Otra historia de la negra Tomasa

Por Roberto Ruiz Rebo

Tomasa Caridad cargaba con dos grandes pesares. Durante toda su vida, había tenido que enfrentar situaciones límite. Con sesenta y cinco años de edad y enferma, presagiaba el inicio de su último viaje, y quería estar con la conciencia en paz al momento de su partida.

––Dígame la verdad doctor ––dijo en tono severo––, ya he pasado por demasiadas tragedias y quiero tenerlo todo en orden cuando me vaya.

El médico la miró mientras se quitaba los espejuelos y los frotaba con una fina toalla:

––Señora, la ciencia aún no tiene respuesta para todo. Estamos haciendo todo lo que hay que hacer. Pero… – dijo y se volvió a colocar los lentes.

La mujer se arregló la pañoleta de percal blanco que aprisionaba sus orejas, por donde podía notarse un cráneo depilado por el paso de la enfermedad. El “pero” no le sorprendió, sonó a sus oídos como confirmación de una sentencia que presentía en su fuero interno después de exámenes y tratamientos médicos fallidos. Los años vividos siendo timonel de una familia eran suficientes para despejar las falsas luces que en ocasiones trae la esperanza.

– ¿Cuál es el “pero” ?, doctor. Dígame –insistió.

–Mire, señora, todo va bien– dijo compasivo. – Hasta el momento, su cuerpo está reaccionando bien a los medicamentos.

– Entonces, ¿por qué “pero”? – preguntó impaciente

El médico sonrió y la envolvió con una cálida sonrisa:

–Señora Tomasa, ya conozco su carácter. Tengo muchas esperanzas, pero debe ser disciplinada con las indicaciones médicas. Tendrá que permanecer en la capital por más tiempo.

Al regreso a su casa, Tomasa Caridad estaba más animada que durante la consulta con su médico, y regresó con una decisión. Entró en su cuarto y observó la pulcritud y el orden del aposento donde había transcurrido las últimas semanas; entonces, le pidió a su hija Blanca Cristina llamar a su marido. Dijo que quería tener una conversación con él, pero insistió en que debía ser en privado. Mientras esperaba, y sentada al borde de la cama, la negra Tomasa repasó con detalles algunos pasajes de su vida, hasta que se abrió de nuevo la puerta de la recámara y vio entrar a su hija acompañada del esposo.

Cuando Blanca Cristina y Antoine entraron en la recámara, Tomasa Caridad se había quitado la pañoleta de percal blanco dejando al descubierto su cabeza desprovista de cabellos. Antoine se sentó en una silla justo frente a la mujer desde donde podría ver colgada en la pared una lustrosa imagen de la Última Cena de Leonardo Da Vinci. Era una habitación pequeña con una ventana por donde penetraba un tenue haz de luz que permitía ver el orden y la pulcritud reinante en el recinto..

El hombre saludó con amabilidad y le preguntó por su estado de ánimo.

La mujer no contestó enseguida, solo hizo un gesto pidiéndole a su hija que los dejara solos y aguardó a que la puerta del cuarto se cerrara detrás de ella.

Dicen que el tiempo lo cura todo, pero esta vez había resultado una zancadilla para la negra Tomasa, quien nunca sospechó que a esta altura de su vida iba a estar cara a cara dando cuentas de un pasado perdido en los archivos remotos del recuerdo

Cuando la negra Tomasa era joven tenía un cuerpo perfecto, una figura hecha a mano, como se dice. Su piel brillaba como el ébano pulido y sus ojos refulgían como el azabache. Reía con facilidad y sus labios carnosos se abrían y dejaban al descubierto la blancura de sus dientes alineados y provocadores. Atraía las miradas de los hombres, y despertaba la envidia de las mujeres. Era dueña de una naturaleza ardiente, y con solo la mirada los varones caían embelesados ante la sensualidad de su manera de hablar y de moverse. Con esos apetitos carnales, a los dieciséis años hubo de practicarse un aborto por un método casero a escondidas de sus padres, del que casi sale con los pies por delante.

