La obra de Win Wenders está sobrevalorada, aunque a veces bastan un par de grandes piezas para redimir el legado de un artista cualquiera. En el caso de Wenders, Paris, Texas (1984) y Der Himmel Über Berlin (1987) alcanzan una especie de nirvana estético y existencial no muchas veces logrado en el séptimo arte a lo largo de su más de un siglo de existencia. Wenders había comenzado filmando cortos a finales de los sesenta en su Alemania natal y luego proseguirá, ya en los setenta, haciendo largometrajes de muy variados resultados estilísticos y argumentales que abarcan desde ejercicios mediocres como Der Scharlachrote Buchstabe (1973) hasta una pieza brillante al estilo de Alice In Den Städten (1974), pasando por su amago de gran cine internacional en Der Amerikanische Freund (1977). Su debut «norteamericano» se produjo con Hammett (1982), aquella película en la que Frederick Forrest interpreta al escritor de «Red Harvest». Y su apoteosis llegaría con lo que fueron y han sido en mi opinión sus dos trabajos más rescatables y perdurables: Paris, Texas y Der Himmel Über Berlin, tal y como les decía antes.
Wenders alcanza las alturas cuando nos cuenta historias humanas y sensibles; es decir, cuando nos habla de la vida. En Paris, Texas el personaje de Stanton se nos revela como un pequeño y atribulado niño que apenas si sobrevive en el cuerpo envejecido de Travis Henderson. Podría debatirse, incluso, sobre el predominio de algún espectro misterioso y autista (fenómeno tan frecuente en estos tiempos) adherido al alma de un carácter tan triste y entrañable. El Rain Man de Barry Levinson se me antoja, incluso, una pálida caricatura del fantasma de la condición que alguna vez amenazará la supervivencia de los hombres ante el personaje inmenso y formidable de Harry Dean Stanton. En sus silencios se esconde el dolor inagotable de la existencia. La inocencia de Travis es una especie de redención postrera. Después de haber vagado por los eriales imprecisos del olvido, trata de reconectar con lo que nos hace singulares y, al mismo tiempo, comunes: el hijo olvidado en algún rincón de la memoria, la amante que escapó algún día…
Un loco grita hacia la nada en la cima de un desértico puente. Habla sobre una especie de futuro apocalíptico, a la usanza de Juan, el apóstol querido. Travis lo escucha impávido, detiene su paso, palmea con condescendencia al desquiciado y prosigue hacia un destino irreversible. Wenders no asume la locura desde una perspectiva mística, a la usanza de Gillian. Para Wenders el probable misterio se ejerce desde la individualidad, en esa búsqueda de Jean por los trillos polvorientos y sinuosos del sur y por las avenidas de concreto de la urbe de Houston. Wenders, que quería contar una historia norteamericana y que termina aliándose con Sam Sheppard para tal cosa, no puede hacer otra que filmar a trancos una road movie, y no podía ser de otra manera, pues tal parece que el desandar caminos terrenales en busca de alguna redención probable es un sine qua non de la cinematografía de estos lares.
Con música de Ray Cooder antes del Buena Vista Social Club, y actuaciones excelentes del propio Stanton, Dean Stockwell y la maravillosa Nastassja Kinski, Wenders logra desprenderse de la impronta estética del cine de los ochenta, para parir una obra imperecedera, sin ataduras conceptuales que la aten a determinada época o estilo y, sin embargo, pienso que este filme ha sido una pieza seminal en el nacimiento y desarrollo de cierto tipo de cine que luego acometerían realizadores como Richard Linklater, por ejemplo; un cine bucólico, atípico en la estructura narrativa, con personajes y situaciones cotidianes y banales que, al mismo tiempo, son trascendentales y profundas. Por cierto, no hubo presencia más poderosa frente a las cámaras durante mucho tiempo que la de Nastassia Kinski, aquella Brandon mujer. Las cuatro patas de la mesa que ayudaron a fomentar el mito generacional de la Kinski como una fuerza de carisma salvaje fueron Tess (1979) de Polanski, One from the Heart (1981) de Coppola, la propia Cat People (1982) de Schrader y la inolvidable Maria’s Lover (1984) de Konchalovsky. Antes de la Kinski, algunas. Luego de la Kinski, pocas.
