Este no es un diario como los que suelen escribirse por doquier. Mantengo su fidelidad apropiándome del estilo de los cuadernos de Paul Valéry, transfigurados aquí en un diario de escritura, donde la reflexión y la introspección tienen la preeminencia sobre la mera cronología.
Francesco Petrarca, figura emblemática de la literatura italiana del siglo XIV, vivió un exilio marcado por la austeridad y la soledad. Su regreso al Capitolio Romano, donde fue coronado como poeta laureado, representa un momento decisivo no solo en su vida personal, sino en la cultura literaria de su tiempo. Esta situación, que bien pudo haber sido una claudicación ante la desesperación, se transformó en un umbral donde el ascenso literario y la afirmación de su voz en la República se tornaron inevitables. Con el tiempo, a partir de 1340, la fama y el prestigio dejaron de ser un privilegio reservado y adquirieron una modernidad que, de algún modo, los acercó a las masas. En este contexto, el historiador Jacob Burckhardt reconoció el surgimiento del culto a la personalidad, un fenómeno que él describe como una habilidad necesaria para adaptarse a una sociedad cada vez más inclinada a la veneración pública.
Este fenómeno nos invita a reflexionar sobre los mecanismos de la admiración en el mundo moderno, que, aunque pueda parecer superficial, revela una concepción mucho más profunda de las «medidas de todas las cosas». Mi propósito en este diario-ensayo, por lo tanto, no es elogiar los eventos comunes ni erigir un monumento a la cotidianidad. Tampoco me interesa la elaboración de un inventario anecdótico o la construcción de una cronología de trivialidades. Por el contrario, me propongo intelectualizar los temas aquí planteados, construir un ser cuyo fundamento sea una práctica constante de escritura, un cuerpo textual que se oponga en esencia a la pura admiración, al poder entendido como fin y al culto a la personalidad.
En este contexto, Manuel Gayol Mecías ha señalado que Ángel Velázquez Callejas, prolífico escritor y pensador contemporáneo, se distingue no solo por la magnitud de su obra, sino por la profundidad de su pensamiento. Sus textos, que suelen ser densos en variables y a veces difíciles de asimilar de inmediato, contienen una riqueza conceptual que justifica su revisión continua. Gayol observa que, al acercarse a la obra de Velázquez Callejas, uno puede experimentar una especie de éxtasis metafísico, comparable a lo que él denomina «sentir a Lezama». Su obra, lejos de ofrecer certezas, invita al lector a un abismo de incertidumbre, donde la lógica parece ceder ante una experiencia estética que, en sus términos, se convierte en un vasto laberinto de posibilidades interpretativas, tan inquietante como sublime.
En última instancia, esta aproximación intelectual busca escapar de las formas convencionales de la escritura y la lectura, para explorar una relación más compleja con el lector y el propio acto de creación, que desafía las estructuras habituales del reconocimiento y plantea una reflexión sobre el valor intrínseco de la obra como entidad independiente de la fama o el reconocimiento popular.
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