Una noche de Carnaval en el pueblo de Merreñeque, Tomasa Caridad conoció a Marcelo Fernández, un hombre algo mayor que ella, poco agraciado, de ojos azulados y cabellos enmarañados y semejantes a la pelusa del maíz seco. Marcelo Fernández no leía los periódicos, ni frecuentaba teatros; era un hombre de trabajo como decía de sí mismo, no vestía con elegancia, si no de manera sencilla y un tanto descuidada, pero era simpático, buen bailador, de lengua fácil y tenía fama de ser buena cama. Pertenecía a una familia numerosa que llevaba la pobreza extrema como una pesada carga en su prestigio. La mala lengua los había apellidado “Bola’eChurre”, una ofensa que en verdad no merecían. No obstante, una noche de carnaval le bastó a Marcelo para conquistar el corazón de Tomasa Caridad: bailaron toda la noche hasta que los primeros rayos del sol ahuyentaron la penumbra. Una noche de carnaval bastó para que la negra Tomasa Caridad se hiciera dueña del corazón de Marcelo, y entre besos y promesas se fueron esa mañana de vuelta a sus hogares respectivos con el pecho henchido de emociones y de sueños. 

La noticia corrió por todo Merreñeque y comenzaron las comidillas, las maledicencias y las burlas.

No comprendían que fuera posible el amor entre dos seres de colores diferentes, como si la raza fuese el filo de una navaja. Algunos susurraban frases y palabras repugnantes al verlos pasar cogidos de la mano. Blanco zarrapastroso, negra puta y otras lindezas corrieron en las bocas de los chismosos de Merreñeque e hicieron blanco en la pareja, llenándolos de indignación y de zozobra. Pero, Marcelo Fernández quería esta vez hacer bien las cosas, y un día, sin avisar, tocó a la puerta de la casa de la negra Tomasa Caridad.

–– ¿Es usted el tal Marcelo Bola ‘e Churre? –– preguntó burlona una señora en sus cincuenta que lo recibió a la entrada de la casa y acto seguido, sin esperar respuesta, lo increpó de modo descompuesto.

– ¿Que se le ofrece a usted en esta casa, joven? – le dijo con un retintín en las palabras.

–– No señora, me llamo Marcelo Fernández—dijo sorprendido.

Algo turbado y con un poco de torpeza, el hombre intentó componerse para de buen talante enrumbar una plática serena con la ceñuda mujer.

––Vengo a hablar sobre su hija Tomasa Caridad––, alcanzó a decir, y después de balbucear algunas frases, explicó los motivos de su presencia.

La mujer fue categórica y verdaderamente ríspida:

–– Somos una familia decente. Váyase ahora mismo de mi casa. –– dijo casi gritando al tiempo que daba un portazo en el rostro del joven, quien se quedó confundido y dando vueltas como un pez en la pecera. Sin embargo, Marcelo Fernández estaba realmente enamorado y como ya sabemos, el amor es un sentimiento ingobernable. Entonces, fue a buscar a Tomasa Caridad; la encontró llorosa y algo asustada. Su madre, que no era de manera suaves, no solo la reprendió de palabras, sino que la amenazó con correctivos más duros, y hasta castigos corporales.

–– Tenemos que parar, mi madre, no quiere––

–– No podemos dejar que nos destruyan—, le dijo a la muchacha.

–– Pero, es que ella no quiere, y mira lo que dicen los demás.

–– Yo te amo. ¿Y tú? –, dijo Marcelo con un tono de súplica en la voz, mirándola a los ojos.

Varias semanas más tarde, Marcelo Fernández y Tomasa Caridad huyeron y se escondieron en casa del muchacho. Las hermanas del joven reaccionaron entusiasmadas ante el nuevo miembro de la familia, pero hasta allí los persiguieron los prejuicios:  la madre del muchacho se mostró hosca y en ocasiones actuó de manera grosera con la muchacha, a quien trató de desacreditar hasta herirla con comentarios denigrantes.

––El negro solo sale bueno en los zapatos—comentó delante de la muchacha, quien se sintió atravesada por una espada incandescente y resistió el embate bajando la cabeza. 

Días más tarde la negra Tomasa le dijo a Marcelo con una mezcla de rabia y de tristeza, ––No le dije un disparate sólo por ser tu madre—

Una noche, cuando todavía se desgañitaban los grillos y las alimañas, los dos enamorados huyeron nuevamente. Un día después, llegaron a La Esperanza, un pequeño pueblo lejos de la intriga y las habladurías. Viajaron en un tren abarrotado de pasajeros, sentados frente a una mulata adornada con collares de cuentas y pañuelos de colores llamativos que los miraba con insistencia.

––Es una niña–– dijo la mulata con voz suave, ––Será un poco enfermiza de pequeña, pero cuando crezca, va a ser feliz. Dios la bendiga—agregó y se escuchó el silbido del tren como si saludara aquella profecía, mientras los dos enamorados la miraban desorientados.

