Por KuKaLamBé
Corría el año 1993, en pleno auge del «Periodo Especial» en Cuba, un periodo marcado por la escasez extrema y la crisis económica que se derivó de la caída del bloque socialista. Aquel contexto, cargado de incertidumbre, también evidenció un resquebrajamiento de los paradigmas ideológicos que habían sostenido al régimen cubano durante décadas. La caída del Muro de Berlín en 1989 y la disolución de la URSS en 1991 trajeron consigo no solo la desintegración de un sistema político-económico, sino también el final de un modelo de referencia para los gobiernos socialistas en todo el mundo. En Cuba, la situación no era menos grave, y la movilización ideológica se intensificó a medida que la «batalla de ideas» se convirtió en la prioridad máxima.
En Manzanillo, mi lugar de residencia en ese entonces, el Partido Comunista y los sindicatos organizaron encuentros periódicos, donde los trabajadores debatían sobre los discursos del Comandante en Jefe, como si estas charlas pudieran salvar lo que parecía un sistema irremediablemente agotado. Los teatros se llenaban de militantes ansiosos por reforzar su fe en el socialismo, y al mismo tiempo, se desataba una crisis ideológica que tocaba las fibras más profundas de la nación. La salida al campo socialista parecía próxima, y el país temía que los logros del socialismo pudieran desaparecer ante el nuevo panorama mundial.
Durante aquellos días, comenzaron a circular, casi clandestinamente, libros de autores cuyos textos se consideraban anticomunistas y peligrosos para la estabilidad política del país. Entre amigos y compañeros de trabajo, escuché hablar de novelas como Doctor Zhivago, La Rebelión de la Granja, 1984, Archipiélago Gulag y La insoportable levedad del ser, pero, en realidad, nunca llegué a ver ni a leer ninguna de ellas. Lo que sí pude obtener, de manera furtiva, fue un ejemplar de un ensayo filosófico que llegaría a tener una influencia inusitada en mi perspectiva de la política global.
El ensayo en cuestión, El Fin de la Historia y el Último Hombre, de Francis Fukuyama, llegó a mí por mediación de un empleado del Banco Nacional de Cuba. Este hombre, que había viajado a México en una misión religiosa de la Iglesia Católica, me ofreció el libro en préstamo con carácter devolutivo. Era un mediodía en el banco cuando me acercó el ejemplar y me invitó a leerlo. Según el autor, la democracia liberal había superado finalmente al comunismo, un triunfo ideológico que en ese momento parecía casi una herejía. Aún no comprendía del todo la profundidad de esa obra, pero el acceso a ese tipo de literatura en un contexto tan restrictivo era, por sí mismo, una señal de los tiempos que se avecinaban.
Una década después, en 2004, ya en tierras estadounidenses, decidí releer el texto de Fukuyama, pero esta vez desde una perspectiva completamente diferente, como lector experimentado y, por lo tanto, con una capacidad crítica más aguda. El Fin de la Historia y el Último Hombre, una obra publicada en 1992, se reveló ante mí como una de las joyas más raras de la filosofía política contemporánea. Pese a sus evidentes críticas y defectos, la obra tocaba el núcleo esencial de nuestra era: los complejos sentimientos de orgullo, resentimiento, ira y grandeza.
Fukuyama, influenciado por las teorías de Alexandre Kojève, postulaba que la lucha por el reconocimiento mutuo era el motor de los conflictos históricos. Este proceso, sin embargo, no se había completado, y de alguna manera, se seguía peleando por una forma de reconocimiento que todavía no estaba consolidada. La lectura de Fukuyama en ese momento me permitió reflexionar sobre los eventos que se habían sucedido desde 1990, los cuales, en muchos aspectos, corroboraban su tesis central: la humanidad avanzaba hacia una fase en la que la democracia liberal sería el último estadio de la evolución política. Sin embargo, no se debía interpretar la obra de Fukuyama como una apología del conservadurismo estadounidense, sino más bien como un análisis profundo de los dilemas universales que afectan a todas las sociedades.
A pesar de las muchas críticas que recibió El Fin de la Historia a lo largo de los años, es imposible ignorar el impacto que tuvo, no solo en los círculos académicos, sino también en la esfera pública. Jacques Derrida, uno de los filósofos más influyentes de la época, le dedicó atención a la obra en su libro Los Espectros de Marx. Sin embargo, Derrida adoptó una postura escéptica y a menudo polemica frente a las tesis de Fukuyama, especialmente en lo que respecta a la interpretación hegeliana de la historia que subyace en el texto de Fukuyama. Derrida observó que la visión de Fukuyama sobre el final de la historia tenía un tono de «escatología cristiana» adaptada al discurso del Estado moderno, lo que reducían la complejidad histórica a una suerte de final predestinado.
En cuanto a la crítica de Derrida, es importante señalar que su atención a las cuestiones de thymos (orgullo) y megalothymia (grandeza) de Fukuyama es limitada, y de alguna manera, pasa por alto lo más relevante de la obra. Fukuyama, a lo largo de su ensayo, no solo se ocupa de la historia política en su vertiente materialista, sino que también se adentra en la psicología política contemporánea, recuperando una polaridad esencial entre Eros y Thymos que, aunque menospreciada por Derrida, resulta ser una clave fundamental para entender las tensiones que atraviesan las sociedades contemporáneas.
Es cierto que los críticos europeos, en su mayoría, no comprendieron adecuadamente la profundidad de la obra de Fukuyama. El libro fue frecuentemente interpretado como una simple apología del liberalismo estadounidense, en la que el «american way of life» se presentaba como la culminación de la historia humana. Esta interpretación reduccionista es injusta, pues El Fin de la Historia no es una glorificación del liberalismo, sino una reflexión compleja sobre la evolución de las ideas políticas y su relación con los procesos históricos.
En la actualidad, a más de dos décadas de la publicación de la obra, los análisis de Fukuyama continúan siendo relevantes, especialmente cuando se trata de entender las tensiones geopolíticas actuales y los desafíos que enfrenta la democracia en el mundo contemporáneo. La «batalla de ideas» que se libró en Cuba durante los años 90, al igual que en muchas otras partes del mundo, fue solo un episodio en una lucha mucho más grande, que sigue siendo válida hoy en día. La historia, lección tras lección, continúa su curso, y el debate sobre el fin de la historia sigue siendo una cuestión que no puede dejarse de lado.