Por Blanca Caballero
Nadie supo nunca cómo ni por qué llegó.
Lo vieron en el umbral de la puerta. Todos alzaron la mirada y lo recorrieron con la vista, indiferentes. Él no se atrevía a mover un músculo, esperando una señal de aprobación.
En el local, un grupo debatía sobre filosofía y otros temas del saber. Pasó una hora antes de que Raúl, el poeta, se acercara con calma. Lo observó con detenimiento, lo rodeó y, frunciendo el ceño, tomó sus alas y las desplegó en toda su extensión.
Mientras realizaba ese gesto, los demás comenzaron a prestarle atención. Al abrirse completamente las alas, un olor exquisito invadió la habitación. Los presentes se acercaron, tocándolas con curiosidad. ¡Qué maravilla! El aroma, la suavidad, la espléndida blancura. Todos coincidieron en que eran de una belleza inigualable.
Durante esos instantes, Raúl guardó silencio. Algunos esperaban que recitara versos, en armonía con lo sublime del momento, pero no fue así. Salió de la habitación y regresó con unas tijeras. Se detuvo frente a Él, lo miró fijamente, luego se colocó a su espalda y comenzó a cortarle el plumaje. A medida que las plumas caían, las recogía con cuidado y las metía en un cojín, por una abertura oculta. Cuando terminó, guardó las tijeras y el almohadón. Él, mientras tanto, permanecía inmóvil, con una expresión dulce en el rostro.
Dolores, desde un rincón, le dirigió la palabra:
—¿Cómo puedes mantener esa sonrisa bobalicona de forma constante? Deberías cambiar esa expresión. Es fastidiosa.
Él pareció no saber qué hacer. Confuso, bajó la mirada. Su rostro, hasta entonces de pureza inmaculada, se tiñó de vergüenza. Titubeó, dio un paso y adoptó una expresión seria.
Aún seguía en el umbral. Nadie le había indicado que entrara, y empezó a angustiarse. Buscó con la mirada algún gesto de aprobación. Al mover la cabeza, su aureola derramó reflejos dorados que iluminaron la estancia. Los rostros de los presentes se vieron tan bellos que Él sintió un súbito amor, y de sus ojos brotaron lágrimas que descendieron lentamente por sus mejillas.
Mario, el contador, al notar el brillo de la aureola, quedó asombrado. Murmuró algo apenas audible, se acercó con una pinza en las manos y se abalanzó sobre su cabeza. Intentó varias veces arrancarle la corona, pero fue en vano. Incluso, al hacerlo con violencia, le provocó heridas. La sangre comenzó a brotar. Entonces dijo entre dientes:
—Es imposible quitarle esa maldita corona.
Él, exangüe y llorando, hacía temblar la casa con su llanto. Los demás, cansados de la escena, se le acercaron y le dieron un fuerte puntapié.