––Debe estar chiflada—pensó Marcelo, y le hizo un guiño conspirativo a Tomasa.

La Esperanza era un hervidero de entusiasmo y sus calles polvorientas estaban impregnadas con el olor a melaza y el humo del ingenio. Repletos de caña, los trenes y los camiones atravesaban el centro del poblado y se veía a la muchedumbre saludar a los obreros que marchaban alegres a la faena diaria dentro y fuera del batey.

En las noches, muchas veces se escuchaba el rumor de los tambores que viajaba en el aire desde la Loma del Cabrito, un barrio de inmigrantes de las islas caribeñas, mayormente haitianos, donde se practicaban la brujería y el imaginario popular decía que se sacrificaba a los niños.

Meses después de la huida de Merreñeque, Tomasa Caridad trajo al mundo una niña. Blanca Cristina nació con una gracia; todos celebraban   el gris de sus ojos, el tono bronceado de sus cabellos y su piel con las luces del pan fresco. Sin embargo, tenía una salud frágil; era inapetente y enfermaba con frecuencia de indigestión y catarros. Sus hermanas menores muchas veces la llamaban con motes por sus constantes malestares, por lo que Tomasa Caridad tuvo siempre que prestarle mayor atención y cuidado. Patricia, la menor, era hermosa, pero tenía menos gracia que sus hermanas, y además era resentida y vanidosa. Gloria Juana, la segunda era soñadora y aguda. Blanca Cristina creció forjada en los dolores de su propia naturaleza que le dieron la apariencia de una mujer delicada y un misterioso atractivo que provocaba el interés y seducía. Era dulce y transmitía un apacible candor cuando hablaba.

Las primaveras de La Esperanza eran hermosas, daba gusto caminar por los alrededores con árboles poblados de flores, frutas y el canto de los pájaros. En las tardes, era habitual ver a los lugareños regresar a sus casas pedaleando. Algunos con el torso sudoroso y desnudo llevaban mujeres bulliciosas montadas a horcajadas en la parrilla de sus bicicletas. En la calle principal, se escuchaba el pregón de los vendedores ambulantes que vendían flores, legumbres y artículos para el hogar de fabricación casera. A veces, venia la gente de la Loma del Cabrito, con sus tambores, sus cantos y su vestuario lleno de cintas y colores, a desgranar la alegría entre los pobladores del lugar. La estridencia del ambiente vespertino le parecía insoportable a Tomasa, quien se había acostumbrado a permanecer en su casa desde los días en que ella y Marcelo se vieron obligados a huir de los chismes y los comadreos. Prefería ocuparse de los quehaceres de la casa y enviar a las muchachas a hacer las compras, lo cual era una magnífica oportunidad para divertirse e intercambiar con el mocerío.

En una de esas tardes de bullicio, una pertinaz llovizna obligó a las muchachas a buscar refugio en uno de los portales del caserío a donde fue a guarecerse la muchedumbre. Los mozos, entusiasmados por el alboroto, se paseaban entre el tumulto para saludar y conversar con las muchachas. Fue en esas circunstancias que aparecieron los chicos de la Loma del Cabrito, eran mozalbetes alegres, ocurrentes y de una gracia zalamera que hizo disfrutar a las hermanas Fernández de un momento agradable y bien risueño.

Días más tarde, mientras las hermanas Fernández paseaban entre el gentío, un chiquillo desarrapado corrió tras ellas, le entregó un papelito doblado a Blanca Cristina y acto seguido desapareció entre la muchedumbre. La joven leyó y lo guardó en su seno. El incidente provocó la curiosidad de Patricia quien insistente estaba interesada por el contenido del mensaje.

––No es nada, es sólo un dibujo del chico – dijo Blanca Cristina.

–– Enséñamelo, quiero verlo – insistió Patricia nuevamente y ante la negativa de su hermana amenazó con advertir a la madre. No obstante, durante el paseo la muchacha archivó el episodio y las hermanas Fernández continuaron disfrutando del ambiente bullanguero de La Esperanza en sus caminatas vespertinas.

El pilluelo volvió a aparecer otra vez durante uno de los paseos de las chicas, con un sobre blanco que tenía el nombre de Blanca Cristina escrito en letras irregulares y una rosa roja que el mocoso entregó a la asustada jovencita y luego se perdió entre la muchedumbre, seguido por las miradas de las tres hermanas. Pero esta vez, se hizo evidente el motivo de tan furtivos mensajes, y Blanca Cristina se vio obligada a intentar una explicación convincente. Finalmente, a insistencia de sus hermanas, terminó confesándolo todo. Entonces, Patricia se sintió más desafortunada, y amenazó nuevamente con decírselo a su madre.

