Paquito, el ventrílocuo de los animales

Por Héctor A. Rodríguez PhD

Mis primos siempre fueron bastante pintorescos. El primero sobre quien hablé, Pepito, era ingenioso. Por otro lado, Paquito Mastrapa, aunque no tan astuto, poseía una virtud desconocida para muchos. Creo que incluso confundió su vocación. Aunque no estudió algo específico, Dios le otorgó un don que debería haber desarrollado, pero no se percató de ello y, con los años, creo que ya no puede recuperar el tiempo perdido.

Resulta que Paco tenía una afinidad poco común con los animales. Criaba animales con diferentes propósitos, pero siempre los disfrutaba, especialmente conversando con ellos. No estoy seguro si respondían por estímulos como comida o por su posición en la mesa durante las comidas. Recuerdo un chivo llamado Bólido. Cuando Paco lo llamaba para jugar, Bólido se ponía en cuatro patas frente a él y empezaban a darse cabezazos, como dos chivos en una pelea. Era una locura. ¿Pero cuál era el lugar de Bólido en la mesa? Al lado de Paquito. Si no, se disgustaba y se subía a la mesa. Allí, Paquito le daba de comer algo para calmarlo hasta que lo enviaba afuera y podíamos comer tranquilos. Excepto Paquito, quien era interrumpido por la cotorra Lola, que tenía que picotearle las orejas o la cabeza en busca de algún bicho. Paquito hacía esto para demostrar la educación de Lola, aunque esto normalmente ocurría en privado, en su habitación.

Y qué decir de los cerdos que tenía en el patio para criarlos y alimentarse de ellos. Cuando iba al patio, los llamaba por su nombre y, como en un aula, respondían con un sonido típico, como si dijeran «presente» al pasar lista. Los perros eran otro espectáculo. Firulai, el mayor, era el alfa. Traía los zapatos si Paquito estaba en la sala y se los pedía, controlaba al resto de la jauría, además de traer el periódico y cualquier objeto que Paquito solicitara. Cómo entendía los nombres de las cosas es un misterio.

Hasta aquí una breve sinopsis de la casa de Paquito y su afinidad con los animales. Pero el relato culmina con esta anécdota: Habíamos ido un fin de semana a su casa y al acostarnos en su habitación, que nos cedió amablemente y que tenía aire acondicionado (algo no muy común en Cuba), entra al cuarto con mi esposa y yo ya en la cama, y me dice: «Primo, perdona la molestia, pero es hora de alimentar a Capricho». Yo no sabía de qué hablaba. Acto seguido, da una palmada, mata un mosquito, grita «¡Capricho!» y de la cortina detrás de la cama, baja una lagartija de color verde claro que va a la palma de su mano a comer la cena que Paquito, su dueño, acababa de servirle.

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