Por Waldo González López
«… ¿no habías sostenido tú, desde hacía mucho tiempo, que el verdadero artista no busca sus modelos en el mundo exterior, sino en la memoria, ese mundo privado y secreto que se puede contemplar con una conciencia que tú tenías en mejor estado que tus pupilas?»
Mario Vargas Llosa, El Paraíso en la otra esquina
«…el arte era lo único que contaba en su existencia».
«El arte era creación, la creación era emoción, se decía. Y además
deseo, amor y deseo: libertad».
Zoé Valdés, La casa del placer
Como en otras ocasiones, con estas notas solo pretendo influir en los presuntos lectores, con el fin de que, como quien escribe, adquieran y disfruten la novela que me motivara este breve texto.
Cuando un libro convence y vence es, a no dudarlo, buena literatura, como decir la mejor, tal me ha enseñado mi larga condición de asiduo lector. De ahí, que cientos de libros, en particular, ¿cuántas novelas?, me han ganado a lo largo de mi extensa e intensa existencia, como meses atrás me aconteció, cuando busqué y hallé otra valiosa narración de una laureada creadora cubana residente en Francia.
Sí, en la pasada Feria del Libro de Miami, adquirí, entre otros libros de poesía, ensayo y narrativa: La casa del placer (XXXV Premio Jaén de Novela, 2003), de Zoé Valdés (La Habana, 1959), de la que había leido algunos de sus laureados textos, primero en Cuba, donde conseguí no recuerdo cómo su iniciática y enseguida célebre novela La nada cotidiana (Editorial Planeta, París, 1995) y, aquí en Miami, su libro de cuentos: Traficantes de belleza, (Editorial Planeta, 2a. edición, 1998, donde descubrí sus poderosos relatos) y sus convincentes novelas; Lobas de mar (Premio Fernando Lara 2003, 4a. edición) y La Habana, mon amour (Eds. Stella Maris, 2015, también de corte autobiográfico), como la arriba mencionada.
Si en tales títulos disfrutara algunos de los rasgos peculiares de su creación: fabulosa imago, afán exhaustivo y genuina impronta, en La casa del placer de nuevo arrasa por su talento y su incambiable vocación de narradora de fondo, virtudes que satisfacen a los más exigentes lectores y comentaristas.
Y es que esta placentera casa de palabras e ideas, amor y deseo, oficio y pasión («El sexo no tiene otra forma de ser amor, si no es sexo salvaje», escribe Zoé en la página 52) constituye una pieza ambiciosa, por tratarse de una válida biografía o excelente novela —género o función [Alfonso Reyes: El deslinde (Prolegómenos a la teoría literaria)]—, en la que integra la necesaria ficción con decisivos pasajes del complejo dueto vida y obra del relevante artista plástico galo Paul Gauguin, cuya certera conjunción corrobora el avezado oficio de la también autora de La mujer que llora (Premio Azorín, Planeta, 2013), suerte de biografía de la hasta entonces casi olvidada artista surrealista Dora Maar, amante de Picasso.
Para conferir mayor rigor a su convincente Casa, Zoé debió inmersarse y bucear durante meses en numerosos libros esenciales, rastreados en bibliotecas y centros especializados, de los que extraería el zumo necesario para continuar su distante y distinta nivola, según el neologismo de Miguel de Unamuno, tal denominara su canónica Niebla, burla burlando de los autores hartos realistas de su tiempo, afortunada expresión con la que ansiaba distanciarse de la novelística casi naturalista que imperaba durante la segunda mitad del XIX en aquella atrasada España, donde surgiera la Generación del 98, entre los que primaba el también poeta y pensador.
