Por Argus del Tarot
Playa Albina es un lugar pródigo para la guerra entre poetas. Al respecto de una guerra por el trono, escribí hace un tiempo lo siguiente: «El que entre, me honrará; el que no entre, me dará la satisfacción».
¡Qué modo más afable de decir tal descortesía! Sin embargo, es posible que el poeta que dijo semejante impertinencia tenga la razón para ser incivilizado; se ha dicho de Petrarca que sus versos eran mejores que los de tal versificador. Pues bien, se le aconseja al pobre poeta que haga muchos otros versos y se retire lo que más pueda del mundo.
¿Constituye este el sentido una malvada ofensa? Un rey, en cambio, será más valioso que sus versos, aunque entonces se pretenda decir qué. Dialogamos de cosas triviales y todo el séquito se imagina que trabajamos rompiéndonos la cabeza; comienza el día y el espectáculo y no sabemos nada de la revuelta. Desde luego, habrá que improvisar (todo el mundo improvisa sus versos) Es hora de hacer lo que hacen todos.
Los poetas luchan desde siempre con base en una guerra moral monárquica. Luchan por la diferencia, en una escala moral. No de lo bueno o lo malo, sino de la órbita de lo superior (entiéndase esto último como autoridad de ponerse encima de otro para alcanzar la verticalidad). Lo que debe evitarse precisamente son los prejuicios de la crítica literaria, que siempre dependen de lo que diga un Borges o insinúe un Roque Dalton a propósito. Ellos no son autoridades para establecer un hecho moral en la actividad poética. No son ni buenos ni malos: son críticos.
Parece que esta vez Morfeo ha querido mofarse de los hábitos tradicionales de la calidad y la cantidad. Evidentemente, la usanza de comenzar el día empadronando ciertas cosas para encontrar el fitness que resulte llevadero, es posible que se realice de una manera bastante frívola y principesca. Por el dominio del trono, -la confianza está a favor a Bruto y no a Cesar- se ha desatado la guerra en el teatro de lo inconmensurable:
Observo aquí a pocos poetas que, como más de un vate, ejercen un atractivo superior por la imperfección que por lo que emerge matemáticamente perfecto y elaborado de sus manos. No hay otro modo de reconocer que, lo imperfecto natural, alcanza más utilidad y más encanto por su ineptitud que por su poder exuberancia. La obra poética de un imperfecto no necesita decir absolutamente lo que en protuberancia quisiera expresar, es decir, lo que le experimentaría visualizar. Ante la sospecha de una visión, en su espíritu aguarda un anhelo colosal de esa visión, y de ahí consigue sacar su locuacidad no tan enorme, originada por la avidez y la tentación. A través de lo dicho, un poeta imperfecto puede engrandecer a quien lo lee por arriba de su propia obra, liberándolo de las cadenas de lo perfecto para elevarlo a cotas más altas jamás alcanzadas por los pretendientes. Transformados ellos mismos en vates, van y le expresan al maestro la admiración de haberlos llevado a la visión de sus circunstancias más hieráticas.
¡Cuán razón tenías, querido Horacio!
¡Vivan los poetas!