor no es una metáfora de la luz física, sino una categoría ontológica. Es el instante en que el mundo se abre a la revelación y el ser humano experimenta la coincidencia entre lo visible y lo invisible. En el resplandor se realiza la plenitud. El placer pertenece al orden del cuerpo, pero el resplandor pertenece al orden del espíritu encarnado.

Cuando Lezama habla de la “expresión”, no se refiere a la mera manifestación estética, sino a un acto de creación en el que el ser alcanza su forma más alta. La expresión es, por tanto, una modalidad de la plenitud. En ella se resuelve la tensión entre el tiempo y la eternidad, entre el instante y el mito. Así como en Paradiso el verbo redime la existencia, en La expresión americana la cultura se concibe como un proceso de encarnación simbólica. Todo lo americano se define por esa capacidad de convertir la materia en imagen, la historia en poesía, el placer en resplandor.

El pensamiento de Lezama se sostiene sobre una confianza radical en la potencia de la palabra. Mientras Nietzsche afirma la muerte de Dios, Lezama afirma la supervivencia del ser en el lenguaje. Para el filósofo, el hombre debe crear nuevos valores a partir del vacío. Para el poeta, debe resucitarlos a partir de la imagen. En esa diferencia se cifra la distancia entre la modernidad europea y la visión barroca del Caribe. La plenitud lezamiana no busca superar la vida, sino multiplicarla en sus metáforas.

Heidegger había sostenido que el ser avanza hacia su destino mortal y que toda metafísica es una forma de olvido. Lezama responde con una poética de la abundancia. El ser, en su universo, no se consuma en la muerte, sino en la expansión del sentido. La palabra no expresa el vacío, sino la saturación. Lo real no desaparece, se densifica. De ese modo, la plenitud no se opone al placer, sino que lo culmina. La resurrección no es un milagro teológico, sino la consecuencia de una vida abierta a la imagen.

En la estructura profunda de Paradiso se encuentra, por tanto, una nueva concepción de la antropología poética. El hombre no es un ser condenado al trabajo de la culpa ni a la tragedia de la razón. Es un ser capaz de transformar el goce en forma, la carne en verbo, la muerte en resplandor. En ese tránsito, la novela se convierte en una respuesta a la pregunta que Nietzsche nunca resolvió: cómo alcanzar la plenitud sin destruir el placer.

Lezama muestra que el placer no necesita ser negado, sino transfigurado. Su filosofía del deseo no es ascética, sino creadora. El placer es la semilla de la plenitud, y la plenitud el fruto que devuelve sentido al placer. Así se cierra el círculo de la poética lezamiana, donde el verbo, al pronunciar el mundo, lo resucita.

En el fondo de Paradiso late la convicción de que toda forma de arte es un acto de resurrección. El poeta, como un nuevo demiurgo, restituye el equilibrio entre el cuerpo y el espíritu, entre el placer que muere y la plenitud que permanece. Nietzsche había visto el abismo, Lezama descubre el resplandor. El filósofo proclamó la muerte de Dios, el poeta vislumbra la posibilidad de una creación sin fin.

El ser humano, en este universo, está destinado no al silencio, sino a la irradiación. Vive en un mundo donde el placer se eleva hasta volverse palabra y donde la palabra se abre hasta tocar la eternidad. De ahí que la novela no se cierre en la desesperanza, sino en la resurrección. La plenitud, más que un estado, es un movimiento, una expansión incesante del espíritu en busca de su forma.

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