El terreno baldío de París, en Texas, concepto etéreo sobre el que gira prácticamente toda la narración, es una especie de metáfora sobre el motivo de la existencia, sobre los alcances de la vida. Wenders nos cuenta una historia muy sencilla y al mismo tiempo muy profunda, donde las relaciones entre las personas alcanzan un significado, en medio de una aparente extrema simplicidad, superlativo. Y a mí se me antoja relevante intentar dilucidar la naturaleza esencial del abandono corpóreo de Travis, de su luto perenne, sus dolores. ¿Es el amor tan relevante como para asirnos a la locura momentánea del olvido?
Wenders entonces va desde la rigurosidad terrenal de Paris, Texas, quizás deudora del pragmatismo norteamericano, a la etérea majestuosidad metafísica de Der Himmel über Berlin, filmada en blanco y negro, montada a la usanza del neorrealismo italiano (excepto los últimos 35 minutos en un posible guiño al Rublev de Trakovsky), con esos personajes «fellinescos» y algunas tomas tradicionalmente expresionistas. Es curiosa la manera en que Wenders trabaja estéticamente este filme. Le añade una especie de carácter visual futurista o, probablemente, un sentido extrahumano, extraterrestre (como las lámparas blancas y circulares de la biblioteca o las esferas terráqueas o los inmensos aleros de los rascacielos berlineses) con la idea de reforzar el carácter trascendental de los personajes principales, los ángeles alados e inmortales, en realidad poetas de la vida y de la muerte.
La narrativa se construye en base a los diálogos interiores de los numerosos personajes que desfilan por el metraje. Es un universo discursivo fascinante y sutil, donde el debate sobre el sentido de la existencia adquiere una profundidad muy pocas veces vista en el arte y en las ciencias. El mérito, claro está, corresponde a los escritores de la historia, el propio Wenders y Peter Handke, y los colaboradores Richard Reitinger y Bernard Eisenschitz quienes le imprimen un cierto carácter voyeurista a toda la pieza narrativa. Es la omnipotencia de Dios, donde lo sacro es más cercano a los niños y a los muertos. Damiel y Cassiel, los ángeles protectores, añoran la humanidad pedestre, como si fueran personajes renacidos de la mente febril de Bram Stoker. La inmortalidad es grave y gris. El poder absoluto sobre la vida y la muerte no es más que un ejercicio laboral, según nos cuenta Wenders. En cambio, la vida (¡Ah, la vida!) es plétora de colores y de gustos, quizás porque la conciencia de un fin determinado obliga a su disfrute consciente y dedicado.
Wenders lidia con los demonios germanos de la postguerra, tan solo un par de años antes del derrumbe del muro de Berlín. ¿Es coincidencia? La relación vivencial de sus personajes está marcada por el muro implacable de concreto y sangre que divide a la capital germana. Quienes vagan por las calles de Berlín Oeste se debaten entre la supervivencia banal y la muerte irredimible. No parece existir la emancipación real, excepto quizás en aquellos caracteres que moran en las carpas y las arenas del hemiciclo. En los circos se respira aún ese atisbo perdurable de libertad que ya casi se extingue. Probablemente de allí el refugio de Wenders en Fellini. Pero no todo, ciertamente, es bonanza en Der Himmel über Berlin. La pieza en ocasiones se extiende demasiado, intoxicando el tiempo narrativo en detrimento del discurso poético. Aunque en definitiva no hay nada irremediable, no existe cosa alguna que el discurso concluyente de Marion al Damiel ya humano no pueda corregir. Cualquier discrepancia que se oponga al corpus de la obra palidece ante la humanidad de Wenders. Y es algo que aplica perfectamente también para su Paris, Texas, en una década donde lo mejor del realizador germano cambió la forma de entender el cine en los Estados Unidos y en el mundo.