Un día después de la muerte del tirano

Por Roberto Ruiz Rebo

A Dariel Larrinaga Illa, una victima de estos pesares.

Cuando mi mujer abrió la puerta, los tres uniformados entraron a la casa de forma intempestiva, e intimidada por aquella intromisión, comenzó a llamarme. Mis dos hijas estaban entretenidas jugando en su habitación y se asustaron cuando escucharon los gritos, pero permanecieron quietas aparentando tranquilidad.

    –Miguel Ángel, Miguel Ángel –gritó tres veces mi mujer.

 Yo estaba tarareando una melodía para el texto de una canción que comenzaba a componer y me alarmé. Había terminado de bañarme con la mitad de un cubo de agua. El día anterior no había llegado agua a la llave; esa era una de las desgracias que padecíamos desde hacía varios años. Siempre sucedía así, y la escasez nos obligaba a ser estrictos con el uso del preciado líquido. Las tuberías estaban tupidas por la acumulación de suciedad y la falta de mantenimiento.

Cuando escuché los gritos, comenzaba a vestirme, todavía estaba en calzoncillos, así que tardé un rato antes de aparecer en la sala, con el pelo húmedo y revuelto.

    –Buenas tardes –dije cuando llegué abotonándome la camisa, pero ninguno de los tres uniformados se dignó a contestar mi saludo.

Nuestra casa era pequeña y estába algo descuidada por la carencia de material para una reparación modesta: las paredes de la sala muestraban algunos arañazos del tiempo y la falta de pintura. Los tres hombres estaban observándolo todo, ensimismados, miraban los adornos que habíamos colocado el día anterior. El techo y las paredes estaban engalanadas con serpentinas de colores, globos y flores de papel brillante, un donativo que para aquella ocasión me había hecho un antiguo vecino que ahora residía en España, y aquello los había hipnotizado. Parecía como si estuviesen examinando la escena de un crimen.  

    –Así que ustedes están preparando una fiesta en medio del dolor del pueblo –dijo el que por su actitud y sus grados militares parecía ser el jefe. Era un hombre bajito y ventrudo que tenía un timbre de voz carrasposa.

    – Ustedes saben que están violando la disposición del gobierno –lo secundó el más flaco de los tres, uniformado también, que tenía una vocecita aflautada. Mientras, el tercero se mantenía callado, tonfa en mano, con una actitud de buena gente que a mí me pareció la de un perro de presa.

    –Nosotros no vamos a celebrar la fiesta hoy –dije tratando de aclarar la situación, porque en realidad me sentía arratonado.

La noche anterior se había decretado duelo nacional y la prohibición de todas las actividades festivas en la nación por la muerte del dictador, un hombre que gobernó el país durante más de sesenta años de forma perversa, pero la realidad era que nosotros no queríamos arriesgarnos a romper con aquel mandato. Estábamos conscientes de las consecuencias en caso de ser sorprendidos en falta.

    –¿Y toda esa parafernalia cumpleañera? –continuó el hombre señalando la ornamentación con ademán despectivo.

    –Lo que sucede es que mi hija ha terminado su sexto grado con notas excelentes y queremos festejarla –expliqué con el gaznate deshidratado–. Hoy es su cumpleaños y, además, la han elegido la mejor del aula –añadí con orgullo.

    –Pero, usted sabe bien que se han prohibido todas los festejos y celebraciones. Ustedes no pueden hacer fiestas, está prohibido –dijo molesto el ventrudo.

    –Señor, ya le dije que no vamos a celebrar la fiesta hoy –dije temiendo ya las malas intenciones.

  –No me diga señor, no soy ningún señor –replicó el jefe ofendido.

  –Si, no somos señores, nosotros somos compañeros, hermanos –dijo el de la voz de flauta, mientras que el de la tonfa se revolvió acariciando aquel instrumento.