––Si se lo dices a Mamá, nos van a quitar los paseos––, observó Gloria Juana un poco preocupada.

El chico que enviaba los mensajes, finalmente se acercó a Blanca Cristina, e iniciaron una relación en secreto en complicidad con las dos hermanas, a quienes los otros mozos comenzaron a cortejar, hasta que los rumores del noviazgo y el flirteo llegaron a oídos de la negra Tomasa Caridad. La madre de las muchachas no tomó una decisión inmediata, sino que decidió salir con sus hijas una de esas tardes.

––Uh, son de La Loma del Cabrito — comentó Tomasa a sus hijas refiriéndose a los chicos que rondaban a sus hijas, y durante el trayecto de regreso las fue sermoneando de los peligros de relacionarse con aquellos antropófagos, matones de niños y toda clase de calumnias que no solo corrían en el imaginario popular, sino que a veces eran amplificadas por la radio y la prensa. Cuando llegaron a la casa, la decisión ya estaba tomada.

––No hay más “saliditas” por las tardes––, sentenció Tomasa Caridad. –Ah, y se lo voy a comunicar a su padre. Para que lo sepan, ––dijo sin ocultar un tono amenazador.

Desde ese momento, las hermanas quedaron aisladas en casa. Marcelo Fernández y su mujer fueron severos en su decisión de no permitir que sus hijas se mezclaran con gente que por lo que se decía hasta en la radio, eran de mala condición. Tomasa Caridad terminó vigilando a sus propias hijas como la más feroz guardiana; todos los días las esperaba a la salida de la escuela para evitar cualquier intento de desliz. Pero, como ya bien se sabe, lo prohibido es el manjar de las pasiones. Blanca Cristina y su novio practicaron todo tipo de artimañas para burlar la vigilancia familiar, e incluso a escondidas de sus propias hermanas, realizaron encuentros furtivos durante la noche a través de una de las ventanas de la casa donde vivía la muchacha, y el fragor de sus impulsos juveniles la llevó muchas veces a escaparse a través de una portezuela del patio. Amparados por la noche, se escondían entre las enramadas de un parque cercano y se amaban con una pasión encarnizada. Durante casi dos meses los chicos estuvieron realizando esas veladas encubiertas en las que celebraban el fuego de sus espíritus.

Una noche se desató un aguacero que hizo trepidar las ventanas y las tejas de los techos. Parecía que el cielo se iba a desplomar sobre las quebradizas casas de La Esperanza. Los fogonazos y el alborozo de los relámpagos despertaron a casi toda la familia de los Fernández. Gloria Juana descubrió que Blanca Cristina no estaba en su cama, y preocupada despertó a Patricia quien, a pesar de los ruidos y los resplandores, dormía tranquilamente. Una apresurada y minuciosa búsqueda bastó para mostrar que la joven no estaba en casa: buscaron por debajo de la cama, dentro de los closets y los armarios, registraron detrás de la cortina del baño, se asomaron al portal a través de una ventana lateral, registraron la cocina y hasta debajo de la mesa del comedor. Finalmente escudriñaron en la oscuridad por la puerta trasera del patio que había quedado abierta. La ventolera arreció y las descargas eléctricas dejaron ver la superficie anegada por el torrencial. Alarmadas, las muchachas decidieron informar a sus padres y se armó el alboroto. Desesperado, Marcelo Fernández salió a buscar a su hija con la camisa en la mano y sus viejas botas a medio calzar, mientras que, la madre y las dos muchachas aguardaban dentro de la casa, temiendo algo terrible. Todas estaban a punto de romper en llanto, cuando, empapada por el aguacero y radiante como un clavel en flor, Blanca Cristina reapareció por la puerta trasera de la casa ante la mirada atónita y al mismo tiempo aliviada de sus hermanas, y la cólera inquisitiva de su madre.

– ¿Dónde has estado?

El incidente aguijoneó las alarmas que ya se habían disparado en Tomasa Caridad, y dio un vuelco a la vida de las jóvenes hermanas, quienes vieron cerrarse sobre ellas el círculo de una vigilancia despiadada. El chico de la Loma del Cabrito no cejó en su propósito de buscar a Blanca Cristina. Aprovechó los más mínimos descuidos de los padres de la muchacha para comunicarse con ella, utilizando los favores de varios pilluelos del barrio para hacerle llegar mensajes de amor escritos en hojas de cuadernos, en etiquetas, en pedazos de cartón, en las envolturas de las mercancías, en pequeños retazos de tela, y hasta en hojas de árboles. En más de una ocasión fue sorprendido merodeando la casa. 

