Saint-Exupéry: fenomenología del escritor

Por Coloso de Rodas

I

La obra de Antoine de Saint-Exupéry ocupa una posición singular dentro del panorama intelectual de la primera mitad del siglo XX. Aunque en apariencia se alinea con ciertas coordenadas ideológicas de su tiempo, en particular con el humanismo espiritualista y el idealismo moral heredado de la tradición occidental, su orientación fundamental parece desplazarse de manera significativa respecto de los discursos dominantes. Esta dualidad entre la apariencia ideológica de sus formulaciones explícitas y la radicalidad de su propuesta existencial constituye uno de los principales desafíos hermenéuticos que su obra plantea. Es decir, si bien Saint-Exupéry emplea en ocasiones una terminología afín a la sensibilidad tradicionalista y humanista de su época —habla del Hombre, de Dios, del Espíritu, del Sacrificio y de la Hermandad, todos con mayúscula inicial como si fuesen categorías metafísicas estables—, el contexto narrativo y existencial en el que estos conceptos son enunciados revela una tensión estructural entre lenguaje y experiencia, entre sistema conceptual y vivencia.

Este fenómeno puede interpretarse como un intento —tal vez involuntario— de inscribir una experiencia concreta y personalísima dentro de un repertorio léxico prestado, cuyos significados tradicionales ya no responden de manera adecuada a las vivencias que intentan expresar. Así, en los momentos en que Saint-Exupéry busca universalizar sus intuiciones más intensas y formular de manera categórica sus conclusiones éticas o metafísicas, incurre en un léxico filosóficamente saturado, cuyas connotaciones convencionales diluyen la originalidad de su experiencia. Lejos de producir una sistematización coherente, estas abstracciones terminan debilitando la fuerza concreta de su testimonio existencial.

Esta discrepancia se hace particularmente visible al comparar pasajes narrativos vivenciales, como los que componen Pilote de guerre (Piloto de guerra), con las formulaciones abstractas que aparecen al final de la obra, a modo de credo. Mientras que la narración revela con inusitada precisión el carácter fenoménico de la experiencia humana en situaciones límite —la angustia ante la inminencia de la muerte, la soledad del piloto, la conciencia del absurdo—, la conclusión tiende a adoptar un tono doctrinario que desentona con el resto del texto. La falta de una justificación conceptual rigurosa en estos pasajes ha dado pie a múltiples interpretaciones contradictorias, desde quienes ven en Saint-Exupéry un moralista reaccionario hasta quienes lo consideran un precursor intuitivo del existencialismo.

Un ejemplo paradigmático de esta ambivalencia se encuentra en el célebre pasaje final de Terre des hommes (Tierra de hombres), donde se afirma: «Sólo el Espíritu, si sopla sobre la arcilla, puede crear al Hombre». Esta declaración, tomada de forma aislada, puede parecer una reiteración de los tópicos idealistas y personalistas de inspiración cristiana. Sin embargo, cuando se la analiza en el contexto estructural de la obra, adquiere un valor semántico más complejo y denso, pues el término Espíritu no remite necesariamente a una entidad trascendente, sino más bien a una fuerza inmanente, vivida, relacionada con el compromiso existencial del sujeto con la acción, la responsabilidad y la alteridad.

No obstante, el carácter polisémico y ambiguo de estos términos —Espíritu, Hombre, Dios, Verdad— ha facilitado una recepción equívoca de la obra de Saint-Exupéry. Durante el período de entreguerras, sus escritos fueron celebrados por su aparente autenticidad y su tono meditativo, dotado de una profundidad que contrastaba con las formas estandarizadas del racionalismo burgués. Sin embargo, en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, marcado por una profunda crisis de sentido y una proliferación de nuevas corrientes filosóficas (particularmente el existencialismo sartriano y el marxismo estructural), Saint-Exupéry fue reinterpretado como un autor conservador, defensor de valores absolutos y de una visión idealizada del ser humano. Esta percepción se vio reforzada por el uso reiterado de nociones abstractas que parecían invocar un orden metafísico preexistente, cuando en realidad, tales nociones eran intentos torpes de traducir una experiencia singular y concreta a un lenguaje que no le era del todo adecuado.