  –Mire, oficial, ya le dije que no vamos a celebrar la fiesta hoy –volví a decir enfático y tratando de ocultar mi temor y mi disgusto, porque a esas alturas me había percatado de que aquella gentuza se había metido en mi casa con un propósito canallesco. Ellos tenían toda la venia del gobierno para mancillar y abusar de todo aquel que no le pareciera un colaborador del establishment.

  –Pero ustedes no quisieron firmar el libro de condolencias –atacó el jefe.    

Fue en ese punto que me di cuenta de por dónde venían los tiros, como suele decir mi amigo Rodolfo, y recordé la visita de los miembros del comité de barrio.

Habíamos terminado de almorzar, y aun estábamos en el comedor, cuando ellos tocaron a la puerta. Me levanté y abrí. Era la presidenta del comité de barrio que se hacía acompañar de otro hombre de bigotico vestido de miliciano que tenía un libro rojo; “Hasta siempre” pude leer en el centro de la tapa con letras doradas. Ambos habían estado visitando cada una de las viviendas para recoger las firmas y las palabras de condolencias de los vecinos por la muerte de aquel hombre.

La verdad es que casi todos estábamos ofuscados con la situación que estaba afrontando la nación, y pensábamos que aquel hombre era el principal responsable de nuestras miserias. No teníamos nada que agradecerle a aquel difunto, y aunque en mi caso, ninguna muerte puede ser motivo de alegría, la realidad era que a mucha gente le hubiese encantado celebrar su final por todo lo alto.  Él había sido el artífice de una dictadura que dejó al país en ruinas, y nos había convertido a casi todos en criaturas miserables. Durante sus años en el poder, había realizado experimentos catastróficos con la economía y utilizó el poder de manera abusiva. Vivió como un millonario, mientras hablaba de salvar a los pobres, y tanto nos “quería”, que se dedicó a fabricar pobres.

    –Lo siento, pero no vamos a firmar ese libro –le dije cuando nos explicaron el propósito de aquella visita.

La presidenta del comité de barrio fue insistente, pero yo estaba firme. Al principio mi mujer trató de hacerme entrar en razones para evitar el qué dirán y las posibles complicaciones: no habló, ni lo dijo con palabras, pero, como la conozco bien, sé que trataba de convencerme con el lenguaje de su cuerpo. —Miguel Ángel, firma ese libro de mierda para que se vayan –me decía con su manera de moverse y de estarse quieta, pero yo seguía en mis trece.

     –Mire, siento mucho la muerte de cualquiera, pero no deseo firmar ese libro –le dije en un tono que trataba de modelar mi desazón.

     El señor del bigotico fue más lejos, y trató de intimidarme con un discursito patético.

     –Compañero, la nación está de luto por la muerte de ellíder más importante que ha dado la tierra. Es necesario que todos los patriotas hagamos patente nuestros sentimientos, es lo justo –dijo casi engolando la voz y remató– Ustedes tienen que firmar las condolencias.   

     –Mire, señor, no nos sentimos obligados a firmar ese libro –les dije decidido a no ceder.

Sin embargo, me llamó la atención que antes de salir de la casa, se quedaran ambos mirando los adornos de la pared. De manera que la presencia de aquellos policías en la sala de mi casa estaba conectada con aquella visita del comité de barrio. Pero, no dije nada hasta que el jefe ventrudo hizo la pregunta:

    –¿Por qué no firmaron el libro de condolencias? –dijo con los brazos cruzados en el pecho, como si nos estuviese retando.

    –Mire oficial, nosotros no hemos hecho nada ilegal –dijo mi mujer con cierto nerviosismo en la voz.

    –Ustedes están festejando, ustedes están celebrando –la cortó el oficial.

    –Mire oficial, ya le he dicho que no vamos a celebrar la fiesta hoy –le dije alzando la voz algo contrariado.

    Fue en ese momento que mis hijas salieron de su habitación. Era evidente que habían estado escuchando aquel diálogo que se tornaba cada vez más absurdo y salieron atemorizadas.

   –Pues, usted va a tener que acompañarnos a la estación –me dijo en voz alta el jefe, mientras que el de la voz aflautada cruzaba los brazos sobre el pecho y el otro se revolvía frente a nosotros tonfa en mano.