–Escúchame bien, muchacho. Deja de molestar a mi hija––, le dijo Marcelo Fernández al chico de la Loma del Cabrito, un día que lo sorprendió por los alrededores de su casa tratando de comunicarse con Blanca Cristina.

–Mi hija no quiere nada contigo–, mintió. –Si sigues molestando vamos a tener problemas serios.

–Señor, dijo el chico–, amo a su hija y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.

La sinceridad en la aptitud del muchacho traspasó la dureza y la animosidad del gesto de Marcelo. El corazón le dio un vuelco y trató de suavizar el tono; entonces se dio cuenta que aquel jovencito parecía decidido a persistir en su propósito por encima de cualquier obstáculo. Por un momento, Marcelo Fernández recordó los amargos momentos por los que la maledicencia y los prejuicios lo habían hecho pasar, y finalmente provocaron la huida de él y de Tomasa Caridad.

–Eres muy joven, mi hija no sabe lo que quiere. Será mejor que busques por otro lado–

–Ella si sabe, señor. Usted sabe bien cuál es el problema–, dijo el muchacho, esta vez en tono acusatorio.

–Será mejor que se vaya ahora. Hablaremos otro día––, concluyó el Señor Fernández.

Marcelo se marchó de vuelta a su casa con el ánimo perturbado. La conversación con aquel joven le había sacudido la conciencia y lo colocó dentro del territorio del dilema. Deseaba lo mejor para su hija, no quería verla sufrir, pero en realidad ella era demasiado joven, y afrontaba su primera experiencia amorosa, por lo tanto, era su deber y el de su esposa, evitar que hiciera alguna tontería o tomara decisiones lamentables para el futuro. Abrumado por sus propios pensamientos, habló con su esposa: le contó su conversación con el muchacho y le recordó, tratando de apelar a la sensatez, los tiempos en que las sinrazones y los convencionalismos terminaron haciéndoles huir a ambos. Tomasa Caridad, sopesó los argumentos de su marido, admitió que el chico realmente estaba interesado en su hija. Sin embargo, la idea de que Blanca Cristina tuviera una relación con una persona con los orígenes de aquel joven, no le hacía chiste alguno, ella merecía otro porvenir, debía relacionarse con otro tipo de almas, según dijo. Y fue precisa, casi inclemente.

–Somos distintos–, dijo concluyente. –Cada chipojo para su tablado.

Marcelo Fernández sabía bien lo que significaba aquella frase, y comprendió todo el contenido discriminatorio que encerraba, en eso no coincidía con su esposa. La gente, pensaba, no nace con etiquetas, y la coexistencia en su trabajo y en el mundo laboral en que se desenvolvía, le habían demostrado otro tipo de apreciaciones. Pero, la lealtad acabó venciendo cualquier tipo de lógica diferente, y concordó con su esposa en que había que hacer algo urgente para evitar una catástrofe. Tomasa Caridad propuso la idea de llevarse a las muchachas a vivir a la ciudad cercana, y en pocas semanas lo arreglaron todo, y una noche se marcharon de La Esperanza casi clandestinamente.

Se asentaron en un barrio de clase media donde, en opinión de Tomasa Caridad, se relacionarían con gente de otro nivel. Las hermanas Fernández reaccionaron de distintas maneras: Patricia y Gloria Juana celebraron el cambio y esperaban con ansiedad conocer a nuevas personas. A Blanca Cristina se le notaba afligida. En las mañanas amanecía llorosa e inapetente, y en una ocasión tuvo que consultarse con el médico, quien le recetó medicamentos para dormir. Había perdido el interés de presumir, típico de las mujeres de su edad, sólo le quedaba el candor y el donaire que tiene la juventud porque sí. Tomasa Caridad veía a su hija sufrir con ese dolor que solo guardan las madres en el silencio, pero también estaba segura de que era lo mejor para el futuro de su hija y de toda la familia.

–Algún día me lo va a agradecer  –se repetía a sí misma cada vez que pensaba en el sufrimiento de su hija

Con un esfuerzo casi descomunal, Marcelo Fernández permaneció en su trabajo a donde se trasladaba desde la ciudad todas las mañanas y regresaba durante las tardes para reunirse con su familia. Tomasa Caridad se compró una máquina de coser destartalada y comenzó a realizar costuras por encargo, con lo cual ganaba algún dinero para apuntalar la economía de la familia.

