Por: Rafael Pineiro López

El anciano carga consigo a la tristeza. Abandona la ciudadela fortificada, alguna mañana de cielo límpido y azul, allá en el Monte Aso. A sus espaldas, los soldados feudales enarbolando lanzas y pendones, ataviados en uniforme de guerra, observando el trágico abandono. ¡Cuánto dolor cuando la guerra no se manifiesta! ¡Cuánto dolor cuando lo abarca todo, la nostalgia! Un magnífico e imponente shiro en llamas, al pie de las ruinas del castillo Azusa, devorado por el color naranja y la furia del implacable fuego inventado por Akira. Y sus colores. ¡Ay, los colores! La vida siempre ha estado repleta, desbordante de colores. Kurosawa lo intuía. Y RAN (1985) es el paradigmático ejemplo.

Basada libremente en el Rey Lear de Shakespeare y en la leyenda del daimio Mori Motonari, la historia del maestro nos dice que la ilusión del poder no conoce de remilgos. Es decir, la fuerza se nos muestra como catalizadora de la historia. “¿Cuántas veces se habrá ejercido en vano?” terminamos preguntándonos, por cierto. Pero más allá del peso argumental de esta mastodóntica narración, más allá de aquella frase descarnada y escéptica que reza que “Los Dioses no pueden salvarnos de nosotros mismos”, muestra irredimible de que la naturaleza humana es eje central de las grandes creaciones, la hechura decorativa de Kurosawa, su genio artesanal, establecen las bases de cualquier crítica que pueda ejercerse sobre la obra.

Cada encuadre fotográfico se acerca a la maestría, cada elemento visual roza la perfección. El tratamiento estético del Lord Hidetora Ichimonji (el excepcional y siempre entrañable Tatsuka Nakadai) es, en realidad, el eje conceptual central de la pieza. Alrededor de su figura imponente y al mismo tiempo adusta, es que se establece todo. Lady Kaede, en cambio, es la gran villana de la cinta, emponzoñando cada vestigio de lucidez, volviendo a hermano contra hermano e hijo contra padre y marido contra mujer.

La figura “misógina” pero ancestral de la mujer como serpiente generadora del inconmensurable drama, adquiere bajo la influencia de Akira Kurosawa el estatus de clasicismo argumental. Ran es, sobre todo, una gigantesca obra pictórica que adquiere forma dimensional y espíritu y también carne a través de sus metáforas poéticas. La inescrutable teatralidad nipona, tan bien representada por el maestro Kurosawa, las nubes entre el cielo azulado, los coloridos estandartes de cada ejército en disputa (como soldaditos en el portal de la calle Agramonte) son el recuerdo permanente de la niñez perdida, del tiempo que se acaba, de la vida efímera que no podemos detener.

Acá, por cierto, somos testigos de varias de las secuencias bélicas más impresionantes que se hayan filmado jamás. Ran es, sobre cualquier otra cosa, una gran cinta de guerra, no lo duden. Una especie de revival de la etapa dorada del maestro nipón, aquella que comprende desde el cincuenta y cuatro hasta el sesenta y dos; su etapa “samurái”.

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