Varios críticos, entre ellos Claude-Edmonde Magny, han señalado con agudeza que Saint-Exupéry participa —a pesar suyo— del clima espiritual de la burguesía francesa de entreguerras. Magny, en su Histoire du roman français, observa que si el reproche de pasividad se dirige menos al pueblo o a la aristocracia que a la burguesía, es precisamente porque esta última asumió, de hecho, la responsabilidad de conservar los valores y las artes. En su intento de administrar la cultura, la burguesía impuso a la literatura un espíritu administrativo, repetitivo y temeroso del cambio. Saint-Exupéry, al operar dentro de este horizonte sociocultural, no pudo sustraerse por completo a sus condicionamientos simbólicos, lo que explicaría su vacilación entre una ética del compromiso encarnado y una retórica de los valores universales.

Con todo, la verdad profunda de la obra de Saint-Exupéry no reside en sus formulaciones abstractas, sino en la orientación de su mirada y en la estructura existencial de su narrativa. Su pensamiento se despliega no en la conceptualización filosófica, sino en la meditatio vitae que atraviesa su escritura. Sus ideas, lejos de constituir un sistema, se manifiestan como intuiciones fundadas en experiencias límite, descritas con una prosa simbólica y a menudo fenomenológica. En este sentido, Saint-Exupéry no es tanto un filósofo como un narrador de la existencia, un poeta de lo concreto universal. La precisión de su pensamiento se encuentra en las imágenes —paisajes, gestos, tensiones vitales— más que en los conceptos. Su lenguaje literario no busca definir, sino sugerir; no clausurar el sentido, sino abrirlo a la resonancia de lo vivido.

 Cuando Saint-Exupéry desea expresar su actitud frente al conocimiento o a la angustia, no lo hace a través de disquisiciones filosóficas, sino mediante la evocación de situaciones límite en las que estos estados se revelan en su plena intensidad. Ya sea que describa el vértigo previo a una misión suicida, la conciencia del absurdo en la rutina del piloto, o la serena aceptación de la muerte inminente, lo que comunica no es una doctrina, sino una experiencia existencialmente situada. Este carácter fenoménico de su relato lo acerca, sin nombrarla, a una fenomenología narrativa en la que el mundo se configura a partir de la conciencia encarnada que lo habita.

El mismo principio se aplica al tratamiento del conocimiento. Saint-Exupéry rehúye la teoría y prefiere una epistemología implícita, ligada al cuerpo y a la acción. El mundo solo se torna inteligible en el acto de la navegación, del pilotaje, del riesgo. La geografía de sus relatos no es la del mapa, sino la del proyecto, del itinerario existencial. En Courrier Sud, por ejemplo, el conocimiento se manifiesta como parte de una dialéctica entre el deseo, la preparación del viaje y el acontecimiento de la experiencia. La verdad no se postula, se vive. El sujeto no conoce desde un lugar neutro, sino desde una implicación vital con su entorno.

El pensamiento de Saint-Exupéry, lejos de fundarse en una filosofía sistemática, responde a una lógica interna profundamente coherente: la lógica del existir en situaciones de riesgo, de frontera, de emergencia del sentido. Sus conceptos, cuando se los despoja del contexto simbólico que los rodea, pierden fuerza y se tornan ambiguos. Solo adquieren su densidad plena cuando se los inserta en el universo narrativo y en el tejido de imágenes que los justifica. De ahí que su obra exija una lectura hermenéutica atenta, capaz de distinguir entre el léxico prestado de la tradición y el núcleo vivencial que late en el fondo de su escritura.