Por otro lado, habían acordado no dar dirección y ni divulgar ninguna pista que pudiera facilitarle al muchacho de la Loma del Cabrito, cualquier intentó de contactar o comunicarse con la muchacha. Desesperada, Blanca Cristina trató varias veces de enviarle mensajes al chico de manera infructuosa. Una de esas ocasiones fue sorprendida por su madre, quien la amenazó con suspenderla de la escuela, al menos durante ese curso que apenas comenzaba.

Pasaron los días, las semanas y los meses sin que los enamorados pudieran verse. Dicen que el chico de la Loma del Cabrito realizó más de un intento por comunicarse con la muchacha. Pero, sólo en una ocasión lograron intercambiar mensajes, y lo que había sido el ímpetu ardiente de dos corazones en flor, se fue apagando y finalmente todo quedo reducido al recuerdo, o tal vez, dormido en el interior de los amantes.

Seis primaveras más tarde, las aguas habían tomado otro cause. Tomasa Caridad ganó el dinero suficiente para traer un poco más de bonanza a su casa y sustituir aquella vieja Singer por una máquina de coser más moderna. Marcelo consiguió trabajo en la ciudad, no lejos de su casa y mucho mejor remunerado. Las hermanas Fernández habían crecido hermosas como su madre y envueltas en los ardores citadinos de la modernidad. Blanca Cristina y Gloria Juana terminaron estudios y comenzaron a trabajar, mientras que la más pequeña optó por una carrera en la universidad. Estimulada por sus amigos y su propia familia, Blanca Cristina se presentó en la selección de la reina del carnaval. Era una de las celebraciones más esperadas de aquella época, a la que acudían personalidades de toda la región. Blanca Cristina fue aclamada por el jurado y el público, quienes finalmente la coronaron, con el voto popular y la valoración del jurado, como reina de los carnavales de ese año. Fue en ese momento que conoció a Federico, un militar 10 años mayor que ella, de quien se enamoró con una pasión irrefrenable, con quien terminaría casándose un año después de conocerse.

Se fueron a vivir a la capital del país donde Blanca Cristina vivió colmada de felicidad y tuvo dos hijas que crecieron fuertes y robustas. Pero, como la dicha tiene puertas abiertas al infortunio, Federico fue enviado a cumplir una misión en un país en guerra, del que nunca volvería, y la soledad se asentó nuevamente en la vida de Blanca Cristina, quien quedó devastada. Estaba lejos de sus hermanas, de sus padres y del consuelo que muchas veces nos producen los amigos de antaño. Sus hijas estaban en un centro becario cursando estudios y regresaban solo los fines de semana, y no podían llenar el enorme vacío que había quedado en su existencia. Blanca Cristina tampoco era un alma capaz de dejarse aplastar por las tribulaciones. Tenía un espíritu que, sin llegar a proyectar una rebeldía exagerada, era capaz de levantarse de las caídas. Había aprendido a desandar los lugares más bonitos e interesantes de sus alrededores y cada tarde después de sus labores cotidianas, se iba a recorrer las calles.

Una de esas tardes, se desató un aguacero tempestuoso, llovió tanto que las calles se inundaron de manera cruel. La gente corría en medio del torrencial para guarecerse en los portales, los porches y los corredores. Blanca Cristina alcanzó a protegerse en la glorieta de un parque solitario. En medio de la premura reparó brevemente en un hombre que sacudía una sombrilla a solo tres pasos de ella, pero estaba ensimismada, viendo caer la lluvia y el torrente sobre el pavimento, cuando escuchó una voz que despertó el recuerdo.

–Buenas Tardes, Blanca. Parece que siempre el agua nos junta–, dijo el hombre.

Blanca Cristina se volvió hacia el lado en que escuchó la voz y pudo ver el rostro de un hombre con canas incipientes que sonreía casi complacido. Llevaba un pantalón beige de corte clásico y una camisa a cuadros de mangas largas abotonada que le daban un porte formal y de cierta elegancia.

– ¡Antoine, qué sorpresa…! –, alcanzó a decir asombrada por la aparición.

–Nada, este mundo es un pañuelo, dijo el hombre y desplegó una sonrisa apacible.

La mujer calzaba unos zapatos deportivos y vestía un pantalón ceñido que realzaba las formas de su cuerpo y una blusa amplia.

