
*Fragmento del capítulo 13 del libro El totalitarismo en Cuba.
En 1961, mientras el humo de los discursos todavía humeaba en las tribunas, la Revolución cubana dejaba caer su máscara definitiva: Fidel Castro anunciaba que aquello, en rigor, era socialismo. Hasta entonces, todo había sido una especie de ballet ideológico a ciegas, con coreografías voluntaristas, promesas de redención y consignas recicladas. Entre 1959 y ese momento revelador, la isla osciló entre el fervor libertario y la planificación soviética. Una transición sin anestesia.
Curiosamente, en ese lustro de reinvención, Cuba se convirtió en el laboratorio cultural más seductor del hemisferio. El logos revolucionario se volvió etiqueta editorial: Ediciones R. Todo libro, toda lectura, toda obra cargaba con esa letra como si fuera una hostia consagrada. A veces era símbolo de renovación, otras, de advertencia. Como si al abrir un volumen editado con R, el lector aceptara tácitamente los dogmas de la nueva fe. Cultura sí, pero bajo la mirada severa del catecismo marxista-leninista.
No todos comulgaron. Algunos prefirieron exiliarse. Y desde esa distancia incómoda —que es a la vez geográfica y moral— escribieron lo que dentro de la isla ya no era permitido pensar. Uno de ellos fue Alberto Baeza Flores. Poeta chileno, catador de revoluciones, crítico de comunismos con vocación universalista, publicó en México un libro monumental que el canon oficial cubano, con toda la sutileza del olvido intencional, ha preferido silenciar: Las cadenas vienen de lejos. El título, por sí solo, ya molesta. Porque sugiere que la opresión no empieza con Batista ni termina con el Che. Que hay un hilo rojo, viscoso y autoritario, que recorre América Latina con la misma retórica libertaria con la que se impone.
Publicado en 1960, Las cadenas vienen de lejos es un artefacto literario explosivo, un testamento prematuro del desencanto. Más de setecientas páginas donde la prosa se entrecruza con el testimonio, la novela con el ensayo, y la crítica con la sátira. Una especie de Biblia del anticastrismo antes de que el término siquiera existiera. Pero, como todo lo que incomoda al relato hegemónico, el libro fue empujado a los márgenes de la memoria. No se cita, no se enseña, no se reedita. Y, sin embargo, ahí está, palpitando bajo el polvo, esperando ser redescubierto como un oráculo.
El capítulo más emblemático —casi profético— se titula Los bueyes sagrados de la literatura. Allí, Baeza desmenuza, con ironía quirúrgica, la relación entre los escritores y el poder comunista. Lo que propone no es nuevo, pero lo dice con una lucidez que hiere: la literatura revolucionaria es, en el fondo, una domesticación del alma. Una conversión del poeta en vaca sagrada. Y no cualquier vaca: el buey Apis de los egipcios. Majestuoso, sagrado, obediente.
Según Baeza, la estrategia del Komintern consistía en premiar al escritor con un sello de pureza ideológica. Se le daba un galardón, un cargo, un viaje a Moscú, y a cambio se exigía sumisión estética. El ejemplo más célebre: el Premio Stalin. Un nombre que en cualquier lugar implicaría horror, pero que en el universo simbólico del socialismo real se transformó en sinónimo de prestigio. Neruda lo recibió. Y con él, una legión de poetas dispuestos a cantar al acero, al carbón y a la hoz como si fueran ninfas del Egeo.
Baeza sostiene que América Latina fue infestada por estos Apis criollos, cada uno domesticado por su partido local. El Premio Stalin —o su equivalente tropical— operaba como una especie de circuncisión espiritual: marcaba al escritor como miembro del rebaño. Cuba, por supuesto, no fue la excepción. Aunque Baeza partió en 1960, apenas pudo vislumbrar el inicio del espectáculo, ya se intuía el desfile de poetas obedientes y antologías condecoradas. Desde entonces, la isla no dejó de fabricar escritores estatales, todos condecorados con el sello R, como reses de una nueva ganadería ideológica.