II

Cuando Antoine de Saint-Exupéry intenta trasladar el núcleo de su experiencia fenomenológica al plano de una epistemología general, es decir, cuando busca abstraer de su vivencia concreta un principio universal del conocimiento, se enfrenta a una serie de dificultades estructurales que ponen en entredicho la coherencia interna de su pensamiento. En sus obras anteriores, le bastaba con sumergirse en su experiencia directa y relatarla con minuciosa precisión, siguiendo una lógica narrativa íntima, casi confesional. En ese marco, el lenguaje fluía como expresión inmediata de la vida, y la verdad de lo vivido se imponía sin necesidad de justificación teórica. Sin embargo, en el momento en que intenta elevar su experiencia a la categoría de principio metafísico, su discurso se ve invadido por una serie de términos heredados de la tradición racionalista y esencialista, cuyo contenido semántico ya no responde a las exigencias de la vivencia singular.

Esta tensión semántica es uno de los principales obstáculos para una lectura unívoca de su obra. El uso de términos como Verdad, Espíritu, Inteligencia, Sabiduría o Hombre, si bien proviene de una intención genuina de universalización, entra en conflicto con el ethos narrativo que estructura sus relatos. Tales conceptos, lejos de operar como vehículos de una comprensión clara, aparecen como residuos lingüísticos de una metafísica que Saint-Exupéry no comparte del todo, pero que tampoco logra trascender plenamente. En efecto, al emplear este léxico, reproduce fórmulas ya sedimentadas en el pensamiento moderno europeo, lo que le impide articular una epistemología genuinamente fundada en su experiencia fenomenológica.

Por tanto, se puede afirmar que hay una desincronización entre el lenguaje que emplea y la estructura de experiencia que intenta comunicar. Esta brecha no es menor, ya que afecta no solo a su concepción del conocimiento, sino también —y de manera más profunda— a su concepción del ser humano y de las relaciones interpersonales. La visión que Saint-Exupéry tiene del ser humano es fundamentalmente activa: no parte del ser como entidad sustancial, sino del ser en devenir, del ser proyectado hacia el futuro a través de la acción. Su preocupación constante por el compromiso, la responsabilidad y la solidaridad en situaciones límite revela una ontología de la acción que desborda el marco conceptual del esencialismo.

El problema radica en que, para expresar esa concepción del ser proyectado, Saint-Exupéry no dispone de un vocabulario filosófico renovado. Recurre, en consecuencia, al lenguaje heredado de las tradiciones racionalistas y humanistas de su tiempo. Así, introduce en su obra nociones como Dios, Hombre, Hermandad, Responsabilidad, cuyas resonancias son profundamente ambiguas. En el contexto cultural de la Francia de entreguerras y posguerra, estos términos estaban cargados de sentidos ideológicos específicos, frecuentemente asociados al discurso burgués y a una visión conservadora del orden social.

Jean-Paul Sartre, en el artículo fundacional de la revista Les Temps modernes, describió con lucidez esta apropiación ideológica de conceptos que, en apariencia, pertenecen al acervo común de la humanidad. Así, frases como «Todos los hombres son iguales» o «Todos los hombres son hermanos» pierden su potencia transformadora y se convierten en fórmulas retóricas vacías, que encubren la pasividad social o que sustituyen la solidaridad concreta por un humanismo abstracto. Sartre advertía que la fraternidad, en este discurso, se reduce a una afinidad pasiva entre partículas individuales, sin fuerza política ni dimensión histórica.

En el caso de Saint-Exupéry, sin embargo, los mismos términos adquieren otro significado cuando se los contextualiza dentro de su obra literaria. Allí, lejos de funcionar como expresiones doctrinarias, estos conceptos se revelan como intentos —a menudo frustrados— de dar forma verbal a una experiencia radical. En el relato del vuelo sobre Arras, por ejemplo, asistimos no solo a una escena de guerra, sino a la escenificación de una ética de la presencia y la responsabilidad. La fidelidad con la que Saint-Exupéry describe sus emociones, su miedo, su lucidez ante la muerte, constituye un testimonio de veracidad subjetiva que desborda cualquier categorización ideológica.

