Sanskrit exige mucho del lector. Es intraducible a otra lengua. Exige esfuerzo intelectual y preparación cultural. Exige «concentración» y «contemplación limpia», pues se trata, a nuestro modo de ver, de un fenomenólogo cuya poética transcurre en el archivo permanente de la conciencia del autor.
Sabiendo que seguirá existiendo, sin ser presencia para cooperar con las representaciones del mundo de la realidad, Sosa atisba una respuesta negativa, si es necesario tomar postura de dicha afectación. A Sosa lo convida una suerte de escepticismo cogitante porque cada vez más cae en la cuenta de que «tomar posturas» retorica, «hacer juicios innecesarios poéticos», y ensucia la transparencia de la imagen captada con el objetivo de colocarse él mismo en la colección permanente del archivo existencial de la imagen.
Un poemario construido bajo técnica alto-relieve, donde la imagen que procura representar, estará desconectada de los asuntos triviales de la vida cotidiana. En fin, Sosa es un presidiario de la poesía. Si, un presidario que no se preocupa salir de los barrotes de la palabra franca y temeraria.
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En la contraportada del libro se lee:
Como he agotado mi fascinación por el sabor y el peso de las palabras, dispuesto a mirar más lo que no parece objeto, y a escuchar menos lo que convoca a las multitudes, me quedo ahora con un simple sedal, y el agua ensimismada que nunca regalará su cifra. No es el cansancio que auguraban mis libros furtivos, no es capitular a la sombra de las torres sin razón ni honra, acaso el entendimiento de que somos la mitad de otra estela, el doble reflejo que nadie descubre en el principio de cada cosa. La marca que llevo, esos dos círculos que se entrecruzan, recoge mi esencia vertida en otra. Hasta aquí me trajeron los esquemas, contra el muro, junto al cerco tendido desde antes. Es aquí donde el viento todo dispersa y resalta la sensualidad del oro, de los surcos y el follaje, del idioma incomprensible.

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