Habiendo escuchado muchas veces del modus operandi de estos abusadores uniformados, y considerando la presencia de mis hijas, intenté convencer a aquella comparsa de malandrines que parecía haber decidido destruir la paz de mi hogar para darme un escarmiento, con el pretexto de que nosotros éramos enemigos del orden.

   –Mire, nosotros somos gente decente, y siempre hemos sido cumplidores de las normas –le dije tratando de salvar aquella situación, pero era evidente que aquellos bribones estaban decididos a jodernos la existencia por la osadía de negarme a firmar aquel mamotreto.

    –Mire, ciudadano, usted fue sorprendido tratando de huir del país hace unos meses, así que no me venga con que usted es cumplidor de las normas. ¿Se ha olvidado de que fue deportado desde México? Déjese de pamplinas y acompáñenos o tendremos que llevárnoslo a como dé lugar.

Me vi atrapado en una disyuntiva sin comerla ni beberla. Era cierto que hacía algunos meses, el gobierno mexicano me había enviado de regreso al país, por un arreglo entre mandatarios que tenía visos ideológicos. Pero, aparte de ese asunto, no había ninguna razón que me hiciera merecedor de una detención y eso era precisamente lo que intentaban aquellos aprendices de sicarios. Sin embargo, me había convencido de que la mejor salida en aquel momento era acompañarlos para evitar entre otras cosas que mis hijas, dos muchachas que apenas habían alcanzado la adolescencia, presenciaran un espectáculo que pudiera perjudicarlas, y salí mansamente con ellos, que me introdujeron casi a empujones en un automóvil patrullero.

La tarde ya se estaba muriendo cuando llegué a la estación de policía, donde un individuo medio tonto, muy bien acicalado, me hizo unas preguntas sin sentido. Luego me despojaron de todo lo que llevaba en mis bolsillos: una billetera sin apenas billetes, las llaves de mi casa, algunas monedas y una nota donde había escrito varias frases para la canción que se me había ocurrido el día anterior, y que había estado tarareando cuando ellos llegaron a mi casa. Me despojaron también del cinturón, los cordones de los zapatos y luego me encerraron en una celda pequeña que estaba pintarrajeada de corazones, flechas y un sinnúmero de palabras y expresiones desde la más delicada hasta la más soez. Cuando entré a aquel recinto, me encontré con los rostros de varios individuos malencarados, tristes y taciturnos. Era un espacio ocupado por una litera con colchones mugrosos y un hueco que alguien diría de inodoro, pero cuya pestilencia negaba el nombre.  Me sentía confundido. Aun ignoraba las razones por las que me habían llevado allí. Haber rechazado firmar un libro de condolencias no era razón suficiente para que me detuvieran, pensé. Sabía que no podían retenerme en aquel sitio por mucho tiempo y eso me dio algo de tranquilidad; entonces comencé a leer las frases de las paredes, algunas de las cuales me resultaron originales.

“Aunque estas lejos, la distancia nos acerca” decía una frase encima de un corazón atravesado por una flecha no muy bien dibujada. “La vida se me acaba entre estas 4 paredes, pero te quiero” decía otra. “Cristo, ven a buscarme” pedía otra con un trazo cuidadoso y el dibujo de una cruz casi perfecta. “Váyanse a la pinga, chivatones” gritaba una frase atravesada por un falo que parecía reír en la pared. Me sentía agotado y la lectura de aquel interesante poema penitenciario que ocupaba aquellas paredes se hizo tan ardua por la poca luz que decidí descansar, pero el único espacio libre estaba justo al lado del hueco que hacía de retrete, y agotado por el cansancio y la frustración, me tumbé allí, hasta que me acostumbré al hedor y caí en una especie de duermevela.

Desperté cuando escuché gritar mi nombre y me puse de pie.

    –Miguel Ángel Martínez –sonó la voz desde la puerta abierta resonando como un eco.

