Por Spartacus
La creencia en la trascendencia, esa obsesión humana por encontrar lo extraordinario, podría no ser más que un reflejo de nuestra propia confusión. En lugar de ser una revelación sublime o un destino ineludible, se presenta como un malentendido persistente, una narrativa que repetimos sin cuestionar. Veamos cuatro ejemplos que desmontan la fragilidad de este concepto.
Primero, la trascendencia emerge de nuestra incapacidad para comprender lo lento. Aquello que llamamos destino o providencia pierde su peso cuando aceptamos que los grandes eventos no son actos súbitos, sino procesos que se despliegan a lo largo de generaciones. Lo que para muchos es «divino» es, en realidad, el resultado acumulativo de fuerzas biológicas, sociales y sistémicas. Frente a esta realidad, la idea de un plan cósmico queda relegada a la categoría de metáfora inútil.
Segundo, el desconocimiento de lo tremendo perpetúa nuestra búsqueda de lo trascendental. Como especie, hemos confundido las respuestas extremas del cuerpo y la mente —el miedo, la ira, la exaltación— con experiencias sagradas. Desde las gestas heroicas hasta las visiones místicas, no hay magia en lo que sentimos bajo presión: solo reacciones físicas al estrés. Creer que esos momentos contienen algo superior es, al final, una forma de engañarnos con nuestro propio sistema nervioso.
Tercero, nuestra incapacidad para aceptar la inaccesibilidad del otro nos empuja a imaginar una conexión trascendente. Cuando Jacob reclama a Dios por la pérdida de su hijo, su queja nace del vacío. Este silencio, que muchos interpretan como un mensaje críptico, no es más que la falta de comunicación, el abismo que separa al hablante del interlocutor. Dios, si existe, no responde porque está ausente o porque simplemente no puede. Suponer una trascendencia en el vacío es proyectar significado donde no lo hay.
Por último, la trascendencia se construye sobre nuestra ignorancia de la inmunidad. Los sistemas de protección que desarrollamos, ya sean biológicos, jurídicos o religiosos, son respuestas instintivas frente al caos. Los rituales, esos intentos de alcanzar lo sagrado, son en realidad formas de ordenar la incertidumbre. No hay un «más allá», solo estrategias de supervivencia que hemos idealizado.
En definitiva, la trascendencia no es más que un pretexto para evitar enfrentar lo que tenemos frente a nosotros. Al desentrañar lo lento, lo tremendo, la inaccesibilidad y los mecanismos de defensa, se hace evidente que no necesitamos escapar de esta realidad. Aquí, en lo tangible, hay más que suficiente. Lo extraordinario no está escondido en un misterio cósmico, sino en las verdades simples que todavía nos resistimos a aceptar.
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