Por El Barriotero
¿Por qué la gente cree y quiere ser trascendente? Apuesto a que no lo saben. No saben –desconocen- cómo y por qué surge la idea de la trascendencia. Alerta, les diré a través de cuatro ejemplos por qué el pathos de la trascendencia no existe.
Primero, la trascendencia surge del desconocimiento de lo «lento», un movimiento temporal que dura más de una generación, es decir, comprobable mediante la colaboración de seres humanos que han vivido antes que nosotros, y de seres humanos que vivirán después. Sin embargo, cuando en el instante en que civilizaciones que han madurado técnica y científicamente inventan procedimientos efectivos de observación de lo «lento», el concepto de planificación trascendente –llámese tal cosa creación, providencia, predestinación, historia de la salvación o algo parecido– pierde considerablemente en plausibilidad y deja su lugar a procederes inmanentes de interpretación de lo que es a largo plazo, bien con los medios de teorías biológicas o sistémico-sociales de la evolución, bien mediantes modelos ondulatorios y teorías de la fractura, gracias a los cuales pueden describirse oscilaciones y mutaciones en el ámbito de la longue durée.
Segundo, la trascendencia surge también del desconocimiento de lo «tremendo», de la reacción del estrés del «Homo sapiens» y de sus procesamientos culturales, hace comprensible por qué lo vivido en esa situación le parece ser de naturaleza trascendente al sujeto del estrés. El mejor ejemplo de ello en nuestro ámbito tradicional es la cólera de Aquiles, cantada por Homero, que los medios guerreros de la vieja Europa evocaron durante milenios como la fuente de su profesión, tan noble como fiera. Sin duda, la cólera heroica está en la misma onda que las manifestaciones que testimonian numerosas culturas sobre el delirio del combate, comparable a los éxtasis proféticos. Mientras prevalezca el desconocimiento trascendente de lo tremendo, es imposible darse cuenta de que lo que se experimenta como una inspiración de fuerza proviene de una prestación del propio organismo psicosomáticamente comodelada, cosa que podría valer igualmente para una parte considerable de los arrebatos proféticos.
Tercero, la trascendencia surge del desconocimiento a la «inaccesibilidad del otro». Hacia el final de la segunda parte de su tetralogía José y sus hermanos (1934), Thomas Mann cuenta cómo Jacob, tras recibir la noticia de la supuesta muerte de su hijo preferido, José, se sumió en un exagerado ritual de duelo: como más tarde hiciera Job, se sentó sobre un montón de basura en el patio de su casa y durante inacabables días y semanas inundó a Dios de quejas, reproches y protestas contra el destino. Una vez atenuado el primer dolor, Jacob se dio cuenta de la impertinencia de su comportamiento; y comenzó a considerar una gran suerte que Dios no reaccionara inmediatamente, como un compañero de vida que se siente agraviado, a todo lo que manifestó en estado de arrebato, sino que permaneciera distante en su inaccesibilidad; Thomas Mann habla de la «mezquina insolencia» provocadora de Jacob, que, por fortuna, Dios ignoró «con silenciosa paciencia». Está claro que aquí, como en cualquier otra parte, la no reacción de Dios, tan aireada por algunos teólogos, debería interpretarse por de pronto de un modo más plausible. Se trata, en primer lugar, de un simple caso de inaccesibilidad, nada más, y tendrían que cumplirse una serie de difíciles condiciones antes de poder llegar a la conclusión de que quien no reacciona es precisamente por eso un en-frente superior, sí, trascendente. Si alguien contara la biografía propia a un sordomudo, no debería concluir de su silencio que prefiere mantener para sí su comentario. La trascendencia surge en tales situaciones de una sobre interpretación de la falta de resonancia. Se produce debido a la circunstancia de que algunos otros, en principio y la mayoría de las veces, son inaccesibles para nosotros y permanecen, por tanto, independientes de nosotros.
Cuarto, la trascendencia surge al desconocimiento de las funciones de «inmunidad». Los sistemas de inmunidad constituyen materializaciones de expectativas de daño. A nivel biológico se manifiestan en la capacidad de formar cuerpos defensivos; a nivel jurídico, en forma de procedimientos de compensación de la injusticia y la agresión; a nivel mágico, en forma de hechizos defensivos; a nivel religioso, en forma de rituales superadores del caos; estos últimos muestran a los seres humanos cómo seguir cuando según consideración humana ya no hay camino. Por otro, sirven de canalización y codificación de la capacidad humana de exceso, una función que desde el romanticismo europeo se transfiere en gran medida al arte.