Sin embargo, su afán por conferir a esa experiencia un valor universal lo lleva a recurrir a un lenguaje conceptual que ya no resulta funcional para expresar lo que verdaderamente desea comunicar. Esta contradicción está formulada de manera explícita en una de sus declaraciones más citadas: «Para comprender el mundo de hoy, empleamos un lenguaje que se estableció para el mundo de ayer». Con esta afirmación, incluida en Tierra de hombres, Saint-Exupéry parece tener plena conciencia de los límites del lenguaje tradicional. Pese a ello, persiste en su uso, quizás por no contar con otra herramienta expresiva, o porque no desea renunciar del todo a los vínculos simbólicos de su época.

Ahora bien, esta persistencia en utilizar términos preexistentes no implica una simple repetición ideológica. Por el contrario, lo que confiere originalidad a la obra de Saint-Exupéry es la forma en que subvierte esos términos mediante la estructura narrativa y la fuerza simbólica de sus imágenes. Es precisamente en la interacción entre lo conceptual y lo imaginativo donde se encuentra la clave de su pensamiento existencial. Las imágenes, muchas veces tomadas del mundo de la aviación, de la naturaleza, de la técnica o de la amistad viril, operan como matrices de sentido que reconfiguran el significado de los conceptos abstractos. Allí donde el término «Hombre» podría leerse como una categoría metafísica universal, las imágenes del piloto solitario, del mecánico silencioso o del compañero caído en combate le devuelven una dimensión concreta, histórica y afectiva.

No debe sorprendernos que exista una discrepancia persistente entre los conceptos empleados por Saint-Exupéry y la orientación fundamental de su obra. Esta disonancia no empobrece su propuesta, sino que constituye, en cierto modo, su rasgo más distintivo. Es precisamente esta tensión la que impide reducirlo a un mero pensador o a un simple fabulador. Saint-Exupéry no es un filósofo sistemático ni un novelista convencional: es, ante todo, un creador que articula su pensamiento a través de una poética del riesgo, de la soledad, del compromiso.

Cabe subrayar, sin embargo, que esta dualidad interna no siempre se manifiesta con claridad dentro de la obra. En muchos casos, como ha observado Claude-Edmonde Magny, la distancia entre el pensamiento reflexivo del autor y las actitudes expresadas en su narrativa permanece latente. Magny llega incluso a afirmar que algunos de los mejores escritores son aquellos que logran escribir contra sí mismos, es decir, en tensión con sus propias convicciones. En ese sentido, la grandeza de una obra no reside necesariamente en la coherencia entre autor y texto, sino en su capacidad de expresar, a pesar de sus contradicciones, una verdad poética y existencial.

Sin embargo, en el caso específico de Saint-Exupéry, la tensión no se da solo entre el autor y su obra, sino dentro de la obra misma. La ruptura entre la parte explícitamente conceptual y la parte vivencial es tan notoria que, en ciertos momentos, el texto parece fracturarse. Cuando esta brecha se vuelve demasiado pronunciada —cuando los conceptos no logran encarnar la experiencia que intentan representar—, la obra revela una zona de debilidad. No porque falle como relato o como testimonio, sino porque el lenguaje empleado no logra estar a la altura de la vivencia que se quiere comunicar.

Con ello no queremos señalar un defecto meramente estilístico, sino una falla estructural en la relación entre experiencia y expresión. La incapacidad de ajustar los términos abstractos a la experiencia concreta genera una oscilación que impide al lector acceder de forma clara al sentido último del texto. A pesar de su lucidez, de su capacidad introspectiva y de su fuerza poética, Saint-Exupéry no alcanza a formular una epistemología propia ni una ontología plenamente coherente. Pero quizás esa sea también su mayor virtud: haber escrito no desde la certeza, sino desde el límite; no desde el sistema, sino desde el riesgo del pensamiento encarnado en el lenguaje.

