Por: Rafael Piñeiro López
Shichinin no samurai (Seven samurai), es considerada por muchos como la mejor cinta japonesa jamás filmada. Hay quienes, sin embargo, dicen que es la más relevante pieza imaginada por Kurosawa, lo cual es casi lo mismo. Lo cierto es, en mi opinión, que ninguna otra como Shichinin no samurai para revelarnos el espíritu eidético nipón, ese que hace de la ascesis en pos de la vida moral el centro de todas las acciones por acontecer, el meollo mismo de la existencia.
Acá se repite un tópico recurrente en la cinematografía de Kurosawa: el excepcionalismo de las minorías, la vulgaridad de la masa. En una ópera en crescendo que nos va revelando el espíritu trágico de la obra, se vuelve a decretar el triunfo de la ataraxia de los elegidos, quienes condescendientemente se hacen cargo de los débiles en mente y en espíritu, para guiarlos por el camino de la imperturbabilidad y serenidad del alma, tal como los estoicos y los epicúreos estructuraban su ideal moral.
Kurosawa nos muestra la profunda desconfianza de sus criaturas hacia los valores jerárquicos establecidos, expresada sobre todo en el espíritu libre y altivo del samurái, que se despoja transitoriamente de su individualismo penitente para construir alianzas en pos de derrotar a un enemigo superior, para redimirse así en el bien y la nobleza. Es, en ese sentido, una historia clásica de salvación, como todas las grandes narraciones.
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