Salí tras el custodio hasta un salón con muchas luces donde había una mesa con dos sillas a cada lado: una frente a la otra. Me senté a esperar, y sentí el filo cortante de una temperatura tan baja que comenzó a calarme los huesos. Inmediatamente, me di cuenta de que aquello sería un interrogatorio. Pero, no tenía idea de qué otro asunto quería saber aquella gente, aparte de mi intento de fuga meses atrás. Esperé con el corazón en la boca, hasta que apareció un fulano vestido de civil y se sentó frente a mí. Entonces recibí el primer impacto de un perfume dulzón que brotaba de su ropa. Era un hombre de edad mediana, con porte de atleta, que vestía con pulcritud: guayabera y pantalones vaqueros. Tenía la cabeza redonda y le brillaba el cuero cabelludo donde no había asentada una sola hebra de pelo, pero el conjunto de bigote y barba en forma de candado le aportaban un aspecto luciferino.  El hombre se sentó frente a mí y después de pasarse la mano por una cicatriz que le adornaba el pómulo derecho, comenzó a hacerme preguntas sobre una supuesta salida de una lancha con un grupo de personas que pretendían escapar por un punto de la costa, pero la verdad era que yo no tenía la más puta idea de lo que me hablaba.

     –Oficial, hasta ahora, no conozco nada de lo que usted me habla –argumenté asombrado, porque aquello, de no ser tan terrible, parecía una broma de mal gusto. Pero las mismas preguntas comenzaron a venir de atrás palante, muchas veces envueltas con amenazas, chantajes y ultimatos.

    –Vas a vomitar quieras o no, muchacho –me dijo con una sonrisa que se me antojó una mueca macabra, y me asusté, porque aquella frase no podía ser otra cosa que una promesa de ultraje.

Pero, ya me había curado del susto inicial y estaba molesto por aquella absurda insistencia y las provocaciones de aquel fulano bocón y arrogante, y en un momento del rifirrafe, me envalentoné.

    –Lo que si le puedo decir a usted es que sea como sea me voy de este lugar de mierda –dije irritado y con un énfasis que sorprendió al mismísimo esbirro que tenía enfrente.

    –No te me pongas gallito, muchacho, porque aquí te podemos bajar los humos –dijo y vi en sus ojos un ímpetu perverso.

    –¿No vas a hablar? –me preguntó. Pero ya yo era consciente de que él estaba convencido de que nada sabía de las cosas que me estaba preguntando; porque, a fin de cuentas, él era un profesional en ese asunto de forzar a sus interrogados a decir cosas. Sin embargo, se había quedado picado por lo que, para personajes como él, resulta una insolencia, y entonces lo vi levantarse y salir de aquella habitación que se había tornado tan helada como un frigorífico.

Ya estaba tiritando, cuando media hora después, apareció otro matón que me condujo de nuevo a la celda donde había estado al inicio, y me sorprendí de que los otros detenidos ya no estuvieran allí. Me alegré, porque ahora al menos no tendría que dormir en el piso exhalando la hediondez que emanaba del excusado. Aun sentía frio y me tiré en una de las camas y allí me quedé adormilado.

Un rato después, escuche chirriar la puerta y abrí los ojos: eran tres hombres fornidos a los cuales examiné desde mi posición en aquel camastro abriendo levemente los ojos. El sonido metálico de la puerta al cerrarse, me hizo sentir un silencio extraño, sospechoso y volví a abrir los ojos. Los hombres se habían colocado frente a la cama donde yacía, y de pronto sentí un toque en los hombros.

    –Socio, tas durmiendo rico, ¿eh? –dijo uno de los recién llegados y entonces abrí los ojos.

Eran hombres corpulentos que, de solo un golpe de vista en aquel lugar en penumbras, me di cuenta de que tenían un excelente entrenamiento físico. Dos de ellos eran de estatura baja, espaldas anchas y brazos rollizos. El más alto era el menos corpulento, pero… era más alto que yo, y sentí el peligro de una agresión cuando escuché de nuevo la voz de uno de ellos.

