Por Galán Madruga
Si bien este escrito demanda una exploración más profunda y una argumentación más detallada, podemos resumir que el esfuerzo intelectual de Heidegger, desde 1945 hasta su último aliento, se concentra en una propuesta de naturaleza mesiánica: aplazar el inevitable fin de la Historia. Quién sabe, tal vez estemos equivocados. El último destello intelectual de Heidegger se enfoca en «salvar la Historia» o, al menos, postergar su conclusión durante un extenso lapso.
Mucho antes de que surgieran Kojeve y Fukuyama, el autor de los Cuadernos negros se percató, en las décadas de los treinta y los veinte, de que el siglo había comenzado con la devastación de la realidad, con el estruendo de la modernidad y, como resultado, con la amenaza ineludible de ponerle fin a la historia. ¿Cómo detener el impulso hacia la finitud en su deriva, una tendencia que resultaba antiontológica y antinacional? Esta se convirtió en la tarea psicopedagógica del último Heidegger.
El enigma del socialnacionalismo se reveló a Heidegger en esta última demora. El hecho de que Heidegger se hubiera distanciado del régimen socialnacionalista nazi no disminuye su concepción de la Historia. ¿A qué se refiere Heidegger cuando habla de Historia? No se refiere a los sucesos que abruman el pasado y el presente, sino a las formaciones de agrupaciones temporales (conmovido, asustado, me uno a esta perspectiva).
Entonces, ¿qué representa la Historia ante su inminente colapso? Para Heidegger, la Historia implica preservar una temporalidad apartada de la dinámica temporal de la inminente globalización. En otras palabras, se trata de conservar formaciones de agrupaciones temporales en un contexto de sufrimiento dramático y dispersión, o de la incapacidad de encontrar convicciones sólidas.
Es el espacio de una época en el tiempo que se enfrenta a la falta de sucesos reales: el aburrimiento que surge por desprecio hacia la temporalidad globalista que gradualmente se impone. No se impone la democracia liberal sobre las ideas del comunismo y el sovietismo como lo vio Fukuyama, no, Heidegger vislumbra un fenómeno más cruel: la Historia pierde su propiedad (el derecho del hombre ser propietario de las cosas) ante un fenómeno de colectivización sin propiedad impulsado por la técnica.
En el brillante mundo de la literatura, se despliega un ejemplo narrativo que resuena en armonía con las profundas teorías de la temporalidad heideggeriana al posponer la historia. Esta esencia teórica se revela en la obra de Alberto Lamar, cuyo título es Vendaval en los cañaverales, escrita con precisión en la década de 1930, justo en el umbral de la transición de Cuba hacia la era del revolucionarismo, después del colapso del régimen de Machado. El revolucionarismo que Lamar también describe en Cómo cayó el presidente Machado, constituye un concepto abstracto de una temporalidad emergente que culmina en 1959 en la temporalidad del colectivo sin propiedad.
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