III

Para expresar su visión del individuo como ser en devenir, en constante evolución a través de la acción, en relación activa con el mundo y con los otros, Antoine de Saint-Exupéry recurrió con frecuencia al uso del término “Hombre” —escrito con mayúscula inicial— como categoría central de su pensamiento ético y existencial. Este uso se manifiesta con especial claridad en tres de sus obras mayores: Terre des hommes (Tierra de hombres), Pilote de guerre (Piloto de guerra) y Lettre à un otage (Carta a un rehén). En estos textos, el “Hombre” no se presenta como una esencia abstracta ni como una categoría ontológica establecida, sino como una aspiración, un proceso inacabado cuya realización se inscribe en el horizonte del sentido y la responsabilidad. Sin embargo, el propio término se encuentra marcado por una larga tradición retórica y filosófica que compromete su claridad semántica. Desde el siglo XVIII, “el Hombre” ha sido una figura central del discurso humanista, en particular del racionalismo burgués, y ha sido movilizado para hablar de la dignidad universal, la naturaleza humana o la igualdad abstracta. Como categoría, había sido institucionalizada, despojada de su potencia experiencial y transformada en un significante difuso.

Saint-Exupéry, consciente de esta carga semántica, intenta desmontar desde dentro los presupuestos de ese humanismo racionalista. Su crítica a la retórica vacía del “Hombre” moderno no implica una negación de la centralidad del ser humano, sino una reformulación radical de lo humano desde una perspectiva activa, vinculada a la acción, a la entrega, al sacrificio y a la responsabilidad como núcleo de sentido. En este contexto, su propuesta puede definirse como un humanismo activo, es decir, una antropología que sitúa al sujeto no como portador de una esencia preestablecida, sino como creador de su propio ser a través de la acción significativa en el mundo.

Este desplazamiento semántico se hace explícito en el credo de Pilote de guerre, donde Saint-Exupéry establece una oposición entre el humanismo cristiano —activo, encarnado, transformador— y el humanitarismo moderno, entendido como una degeneración pasiva y abstracta del primero. En ese credo, la fraternidad no es una categoría moral desprovista de contenido social, sino una exigencia existencial que se realiza en el acto de reconocerse en el otro. De ahí que el “Hombre”, para Saint-Exupéry, no sea aquel que simplemente participa de una esencia común, sino aquel que se constituye como tal en el acto de asumir su lugar en el mundo, en el rostro de la adversidad, en el cumplimiento de su deber con los otros.

No obstante, esta estrategia conceptual encuentra un punto de inflexión en Citadelle, obra póstuma e inacabada en la que Saint-Exupéry abandona progresivamente el término “Hombre” para sustituirlo por el de “Dios”. Esta sustitución, lejos de ser un simple recurso estilístico, plantea un interrogante de orden filosófico y simbólico: ¿por qué reemplazar un concepto antropológico por otro de apariencia teológica? ¿Qué sentido adquiere este desplazamiento en una obra que se presenta, en su estructura interna, como una meditación poética, ética y política sobre la construcción del sentido?

Citadelle —obra que Saint-Exupéry describió como una suerte de “testamento espiritual”— se presenta como un texto de carácter poético-totalizador, en el sentido etimológico del término totalitas, es decir, como una tentativa de dar cuenta de la totalidad de la experiencia humana desde una perspectiva que integra mito, símbolo, ética y estética. En este contexto, el término “Dios” no se utiliza como referencia a una entidad trascendente ontológicamente constituida, sino como condensación simbólica de un conjunto de valores existenciales, como la trascendencia activa, la responsabilidad, la interioridad y el sentido del deber. En sus Carnets, el propio Saint-Exupéry sugiere que la noción de Dios opera en su obra como una hipótesis productiva más que como una afirmación ontológica: un mito operativo, una imagen portadora de sentido, cuya función es estructurar la experiencia y no imponer una doctrina.