Otro rasgo que sobresale en La casa del placer (2003) es la póiesis,de donde emerge el halo lírico que transforma su narración en un intenso y extenso Poema Río: Poemario insólito, sin olvidar que tal virtud no solo marcaría al gran artista plástico, sino a otros de sus colegas europeos que, como él, combinaron la poesía y la plástica. Por cierto, un dato que me impresionara cuando lo supe es que Paul Gauguin (París, junio 7,1848-Atuona, Islas Marquesas, mayo 3,1903) era nieto de la socialista utópica y feminista Flora Tristán, cuyo padre integrara una familia influyente en Perú. Por otro lado, algunos especialistas estiman que Simón Bolívar fue el padre de Flora, por lo que quizás fuera bisabuelo biológico del gran pintor.
Mas, otros rasgos resaltan en La casa del placer, entre ellos que Zoé, como antes hiciera Mario Vargas Llosa en El Paraíso en la otra esquina, homenajea al artista plástico, uno de los más apreciados de la segunda mitad del XIX. Y justamente uno de los dos epígrafes que prefiguran su novela es debida a la propia novela del Premio Nobel peruano-hispano:
Él fue al espejo y se estuvo contemplando
hasta que le dolieron los ojos.
Entonces decidió pintar su último autorretrato…
No en vano, ha sido definida como «la escritora cubana más célebre de su época» —según Jean François Foguel en la nota de presentación a otro de sus títulos de corte autobiográfico: su «peculiar libro de memorias»: La intensa vida (Berenice, 1922).
Tal se aprecia en la página 27 del Preámbulo de La casa…, apunta Zoé: «Para Paul el verdadero sentido de la vida tenía que ver exclusivamente con la creación y con el amor. Sin amor él no podía pintar, como tampoco lograba esculpir sus figurillas de barro». E igualmente subraya (en las páginas: 146-147):
La pintura lo poseía, y él terminaba siempre por hacerle creer que se dejaba dominar por ella, cuando en realidad sucedía a la inversa. La pintura era su verdadera mujer, su esposa, su amante, su niña amada. La pintura lo penetraba de manera existencial, y él a ella de manera esencial. Nunca se había sentido solitario mientras pintaba. Ella era su más fiel y más compasiva acompañante,
Valioso asimismo el entorno creado alrededor del artista con sus colegas, de los que no poco aprendiera, para no copiarlos, con su particular talento. De tal suerte, sostuvo hondos vínculos con algunos de los más grandes nombres de la plástica en su tiempo, tales sus dos venerados maestros: Pissarro y Degas, sin olvidar a Seurat, Manet y, sobre todo, Vincent Van Gogh y su hermano Theo.
El capítulo XVIII, el último, descuella por su poesía e imago o la poesía de la imago, pues aquí Zoé le otorga el aliento lírico que de algún modo me evoca otra: Dafnis y Cloe, una de las primeras novelas griegas, del siglo II. Su autor, Longo, se considera un clásico por reflejar el marco idílico y campestre en que acontecen las aventuras de la pareja de adolescentes, por lo que, además, constituye la primera pastoril escrita.
Según su traductor al español, el narrador de la conocida novela Pepita Jiménez, periodista y diplomático Juan Valera, Dafnis y Cloe es la mejor que se escribió en la Antigüedad clásica, por lo que está traducida en casi todos o en todos los idiomas modernos, [y] he creído que debiera estarlo también en castellano, [pues] una traducción fiel y hecha con alguna gracia, si atinaba yo a dársela, había de agradar a todos»
En el mencionado capítulo, Zoé recrea el último viaje de Gauguin con un lenguaje particular, por lo que su creación deviene una alegoría, gracias a la suficiente poesía que le otorga dimensión mayor a su atrayente novela.
Por último, recuerdo que, como diversos creadores, el creador se iniciara en distintos y distantes oficios (marino, piloto, banquero), el luego pintor posimpresionista, solo sería reconocido, tras su fallecimiento, gracias a sus experiencias en el empleo del color y su estilo sintetista, que lo distinguen del anterior estilo impresionista. Su compleja vida es una genuina aventura plena de experiencias que espero motiven a los lectores al disfrute y el interés por su genuina creación, entre las más reconocidas en esta centuria.