Por KuKalambé
¿Qué fueron los Estados Unidos? ¿Cuál es el enigma de su esencia como nación? Estas preguntas no son meras especulaciones retóricas, sino un intento por comprender un fenómeno histórico que todavía desafía nuestra capacidad de análisis, especialmente desde perspectivas externas, como la cubana. La idea de los Estados Unidos como tierra de libertad ha sido repetida hasta convertirse en un eslogan casi vacío, pero detrás de esa frase se oculta una realidad más profunda, arraigada en un sistema de valores y una visión pragmática de la vida en sociedad.
En su núcleo, la nación norteamericana surgió como una negación radical a la perpetuidad generacional en el poder. Esta negación no era únicamente un acto político, sino un principio fundacional que marcaba una ruptura con las tradiciones europeas. Los Estados Unidos se erigieron como una respuesta al concepto de poder hereditario, a la idea de que el gobierno podía ser el legado exclusivo de ciertas familias o linajes. En esta visión, el poder era concebido como un recurso temporal, destinado a ser ejercido y renovado por cada generación, evitando así su concentración y perpetuación.
Thomas Jefferson, uno de los principales arquitectos de esta filosofía, lo expresó con una claridad meridiana: «el poder está en los vivos, no en los muertos». En su concepción, el poder debía limitarse al alcance de una generación, una idea que calculó como 19 años, el tiempo estimado para que una nueva generación alcanzara la madurez. Este planteamiento, profundamente antitrascendental, contradecía las estructuras políticas de Europa, donde las instituciones y liderazgos eran diseñados para trascender a las generaciones, consolidando así el dominio de los muertos sobre los vivos. En palabras de Jefferson, la tradición europea consistía en que «los muertos entierran a los vivos», perpetuando sistemas de control a través de la memoria y la autoridad histórica.
El contraste con el espíritu cubano es notable. En Cuba, la idea de libertad ha estado históricamente impregnada de un romanticismo europeo, donde los héroes y mártires del pasado adquieren un peso descomunal en el imaginario colectivo. Esta herencia cultural, más cercana a la tradición europea que a la norteamericana, ha dificultado el desarrollo de una concepción más pragmática de la libertad, una que priorice el presente y el futuro sobre las sombras del pasado.
Mientras los Estados Unidos forjaban su identidad en torno a la renovación constante del poder, este mismo principio se extendía a la esfera económica. La figura de Andrew Carnegie, el magnate industrial y filántropo, ilustra esta ética de manera ejemplar. En su Evangelio de la riqueza, Carnegie proclamó que «el hombre que muere demasiado rico, muere avergonzado». Esta afirmación no era simplemente una crítica a la acumulación desmedida de riqueza, sino una propuesta de redistribución activa en vida. Para Carnegie, la verdadera grandeza radicaba en despojarse voluntariamente de la riqueza acumulada y ponerla al servicio de la sociedad, liberando a las futuras generaciones de la carga de una herencia económica desproporcionada.
Este acto de desheredarse a sí mismo, de renunciar al poder y a la riqueza como fines últimos, encarnaba el espíritu de libertad norteamericano. No se trataba únicamente de garantizar la igualdad de oportunidades, sino de asegurar que el legado de una generación no se convirtiera en un obstáculo para las siguientes. En este contexto, la idea de tierra de libertad adquiría un significado más profundo: un lugar donde las generaciones futuras podían vivir sin las cadenas del pasado, libres de la opresión de los muertos, tanto en términos políticos como económicos.
La diferencia fundamental entre esta visión y la tradición latinoamericana radica en la forma en que ambas culturas perciben el tiempo y la memoria. En América Latina, los héroes y mártires son figuras centrales que moldean el discurso político y cultural, perpetuando una conexión casi mística con el pasado. En los Estados Unidos, por el contrario, la libertad se concibe como un acto de ruptura, una emancipación de las generaciones futuras de las cargas del pasado. Este enfoque no implica un desprecio por la memoria histórica, sino una insistencia en que el poder y los recursos deben pertenecer exclusivamente a los vivos.
En última instancia, el misterio de los Estados Unidos reside en su capacidad para renovar constantemente sus instituciones, su economía y su visión del futuro. Este ideal, aunque frecuentemente idealizado, se basa en principios profundamente pragmáticos que priorizan la acción presente sobre la trascendencia. La grandeza de la tierra de libertad no radica en la perpetuidad de sus estructuras, sino en su habilidad para adaptarse y evolucionar, garantizando que cada generación tenga la oportunidad de definir su propio destino. Este es el verdadero legado de los Estados Unidos, una lección que, aunque simple en apariencia, sigue siendo profundamente relevante para cualquier sociedad que aspire a ser verdaderamente libre.