Por Rafael Piñeiro López
«Cuando abrió el cuarto sello, oí la voz del cuarto ser viviente, que decía: Ven y mira. Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le seguía»
La vi en Cuba hace muchísimos años cuando fue estrenada en cine. Tenía yo casi la misma edad de Flyora. Probablemente, tenía también sus mismos sueños y esperanzas. «Idi I Smotri» (Ven Y Mira-1985), la obra de Elem Klimov, es un horror inacabable como el foso del Palatino. Aun así, somos capaces de admirarla con estoicismo, tal y como cada día nos sorprendemos de la maravilla que es la vida.
La segunda contienda fue el apocalipsis. Y Bielorrusia… Dite, que alberga los últimos círculos del infierno. No hay heroicidad en guerra alguna, sólo dolor y horror y muerte, nos dice Klimov. Su testimonio es de aquel que advierte de la tragedia, o que simplemente la precede a la usanza de la garza, ese símbolo estético imaginado por el realizador para evocar a la tragedia y al oscuro final.
Flyora es un niño de catorce años que quiere unirse a los partisanos. Necesita un fusil con el que librar la guerra. La muerte se combate con la muerte, aunque esto sea un concepto demasiado cruel y extraño para un muchacho cualquiera. Pero es la realidad. Es el secreto que se repite una y otra vez a lo largo de la historia y de las generaciones. Flyora lo experimentará en su propia carne. Peor aún, Flyora lo experimentará en su alma.
A Klimov no le tiembla la mano para filmar las escenas más brutales que puedan imaginarse, como la quema de la aldea bielorrusa, donde tras tanta muerte y desolación, tras los graneros ardiendo en fuego del infierno y los gritos y el horror, tras todo el circo sangriento y la crueldad inacabable de los asesinos (ese concepto amorfo y, sobre todo, humano) subyace el parangón insoslayable de la voracidad del ser.
Tras ajusticiar a los soldados alemanes apresados y a los cómplices bielorrusos luego del resultado de alguna confrontación que jamás se nos revela, Klimov se regodea en pasear su cámara fría e impávida por los rostros de los muertos, como antes lo hizo para mostrarnos a las víctimas de los germanos abrazadas por el fuego. No es ya el realismo ruso de la posguerra, sino el hiperrealismo soviético pre Gorbachov.
Todo el estado anímico de la obra Klimov nos lo revela a través de los primerísimos primeros planos hiperrealistas del rostro de Aleksei Kravchenko, actor capaz de trasmitir el horror del asomo hacia el averno, a pesar de su amateurismo. Él es el Frodo imaginado por Tolkien, que atisba el fuego ensangrentado del ojo de Saurón.
Cuando Flyora dispara al cartel del Hitler «liberador», la historia retrocede. A cada disparo, un paso atrás de las tropas nazis; Bam! y los Einsatzgruppen retirándose de los caminos polvorientos de la Europa oriental; Bam! y las masas de adoradores del führer retractándose de sus saludos; Bam! y las avenidas de Berlín vaciándose previo a los actos multitudinarios nazis; Bam! y el propio Hitler en el regazo de su madre con ojos inocentes y curiosos… Entonces Flyora que ya no puede disparar.
Klimov destruye el circo perpetuo de la muerte, un acto realmente naif que establece el ideal utópico de la paz por mediación de la detención de la violencia. Pero la crueldad, que además ha seguido manifestándose en forma de confrontaciones militares desde siempre, también puede encontrarse en los contornos de la vida diaria, garantizándose así su imperturbabilidad perpetua. No es una cosa mala ni tampoco buena. Es sólo parte de la naturaleza humana. Y «Idi I Smotri», a pesar de su intención, es un recordatorio innato de tal cosa.