Heidegger: posponer el fin de la Historia

Por Coloso de Rodas

El pensamiento de Martin Heidegger, especialmente en las décadas posteriores a 1945, constituye un desafío intelectual que oscila entre lo filosófico y lo mesiánico. En esta etapa tardía, el filósofo alemán centra sus esfuerzos en un proyecto monumental: postergar, si no evitar por completo, el fin de la Historia. No se trata de un gesto banal ni de un simple desvarío especulativo. Por el contrario, esta preocupación es el núcleo de su reflexión final, un intento de reconfigurar las estructuras temporales que sostienen a la humanidad frente al abismo de la modernidad técnica.

Desde los años veinte y treinta, mucho antes de que Kojève y Fukuyama formularan sus teorías sobre la consumación de la Historia, Heidegger ya advertía que el siglo XX traía consigo una amenaza ineludible: la disolución de la realidad bajo la creciente influencia de la técnica y la modernidad. El problema no era simplemente político ni económico; era ontológico. Según Heidegger, la técnica no solo transforma las condiciones materiales del mundo, sino que subvierte las estructuras fundamentales del ser, desplazando al hombre de su lugar en el tiempo y despojándolo de su capacidad para habitar plenamente la Historia.

La Historia, en la concepción heideggeriana, no es una acumulación de hechos ni una crónica de eventos. Es el entramado temporal que da sentido a la existencia colectiva, el horizonte en el que se articulan las experiencias humanas como continuidad y como posibilidad. La amenaza del fin de la Historia, entonces, no alude al término de los acontecimientos, sino al colapso de esas estructuras temporales que permiten que la humanidad se reconozca a sí misma como agente y testigo de su devenir.

El Heidegger tardío reconoce que esta amenaza no es solo un producto de la técnica, sino también de la modernidad globalizada, que impone una temporalidad uniforme y abstracta sobre las particularidades culturales. En este contexto, la Historia pierde su sentido de propiedad: el hombre deja de ser dueño de su tiempo, alienado por un proceso de colectivización sin raíces ni anclajes ontológicos. Esta visión se encuentra en el corazón del proyecto filosófico que Heidegger desarrolla en sus últimas décadas, transformando su pensamiento en un esfuerzo psicopedagógico por reeducar a la humanidad frente al vaciamiento histórico.

La pregunta central que surge en este periodo es cómo preservar la temporalidad significativa en un mundo dominado por la técnica y la globalización. Heidegger no busca restaurar un pasado idealizado ni proponer un modelo utópico. En su lugar, aboga por una forma de resistencia ontológica: una vuelta al ser como temporalidad auténtica. Esta resistencia no es un gesto político en el sentido convencional, aunque esté profundamente implicada en las dinámicas históricas y culturales de su tiempo.

El distanciamiento de Heidegger del régimen nazi, aunque evidente en sus años finales, no disminuye la importancia que otorgó a la Historia como categoría esencial de su pensamiento. Es precisamente en este periodo cuando su reflexión sobre la temporalidad alcanza su mayor profundidad. Heidegger concibe la Historia como algo más que un conjunto de narrativas sobre el pasado; la ve como el tejido ontológico que organiza la experiencia humana y la conecta con un horizonte de significados compartidos.

En este punto, su pensamiento resuena con ciertas figuras literarias que, desde otras perspectivas, exploraron problemas similares. Un ejemplo ilustrativo se encuentra en la obra del escritor cubano Alberto Lamar. Su novela Vendaval en los cañaverales describe el periodo de transición cubana tras la caída de Gerardo Machado, un momento histórico caracterizado por un revolucionarismo que, en palabras del propio Lamar, desembocaría en un colectivismo sin propiedad. Lamar, en su libro Cómo cayó el presidente Machado, describe este proceso como una temporalidad abstracta, una pérdida de la capacidad del individuo para habitar su tiempo de manera auténtica.

El paralelismo entre Lamar y Heidegger es revelador. Ambos perciben la Historia como algo más que un flujo continuo de eventos; la entienden como una estructura frágil, amenazada por fuerzas que despojan al ser humano de su capacidad de habitar plenamente su tiempo. Para Heidegger, estas fuerzas son la técnica y la globalización; para Lamar, el colectivismo revolucionario. En ambos casos, el resultado es una alienación profunda, una desconexión entre el hombre y su temporalidad.

Heidegger, sin embargo, no se resigna a esta pérdida. Su esfuerzo final es un intento de preservar lo que considera esencial para la humanidad: la posibilidad de habitar el tiempo como algo propio, como un horizonte de sentido que no puede ser reducido a los imperativos de la técnica o las dinámicas globales. Este esfuerzo puede interpretarse como una forma de mesianismo filosófico, no en el sentido religioso del término, sino como una apuesta por la salvación ontológica de la humanidad.

La relación de Heidegger con la Historia, por tanto, trasciende los marcos tradicionales del pensamiento filosófico. Su preocupación no es solo una reacción al contexto histórico de su tiempo, sino una exploración radical de lo que significa ser humano en un mundo donde las estructuras temporales que sustentan nuestra existencia están en peligro de desaparecer. En este sentido, su filosofía no es un llamado a la acción política, sino una invitación a repensar la esencia misma de la Historia como temporalidad compartida.

La cuestión que plantea Heidegger sigue siendo relevante en un mundo cada vez más dominado por la técnica y la globalización. Su reflexión nos recuerda que la Historia no es solo un registro del pasado, sino un campo de posibilidades que define nuestro lugar en el tiempo. Preservar este campo frente a las fuerzas que lo amenazan no es solo un desafío filosófico; es, en última instancia, una cuestión de supervivencia ontológica.

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