– Y tú, tan hermosa como en otros tiempos–, pronunció él la frase y no pudo evitar una mirada de soslayo al escote que dejaba ver una pequeña porción de las laderas de sus senos, y por un momento se turbó.

Habían pasado más de veinte años desde que la familia de Blanca Cristina salió de La Esperanza huyendo del amor de aquel hombre cuando ambos eran muy jóvenes. Nada había sabido ella del chico de La Loma del Cabrito desde entonces. Aquel lugar había quedado en el recuerdo entre las cosas buenas y malas que se pierden o se ganan en el camino de la vida.

–Trabajo cerca, en el Instituto de Investigaciones Químicas–, dijo Antoine con visibles ínfulas.

Se había esforzado para avanzar en su desarrollo y presumirlo ahora era como si le hiciera un reproche, tal vez inmerecido. Aquella experiencia amorosa, aquel rechazo de los padres de Blanca Cristina lo había hecho tomar en serio el propósito de la superación. Y se hizo ingeniero químico. Hacía varios años que ocupaba un importante puesto en la industria farmacéutica de la capital, donde también vivía, y a ella no le fue ajena aquella fanfarria en las palabras del hombre.

–Siempre te supe capaz, Antoine–, le dijo mirándole a los ojos y sonrió con un halo de tristeza.

Mientras hablaban de sus vidas, el aguacero se fue calmando hasta quedar una llovizna que hacía sonar una suave música en el fondo.

–No sabes cuantas veces intenté buscarte, quería saber de ti– dijo el hombre con nostalgia.

–Éramos demasiado jóvenes.

–Pero yo te amaba–, protestó como queriendo convencerla de la crueldad de aquella huida.

–También sufrí. Lloré mucho, ¿sabes?

– ¿Y ahora? –

–Tengo dos hijas. ¿y tú? – preguntó más animada Blanca Cristina. Pero Antoine no respondió, sino que le preguntó por Tomasa Caridad y Marcelo.

–Mi padre está bien. Es mi madre la que está enferma y un poco más resabiosa.

La llovizna cesó y se hizo un silencio breve entre Cristina y Antoine. Un silencio en el que ambos recorrieron aquel pasado infausto donde los prejuicios cercenaron el despertar del amor.

–Yo nunca me olvidé de ti–, pronunció la frase como un suspiro que hizo a Blanca Cristina volver la vista hacia una estatua cercana a la glorieta, y constató que había cesado la llovizna.

–Es hora de irme– dijo Blanca Cristina con languidez.

– ¿Te espera tu esposo?

– No, mis hijas. ¿Y a ti?

– Me espera el trabajo. Aún no he encontrado a la mujer de mi vida–, respondió con una sonrisa triste.

Él alcanzó su mano y la retuvo unos instantes mirándole a los ojos. Luego se marcharon. Tomaron rumbos diferentes, pero con los corazones alineados en total convergencia.

Casi a diario, Blanca Cristina repetía el mismo recorrido por dónde se había encontrado con Antoine, quien a su vez hacía igual itinerario. Pasaron días, semanas y meses, hasta que una de esas tardes lluviosas, ella lo vio correr por la calle buscando un sitio en que guarecerse de la lluvia. Lo llamó a viva voz:

–Antoine, Antoine…

El hombre reconoció la voz de Blanca Cristina y se le acercó corriendo. Esta vez, la tomó por los hombros y le dio un beso en la mejilla en forma de saludo. La invitó a un café:

–Conozco un lugar cerca de aquí–dijo. Se llama Café Esperanza, ¿me acompañas? – y sin esperar la respuesta la tomó de la mano y salieron caminando debajo de una fina llovizna.

Desde aquella tarde, iniciaron una relación de amistad que pronto llegaría al noviazgo, y varios meses después, Antoine y Blanca Cristina comenzaron una vida juntos. Ella se mudó al apartamento de su compañero, donde tenía mucho más amplitud y confort. La vida volvió a sonreír para ambos, e iniciaron una luna de miel que prometía ser eterna. Amanecían temprano juntos en la misma cama y después de la jornada de trabajo se iban a algún bar, a algún café de la ciudad o a algún parque a conversar sobre la vida y a organizar los proyectos de la felicidad de ambos. Los fines de semana, Blanca Cristina se reunía con sus hijos y muchas veces, salían todos de excursión a la playa, o se iban a comer en algún restaurante de la ciudad.