    –Tas durmiendo rico, ¿eh? Pero,  ¿sabes una cosa?

Cuando escuché aquella pregunta abrí nuevamente los ojos y vi acercarse al más alto que me dio un tirón.

    –Ya has descansado bastante, socio, ahora nos toca a nosotros –dijo mientras me zarandeaba.

    –Asere, no quiero problemas, ustedes llegaron ahora, ya estuve durmiendo en el piso –dije tratando de suavizar el panorama.

    –¿Que tú no quieres problemas? –dijo uno– Pues, déjame decirte que hace rato tú estás en problemas.

El primer golpe lo recibí en el mentón y sentí el sabor de la sangre en mis labios. Ya me había incorporado de la cama, cuando recibí un nuevo puñetazo en el ojo derecho y luego otro en el vientre que me hizo caer al piso cerca del hueco que servía de retrete. El más alto me pateó varias veces.

    –Canta ahora, cabrón. ¿Tú no querías hacer fiesta? –gritaba uno de ellos mientras me golpeaba.

Intentaba defenderme, pero era imposible. Las trompadas y las patadas llovían sobre mi cuerpo, y apenas podía esquivar o taparme. Pedí auxilio varias veces, pero nadie acudió a sacarme de aquella encerrona. Hasta que perdí el conocimiento por la golpiza.

Cuando desperté, los tres hombres ya no estaban en la celda. El dolor de mi rostro, de mi cuerpo y el sabor de la sangre en mi boca, me atemorizó y grité auxilio varias veces, hasta que finalmente acudieron a mi llamada.

En el hospital, me dieron los primeros auxilios. Apenas podía ver por la hinchazón de la frente y los dos ojos. Me dolían las costillas a tal nivel que se me hacía difícil caminar sin apoyo. Tenía roto el tabique nasal.  Me habían dejado hecho tal desastre que no podía valerme por mí mismo.

Mi madre, que tenía una amiga influyente en las altas esfera del gobierno, le pidió ayuda y la mujer se solidarizó con ella. Ambas fueron a recogerme en la estación policial donde estaba. Las dos mujeres se espantaron cuando me vieron hecho un guiñapo. Mi madre estaba exasperada, no le era posible digerir el estado en que me habían dejado aquellos sayones y se le encaró al jefe de la estación que en aquel momento intentaba ser amable con su amiga de alto nivel.

    –Dígame, oficial –qué le ha pasado a mi hijo. ¿Por qué me lo han dejado así?

Ataviado de uniforme, una gorra de plato que le cubría la mitad de la frente, y una sonrisa socarrona, el hombre miró a mi madre que lo midió varias veces con su mirada. Luego se acomodó la gorra y levantó la vista.

    –Señora, su hijo es un poquito guapetón, y se puso a molestar a otro detenido, y eso es lo que pasa –mintió de forma descarada.

Cuando salí de allí, el sol comenzaba a hundirse en el poniente. Me sentía pisoteado, humillado; apenas podía sostenerme en pie con mis propias fuerzas. Caminamos hasta el auto de aquella mujer que, a través de sus privilegios y sus influencias, me había salvado por convicción o por solidaridad con mi madre. Era una mujer de edad madura, que se diría de porte distinguido, con los cabellos arreglados y relucientes. Las calles estaban sucias: basura por doquier, charcos de agua putrefacta, aceras rotas, todo estaba en total abandono. La ciudad olía a miasma, y yo estaba avergonzado de mí mismo y del país en que había nacido. Había un chofer al volante que esperaba por nosotros de manera disciplinada. Apoyado en los hombros de mi madre, caminaba con dificultad, sumido en mi propia tragedia, mirando cómo la ciudad se hundía en el caos de su gente, en el abismo de su propio abandono. —Me voy de esta mierda—pensé con una fogosidad que me quemaba el cuerpo, sabía que había muerto el dictador, pero no la tiranía. Y mientras me acercaba a aquel carro, juré que mis hijas no serían mancilladas de aquel modo en que yo había sido ultrajado, un día después de la muerte del tirano.

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