Por qué Nietzsche es un mecenas

Es una frase que solo podría haber sido escrita a fines del siglo XIX. Así como la frase conclusiva de Ecce Homo (“Yo no soy un hombre, soy dinamita”), aunque no se quiera creer, es un helvetismo —una frase que solo podría haber sido escrita en Suiza, por muy raro que parezca— pues Suiza no solamente era el campo de práctica del terrorismo individual, sino que también era el Estado en que por primera vez la dinamita fue usada para fines civiles, para la construcción del túnel de San Gotardo, una de las maravillas del mundo del siglo XIX. Este túnel demostró que los hombres quizá no puedan mover montañas, pero sí atravesarlas mediante túneles, pues nadie hace perforaciones como los suizos. A eso se refería Nietzsche cuando dice que es “dinamita”.

Nietzsche no se presenta como un redentor poético, sino más bien como un enriquecedor de nuevo cuño. En realidad, podríamos definirle como el primer sponsor genuino, siempre y cuando, claro está, dediquemos a su peculiar arte de hacer regalos algunas explicaciones que van mucho más lejos de los acostumbrados discursos en torno a los dones y los venenos. La esponsorización nietzscheana de la humanidad parte del presupuesto de que los regalos más habituales que se hacen a los hombres también los enredan en una economía de lo más vulgar.

Es inevitable que la elevación del donante vaya a la par con el arrinconamiento del receptor. Quien tiene intención de hacer un regalo más noble, sólo puede llevar a cabo su objetivo si transmite un don que no deja a nadie en deuda, es más, que no puede ser objeto de devolución.

El único don que es capaz de satisfacer dicha pretensión implica atribuir al nuevo portador un título de nobleza tal que le prive de la obligación de referirse a quien le ha hecho ese regalo. A tal efecto, Nietzsche inventa ciertos regalos take-and-run que él dispersa bajo la forma de aforismos, poemas o argumentos. Después de Nietzsche, puede llegar a aspirar a la nobleza cualquiera que asuma el reto consistente en situarse con todo derecho en el mismo nivel que el sponsor.

El discurso para acceder a los títulos de nobleza es ya en sí mismo provocador: lo que da el sponsor es justo lo contrario de un título que se pueda «portar» como algo distintivo. Es decir, la nobleza (regalo)que aquí entra en juego no puede ser interpretada bajo las categorías históricas de una aristocracia previamente determinada.

Entonces aparece la apuesta decisiva de Nietzsche: no ha existido aún en la historia entera de la humanidad ninguna nobleza (ningún regalo autentico) auténtica, si exceptuamos quizá la dulce idiotez de la figura de Jesús y la soberana higiene de Buda. Ambos personajes, sin embargo, encarnan a sus ojos dos formas deficientes de generosidad, puesto que han organizado su reflexión en el repliegue de la vita activa.

Ellos esperan por tanto a ser superados y desbordados por nuevas actitudes creadoras de vida y afirmadoras del mundo—, donde brotará para toda la historia futura el mandato ético del arte. Hasta ahora, la nobleza históricamente existente carece prácticamente de un valor que sirva de orientación, pues lo que se calificaba en la época feudal como noble no era más que la vulgaridad amparada y protegida por el poder. «Pueblo arriba, pueblo abajo»: las palabras utilizadas por el mendigo voluntario en la cuarta parte del Zaratustra para definir a ricos y poderosos puede muy bien ampliarse retrospectivamente y acceder al estatuto de diagnóstico histórico.

La novedad del regalo nietzscheano reside en la provocación a encarnar un modo de ser en el que el receptor pasa a ser activo en su fuerza como sponsor, es decir, en la capacidad de abrir y posibilitar futuros más ricos. Si Nietzsche es un maestro de la generosidad es en el sentido de que él contamina, infecta al receptor de su regalo con la idea de riqueza, la cual sólo vale la pena recibir a la vista de la posibilidad del derroche. Quien regala la provocación está legitimado a considerarse el primer eslabón de una cadena de consecuencias morales.

Y por esta misma razón reinterpreta la temporalidad en su conjunto: en tanto que lapso temporal a la espera de la proliferación futura de generosidad, la «Historia» recibe un contenido que supera con creces sus causalidades hasta ahora predominantes. El futuro de la humanidad pasa así por un decisivo test:

¿Es posible eliminar el resentimiento como primera potencia histórica?

En la línea ascendente de las virtudes generosas, la vida se glorifica a sí misma como una multiplicación imprevisible de posibilidades de crecimiento; encuentra la razón última de su agradecida autoalabanza en su participación en acontecimientos orientados a la generosidad. La Historia se descompone así en la época de la economía de la deuda y la época de la generosidad.

El punto decisivo es que la nueva cadena «liberada» empieza con un gesto de derroche carente de reserva alguna, habida cuenta de que el donante sólo puede romper el círculo de la racionalidad ahorrativa consumiéndose a sí mismo hasta rayar el puro y duro desgaste. Sólo este esfuerzo incontable y no cuantificable posee la suficiente espontaneidad y fuerza centrífuga como para despedirse de ese campo gravitatorio de la ambición y sus cálculos. Ahorradores y capitalistas siempre tienen la expectativa de recuperar más de lo que invierten, mientras que el sponsor encuentra su satisfacción en el acto de dar sin tener en cuenta los posibles «rendimientos». Esto vale tanto para los enunciados como para los donativos.

Si él anima al receptor a aceptar su don, debe, en cambio, comunicarse, incluso en sus defectos e idiosincrasias, sin desvirtuar en ningún momento la auténtica relevancia del regalo. Sólo de aquí surge «la maestría en la bondad»—. Aquí un poco de vanidad, unas ligeras rotaciones en el círculo narcisista tienen que entrar en juego. Yo no soy un hombre, soy dinamita.

Pero quien ya es sponsor de otro modo, quizás observa aquí que todo funciona también sin necesidad de recurrir a Nietzsche. Quien aún no lo es, podrá percibir cómo este no tarda en infectarle con el recuerdo de la posibilidad de la generosidad, un recuerdo que el receptor no puede dejar de lado en el caso de que tenga la voluntad y la capacidad de entrar en su noble espacio de resonancia. En otro nivel, el hecho de que los no-receptores se dediquen a otros menesteres es algo que, ciertamente, no supone ningún problema.

La generosidad del sponsor está orientada, por su propia idiosincrasia, a la creación de disenso, es decir, abriga la intención de competir. Consideraría su propia misión como fracasada si alguien dijera de ella que aspira a conseguir una posición de monopolio. Para ser lo que quiere ser, tiene que postular la posible competencia; prefiere arriesgarse y ponerse a disposición del rechazo que de imitaciones secundarias o subordinadas.

En razón de ello, los generosos entran en contradicción con los buenos, llamados justamente por Nietzsche los décadents, porque ellos -como sabemos desde La genealogía de la moral- persiguen un sueño: conseguir simplemente el monopolio de la buena convicción. Para ellos es malo todo lo que les obliga a dar pruebas de su bondad; se les antoja literalmente diabólico lo que sobrecarga de cuestiones su consenso y se desmarca de su círculo de chantajes. La decadencia es para Nietzsche la quintaesencia de todas esas situaciones que garantizan al resentimiento la posibilidad de encontrar siempre su situación lingüística ideal. De la decadencia nacen las situaciones en las que, por decirlo con palabras nietzscheanas, «el santurrón tiene el poder».

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