Un poema de Fernando Lles*

Por Pablo de Soria Cuba

*Texto tomado de Diario de Cuba, 2013 (referido por Academia, pdf)

A manera de bisagras, los raros menores devienen resortes o flujos ocultos de creación a punto de romperse, que posteriormente son activados por grandes ladrones de la creación. Un gran artista —timador por excelencia— no deja de saquear tales líneas de fuga. Eliot puso énfasis en ciertas frases de Jules Laforgue que le urgía reescribir. A las grandes voces resulta en extremo difícil robarles: llegan a un estado de desborde creativo del que incluso ni ellos mismos son capaces de salir, una especie de impenetrable autonomía artística.

No en vano, el Beethoven tardío fue detestado por Wagner, demasiado críptico y excedido a sí mismo, demasiado Beethoven enfrentado a sus demonios, «un yo dolorosamente aislado en lo absoluto» (Wendell Kretschmar). Ernst Jandl supo que Rilke cerró un ciclo de la lengua germana, de ahí que en vez de seguir los derroteros lingüístico y poético del autor de Elegías de Duino, escribió lúdicos y ocurrentes versos a la nariz y otras partes del cuerpo del poeta praguense.

Sin embargo, los escritores menores abren puertas para herederos avisados. Los grandes también, por supuesto; pero hay mayores probabilidades que de ellos desciendan epígonos. De ahí que en el libro total de cada literatura —ese libro que siempre se reescribe, se rehace— resulte imprescindible esa galaxia de «protagonistas» menores.

En el archivo literario cubano hay uno de esos raros menores apenas recordado hoy. Un poema lanzado al margen de lo cubano en la poesía: condenado a figurar como nota a pie de página. Razón de limbo: una melodía demasiado onírica. Texto desplazado, desclasado. Así transcurren los raros menores: quiebres que, si bien no alcanzan la fractura, empujan al lenguaje hacia un territorio tonal cercano a lo inédito, a lo «novedoso». Fernando Lles escribió un soneto en la década de 1910 a base de continuas deformaciones sintácticas. Sólo necesitó ese poema —el resto de su producción poética es prescindible— para provocar una suerte de aparte que se distanciara de la trasnochada poesía que, salvo otras pocas excepciones, no producía nuevas resonancias en la isla. Entre los rezagos modernistas —más bien neo-casalianos— que permeaban la producción poética de Cuba, irrumpía este poema hecho de la materia de los sueños, de ensambladuras vanguardistas:

Música: gritos; voladores; humos;

vaharadas de sudor, discursos; todo

lo que es un mitin tropical, un modo

recomendable de vivir. Yo fumo

tranquilamente recostado; una

de mis pequeñas, la mayor, se agita

presa de un sueño trágico y me grita:

‘Papá, que el volador rompió la Luna’.

Solloza: la acaricio; calla luego

y se duerme otra vez; pero yo entrego

el corazón a un pensamiento grave,

y busco en el origen más remoto

por qué aquel disco de la Luna, roto,

la hirió en el alma como nadie sabe.

Sueño proto-vanguardista, pesadilla barroca. Sí, demasiado pesadillesco resultó este soneto para figurar en el cuerpo de lo cubano en la poesía. La nota al pie fue su sitio —por obra y gracias de la voluntad vitieriana— hasta que en Los años de Orígenes Lorenzo García Vega escribiera: «Fernando Lles, hombre de mi provincia, Matanzas, no fue un poeta afortunado. Abandonó los versos por las divagaciones filosóficas. Abandonó las divagaciones filosóficas por las divagaciones político-sociales. Pero su soneto resultaba extraño, onírico suceso».

Exacta, demasiado exacta esa apreciación de García Vega, al calificar este soneto de Lles como «extraño, onírico suceso». Pero, ¿por qué? El poema se sostiene en un desacomodo sintáctico provocado por sucesivos pliegues prosaiconarrativos que se anulan a sí mismos en pos de un lirismo surrealista, y que para nada podían resultar del agrado de lo cubano en la poesía. (En otro nivel, quizás los reconocibles giros modernistas que todavía se transpiran por momentos en el poema, le valió para al menos ocupar un lugar en el margen que limita con la expulsión.)

He ahí la extrañeza de este raro de Fernando Lles: signos de puntuación que constantemente quebrantan al soneto; desplazamiento barroco que borra cualquier centro o jerarquía de elementos —a la manera, curioso influjo o más bien diálogo sordo de época, con Julio Herrera y Reissig. Así, los sujetos del poema devienen predicados que producen vibraciones en el discurrir del texto: la acción de fumar jamás es verbo, sino humo extendiéndose en el flujo tonal; es decir, se asiste a un conjunto de veloces sensaciones que alcanzan independizarse del mero acontecimiento, logrando que el poema sea ritmo, tonalidad en sí mismo. Un elemento modernista como la mencionada «Luna» se desprende justamente de su referente hasta insertarse en un enrarecimiento de pulsación onírica; empuje nocturno/alucinado que inicia en Cuba con La Ronda de Zequeira.

Asimismo, el sueño de la niña (la anécdota) y la enrarecida pero hermosa frase: «Papá, que el volador rompió la Luna», se disuelven ya con antelación, desde el mismo iniciar del poema, en esa música preñada de «humo», «vaharadas de sudor» y «discursos». La tensión lírica del poema se repliega hacia ciertas zonas sensitivas, que si bien oscuras, se bifurcan en la textura melódica. Esto es: un poema (pliegue) que se deshace —después de transitarlos— lo formal y lo anecdótico, hasta lograr una dimensión alucinada «como nadie sabe», por lo que la escritura misma resulta más que palabra y materia. Es operación de lo insospechado onírico.

Este soneto de Fernando Lles se insertó en el archivo (canon) cubano por alguna rendija de una de sus gavetas, por la mínima ranura de una nota al pie. Demasiado astuto fue Cintio Vitier como para dejarlo fuera; demasiado santurrón como para darle la visibilidad y detenimiento analítico que requería. Esos «gritos», eso «voladores», esas «vaharadas de sudor», harto distantes estaban de sus postulados —tesis— de lo cubano en la poesía.

José Lezama Lima nunca llegó a publicar el cuarto tomo (primeras cinco o seis décadas del siglo XX) de la Antología de la poesía cubana. Sin embargo, podría sospecharse, en el hipotético caso de su publicación, que el poema de Fernando Lles figuraría en el cuerpo de la antología, y no como una simple nota al pie de la página. (Su justo lugar en la aldea, según pedía Chagall.) Como genial ladrón que fue, el poeta de Trocadero sabía que las venas principales necesitan a las arterias menores para lograr la irrigación armónica del cuerpo. Lezama no se hubiera privado, sin dudas, de tal desacomodo melódico de frases.

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