Transcurrieron días, meses de felicidad de la pareja, sin embargo, Blanca Cristina tenía una preocupación que se convertiría en pesadumbre. Su madre, Tomasa Caridad, después de largos e incómodos tratamientos, parecía empeorar. La enfermedad había avanzado y se había complicado con otros síntomas que los médicos no alcanzaban a combatir.

–Antoine, mi madre está grave–, le dijo una tarde al regreso de su trabajo. –Son muchos los meses de tratamiento y está peor–, aseveró llorosa.

–Quizás sería una buena idea que se tratase aquí en la capital. Hay más recursos. – reflexionó el hombre.

En aquel momento, en los laboratorios químicos en que trabajaba Antoine se experimentaba con unos medicamentos de última generación que tal vez podían ser la salvación de Tomasa Caridad.

–Ya sabes, no le gusta el tumulto de aquí, y no he podido convencerla para que venga–, le dijo con cierto desespero.

–Vuelve a hablarle–, le dijo. –Háblale del nuevo medicamento–.

Tomasa Caridad no cedió a los razonamientos de su hija, Blanca Cristina. Decía que siempre había rechazado el ruido, y la capital le parecía un lugar inhóspito por el apiñamiento de la gente y la incomodidad del transporte público, entre otros motivos. Pero lo que no le confesó a su hija fue su temor para enfrentar a aquel hombre a quien había rechazado durante su juventud, apartándolo de ella. No obstante, los lógicos argumentos de su hija y el flagelo de su propia enfermedad terminaron por vencer aquella negativa, y semanas más tarde, Tomasa Caridad se trasladó a la capital. La instalaron en el cómodo apartamento de Antoine, quien la trató de manera amable y muy educada. Les habían preparado una recámara para ella y para Marcelo, quien finalmente, prefirió resolver algunos asuntos pendientes en La Esperanza, y luego reunirse con su esposa.

Habían transcurrido varias semanas desde la llegada de Tomasa Caridad a la casa de su hija. Por primera vez, aparecía una verdadera oportunidad para su curación. Por un lado, estaba satisfecha, se sentía dichosa, pero al propio tiempo se sentía en deuda, una deuda que pensaba quizás nunca podría pagar, por eso, decidió enfrentar la realidad y hablar frente a frente con aquel hombre que le había tendido la mano y el corazón.

–Voy a ser directa. La vida me ha castigado – dijo al tiempo que trataba de alisarse la blusa.

– ¿Por qué, Tomasa? Nadie compra las enfermedades.

–No se trata de eso. A veces cometemos errores que la vida nos cobra con el tiempo.

–De veras que no la entiendo, señora.

–Mi hija era muy joven y yo quería protegerla.

Antoine sonrió indulgente:

–Tomasa, ya eso es pasado. Ahora lo importante es su salud.

–No, me siento obligada. Además, los sueños me persiguen.

– ¿Los sueños? ¿Qué pasa con los sueños?

– A menudo, sueño que estoy huyendo. Muchas veces he tenido que huir, y ya no quiero seguir huyendo.

El haz de luz se hizo mayor y acrecentó la blancura del vestido de la mujer y el azul tenue de las sábanas y las almohadas. Tomasa habló de sus tormentosos sueños y del recorrido de su existencia desde que conoció a Marcelo. Le dijo de las miserias y los dolores que la discriminación había traído a su vida, y también de las razones por las que en un momento aspiraba a que sus hijas no se mezclaran con la propia gente de su raza.

–Nos decían que había que adelantar la raza –dijo con tristeza.

Antoine también habló. Le dijo de las crueles e injustas penurias y de lo duro que había resultado para él abrirse paso en la vida. Le contó de la manera en que sus padres, también discriminados, lo animaron a estudiar y a hacerse un hombre de bien.

–Todavía me discriminan. Pero he ganado el respeto, le dijo con cierta inmodestia.

Cuando Antoine salió del cuarto, Blanca Cristina estaba en el comedor de la casa frente a una taza de café. El sol ya iba en retirada, y la luz de la tarde se filtraba por los vitrales de la ventana como si al moverse bailara sobre las losas del piso. El hombre tomó una de las pequeñas tazas de la vitrina, se sirvió un poco de café y se sentó frente a Blanca Cristina. Su mujer se bebió el último sorbo de la taza y lo miró con fijeza.

– ¿Qué te dijo Mami? 

Antoine desvió la vista hacia la ventana, se bebió todo el café de un solo sorbo y con una emoción mal disimulada respondió:

–Nada. Tu madre es una mujer extraordinaria.

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