Desde esta perspectiva, el término “Dios” en Citadelle debe entenderse como una figura simbólica cuya finalidad es articular la totalidad de la visión antropológica del autor. Al igual que el “Hombre” en las obras anteriores, “Dios” en Citadelle sirve como eje simbólico que permite organizar el pensamiento ético y político de Saint-Exupéry. Sin embargo, el giro hacia lo teológico no elimina la ambigüedad. De hecho, podría decirse que la refuerza. Si el término “Hombre” estaba comprometido con el discurso racionalista de su época, el término “Dios” corre el riesgo de ser interpretado desde las claves de un cristianismo dogmático que Saint-Exupéry nunca abrazó. Como lo demuestra la recepción de su obra en la posguerra, este desplazamiento fue fácilmente asimilado por corrientes de pensamiento religioso conservador, que vieron en Citadelle una defensa del orden espiritual tradicional. La lectura que ofrece Renée Zeller de esta obra, en tanto intento de reconducirla a una ortodoxia cristiana, da testimonio de esta apropiación interpretativa que Saint-Exupéry habría, sin duda, rechazado.

La ambigüedad que atraviesa su obra proviene, en gran medida, de su apuesta por un pensamiento poético que se expresa mejor a través de imágenes y situaciones concretas que por medio de conceptos filosóficos abstractos. Saint-Exupéry mismo lo reconoce cuando escribe: «Una imagen verdadera es una civilización donde te encierro». Esta afirmación revela su convicción profunda de que la imagen posee una potencia totalizadora que excede la lógica conceptual. La imagen permite condensar múltiples niveles de significado, expresar lo particular y lo universal en un solo gesto poético, y abrir el pensamiento a una dimensión simbólica irreductible al análisis lógico.

De hecho, la imagen, en tanto forma concreta de experiencia y expresión, permite a Saint-Exupéry afirmar su visión del mundo como una actitud, como un estilo de ser. La imagen no remite a un objeto externo, sino que condensa una relación del sujeto con el mundo, una posición existencial que incluye el cuerpo, la emoción, la memoria y la acción. Frente a la rigidez del lenguaje abstracto, la imagen se presenta como un medio privilegiado para expresar lo inefable, lo singular, lo irrepetible de la experiencia humana. Es en la tensión entre la palabra y la imagen donde se articula la singularidad de su pensamiento.

Cuando se analiza su obra desde los términos abstractos, su pensamiento puede parecer vago, impreciso o incluso convencional. Pero cuando se la aborda desde la lógica interna de sus relatos, desde las imágenes que los atraviesan y las situaciones existenciales que los fundan, emerge una visión radicalmente singular, en desacuerdo con las filosofías dominantes de su tiempo. Su obra no propone una doctrina ni un sistema, sino una forma de habitar el mundo, una ética de la acción y del compromiso. En este sentido, anticipa, de manera intuitiva, las búsquedas filosóficas de la posguerra, en particular las orientadas hacia la filosofía de la existencia, la fenomenología hermenéutica y la antropología simbólica.

Saint-Exupéry, por tanto, no puede ser leído únicamente como un moralista ni como un pensador cristiano encubierto. Su obra exige una lectura simbólica, que reconozca el peso específico de las imágenes, la densidad de las situaciones vividas y el carácter experiencial de su reflexión. La sustitución del “Hombre” por “Dios” en Citadelle no implica un cambio de contenido, sino una reconfiguración simbólica de su pensamiento en busca de una expresión más adecuada a la totalidad de la experiencia. Sin embargo, al utilizar conceptos tan cargados de historia y ambigüedad, se arriesga a ser malinterpretado. El desafío hermenéutico consiste, precisamente, en desentrañar esta compleja trama de tensiones entre palabra e imagen, entre razón y símbolo, entre concepto y vivencia.

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