Por KuKalambé
Parece que el estructuralismo, la vieja escuela de sospecha que alguna vez reinó con la frialdad de un teorema sobre los cuerpos calientes de la historia, vuelve a asomar su cabeza. Pero no como moda pasajera ni como nostalgia académica, sino como herramienta urgente para comprender lo que parece resistirse a toda interpretación: la persistencia de un orden que no termina de morir ni de transformarse. En este contexto, se alza un libro —largo como una penitencia, sistemático como un código— que afirma ofrecer la clave para descifrar los regímenes postcomunistas. Y la pregunta no tarda en aflorar: ¿sirve este monumental compendio para entender el laberinto cubano, esa isla detenida entre el mito y la parálisis?
Más de ochocientas páginas, un océano de datos, taxonomías, tipologías y esquemas que no se limitan a describir lo que vino después del comunismo, sino que se empeñan en articular una gramática del poscomunismo. Pero, ¿cuánto de esta gramática puede aplicarse a Cuba, cuya excepcionalidad parece escribir siempre un pie de página en cualquier teoría?
El libro propone, entre otras cosas, un regreso inquietante: el uso de un léxico que podríamos llamar tardofeudal, un sistema de relaciones centrado en la dependencia y la autoridad del señorío. Y uno no puede evitar pensar en la figura del Comandante como señor absoluto, garante de la tierra, dispensador de favores, dueño del tiempo, del relato y de los cuerpos. ¿No es esa la lógica que subyace al castrismo incluso hoy, cuando su sombra ya no necesita de su cuerpo?
Pero este retorno feudal no es medieval ni pintoresco. Es más bien una máquina de reproducción simbólica: redes de vigilancia, círculos de lealtad, escasez gestionada como método de control, ideología transformada en paisaje. Si el feudalismo clásico se sostenía por la tierra, el feudalismo castrista lo hace por la escasez: una economía simbólica de la necesidad y del privilegio, donde todo acceso —a bienes, a movilidad, a esperanza— depende de una jerarquía no escrita pero omnipresente.
En esta lectura estructural, el totalitarismo deja de ser solo una forma de represión política para convertirse en una arquitectura emocional y social, en una forma de pertenecer —o de no pertenecer—. Por eso, hablar de poscomunismo en Cuba no implica simplemente un régimen de transición ni una apertura frustrada. Implica, quizás, una mutación genética del castrismo: un sistema que ha aprendido a metabolizar sus ruinas y a gobernar desde ellas, desde la supervivencia misma.
En este punto, el libro se vuelve más que un objeto: se transforma en un espejo incómodo. Nos revela hasta qué punto hemos sido rehenes de ciertas lecturas simplificadas del castrismo, de la idea de que la caída del muro de Berlín fue también el inicio del fin de la utopía caribeña. Pero Cuba ha demostrado ser otra cosa: un experimento de tiempo detenido, una distorsión del presente, un archivo vivo donde se mezclan el socialismo fallido, el capitalismo de amiguetes y la herencia ibérica de la administración patrimonial del poder.
Hablaré más adelante sobre ese malentendido crucial: la confusión entre dictadura y sistema, entre caudillo y estructura, entre represión y tejido. Por ahora, me basta con decir que este libro no es una llave maestra, pero sí una invitación. Nos exige salir del mapa usual, de los viejos diccionarios de la política, y entrar en un territorio donde el poder no solo se ejerce: se habita, se hereda, se teme y se desea.