Pero Las cadenas vienen de lejos no se limita al caso cubano. Baeza rastrea la enfermedad desde sus orígenes: la dictadura de Ibáñez en Chile, el trujillato dominicano, el experimentalismo comunista en Guatemala, Colombia y Brasil. Su mirada es continental. Su diagnóstico, sombrío. No se trata solo de represión, sino de un modo de ser: la pasión latinoamericana por la servidumbre ilustrada. El intelectual que sirve al tirano, pero escribe versos hermosos. El poeta laureado que firma sentencias de muerte con la misma pluma que escribe sonetos.
Uno de los capítulos más desconcertantes lleva un título aún más desconcertante: En el aire puede ser un buen G2. Allí, Baeza resume el ethos del castrismo con una frase digna de un Heidegger tropical: “Un pueblo aburrido jamás será vencido”. La sentencia tiene algo de chiste privado, pero también de verdad incómoda. Porque la Revolución —como todo espectáculo total— entendió pronto que el aburrimiento es enemigo del control. Por eso los desfiles, los himnos, los muros pintados, los CDR, las zafras épicas y los festivales de la canción política. Todo para mantener al pueblo entretenido, con la mente ocupada, con el espíritu bajo vigilancia emocional. El aburrimiento, en una dictadura, es subversivo.
Al leer a Baeza, uno entiende por qué su libro fue enterrado en vida. Es demasiado lúcido. Demasiado incómodo. Es, en suma, un manual para entender cómo la literatura —esa que alguna vez quiso ser faro— fue convertida en corral. Cómo el escritor pasó de conciencia crítica a animal heráldico. Y cómo la Revolución, esa palabra mágica, terminó siendo solo eso: una palabra. Repetida, adornada, coreada. Pero vacía. Pura espuma retórica para ocultar las cadenas que, como bien señala el título, vienen de lejos. Y todavía aprietan.
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Alberto Baeza Flores, oriundo de Santiago de Chile en 1914, se erige como uno de los primeros escritores de su generación en participar activamente en las luchas sociales antifascistas en América Latina. Su versatilidad asombra, al conjugar las facetas de investigador psicológico de la historia, biógrafo, ensayista, reportero, narrador y poeta. Apenas asomaba la Segunda Guerra Mundial, Baeza Flores recaló en Cuba, y más tarde, tras un periplo de tres años en Santo Domingo, bajo el régimen de Trujillo, regresó a Cuba.
En 1953, obtuvo uno de los premios literarios más prestigiosos y cuantiosos en América Latina por su monumental libro biográfico Vida de José Martí, el hombre íntimo y el hombre público, fruto de una exhaustiva investigación de doce años en Cuba. Insignes instituciones como la Academia de Historia de Cuba, el Ateneo de La Habana, la Academia Cubana de la Lengua y el delegado de Cuba ante la UNESCO, unánimemente honraron a Baeza Flores con el «Premio del Centenario de Martí» al mejor libro biográfico.
En 1954, su relato Lonquimay, basado en la lucha del hombre por la tierra en el sur de Chile, mereció el Premio Internacional Hernández Cata, otorgado por el voto unánime de figuras notables como Fernando Ortiz, Jorge Mañach, Juan Marinello, Raimundo Lazo y Antonio Barrera. Además de sus ensayos literarios e históricos, Baeza cultivó la poesía con maestría, legando más de quince libros de poesía lírica publicados en Chile, Argentina, Santo Domingo, España y Cuba. Sus versos engalanaron las antologías de poesía chilena, y sus palabras trascendieron las fronteras iberoamericanas, siendo traducidas en «Spanisch Roseaus Asche» (1955). Asimismo, se destacó como autor del libro ¿Quién fue Simón Bolívar?.
Durante ese lapso, Baeza ejerció la dirección de las revistas La poesía sorprendida y Acento en Bayamo. Durante más de una década, contribuyó en los semanarios Carteles y Bohemia de Cuba y, durante cierto tiempo, desempeñó el papel de crítico de cine en la revista cubana Zigzag. En septiembre de 1960, ante la adversidad que representaba el régimen de Castro y el asedio del G2, optó por trasladarse a México. Su última obra, una antología poética que abarcaba el periodo de 1939 a 1960, titulada Poesía Escritas en las Antillas, quedó prisionera en Cuba bajo el yugo del régimen.