Por Kukalambé
Las tres familias, y posiblemente una cuarta, se reunían siempre en la orilla del río Cauto para llevar a cabo un ritual de espera. Esto se debía a que con Fernandino, había surgido una leyenda en torno al tiempo, y los rituales giraban en torno a la permanencia o no de ese tiempo. Fernandino había logrado cultivar un tiempo fuera del tiempo durante aquel descanso que le permitió vislumbrar un futuro.
Todos se congregaban allí específicamente por haber llegado al momento de la espera, a ese tiempo efímero, para apropiarse de un pedazo de descanso. En ese punto, todo se había convertido en una leyenda que sostenía la vida de aquellos y les otorgaba un sentido de identidad. Bajo ese encanto, cultivaban la tierra y criaban ganado.
En aquellos tiempos, hubo quienes utilizaron a Fernandino como una atracción, un cebo para obtener una porción de ese poder. El aroma y la brisa del descanso quedaron entre las manos de aquellos campesinos. El amor del mundo se desvanecía, oculto, a la espera de un tiempo en reposo. Fue así como Fernandino exclamó a su gente un instante antes de morir: ¡Adiós a los sueños!
El rito del descanso había caído en desuso. Aquellos que solían acudir a las orillas del río Cauto para honrar la memoria de Fernandino de Alba ya no lo hacían. El tiempo había borrado cualquier conexión entre el primer grupo y los que, cincuenta años después, intentaban revivir el ritual. Pero ahora, la memoria se había transformado. Ya no se trataba simplemente de despedirse del sueño con curiosidad, sino de justificar cualquier medio para alcanzar el fin. Era necesario entregar el sueño a Dios.
Nadie podía ignorar el rito por el cual generaciones enteras habían luchado y perdido el sueño. Fue entonces cuando el ritual comenzó a tomar forma de continuidad. Fernandino lo había proclamado a gritos en tiempos de guerra: «Cuando ya no estemos aquí, todo será mentira, un engaño para mantener vivas las esperanzas sobre lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos». En aquel entonces algo quedó claro, algo dejó de ser mágico y, gracias a la claridad del río Cauto, algo estaba a punto de renacer nuevamente. Tres vacas, dos caballos y una punta de hierro eran los elementos sugeridos para emprender el nuevo «rito del descanso».
El primer grupo que se instaló en la ribera no tenía relación con el pasado. Entre traficantes y recién llegados, un pequeño grupo de personas se reunía allí. Rogelio, como parte de su rutina diaria, dedicaba quince minutos cada mañana a estar allí y disfrutar del momento. «Por inercia», le decía a su hijo, «siempre voy allí temprano en la mañana». Pero Rogelio solo podía señalar con un dedo hacia el horizonte, hacia el cielo, hacia un lugar desconocido, hacia la distancia que lo atraía día tras día. Nadie estaba preparado, ni siquiera Rogelio, para revivir el tiempo pasado, el tiempo perdido. Trabajaba arduamente en la siembra y la zona, en su pereza, había alcanzado cierta plenitud: más de tres vacas, dos caballos, una siembra de maíz y un amplio potrero que se extendía hasta las orillas del Cauto. El río Cauto estaba allí; lo que aún no estaba presente era la memoria y el tiempo. Era necesario empezar de nuevo desde cero.
En aquel rincón de la tierra, la laboriosa siembra había dado sus frutos y la perezosa área había alcanzado cierta plenitud. Más de tres vacas, dos caballos y una abundante cosecha de maíz adornaban aquel pedazo de tierra que se extendía hasta las orillas del río Cauto. El Cauto fluía cercano, testigo de la escena, mientras la memoria y el tiempo aún no se hacían presentes. Todo debía ser reconstruido una vez más, convertido en un nuevo ritual que perdurara eternamente. ¿Cómo sobrevivir entonces entre el presente y la memoria del futuro?
Un reducido grupo de personas, enredado en el complejo vínculo entre la memoria, la geografía, el espacio y la historia, buscaba ese mágico ritual. Ya no esperaban recibir, sino ofrecer y persuadir. Rogelio relata cómo, sobornando a los dioses, lograron recrear el ritual. Sus posesiones, sus animales, todo se erigía con reverencia sobre aquella tierra fértil que algún día sería su hogar definitivo. Sin embargo, estas no eran las condiciones establecidas por Fernandino antes de desaparecer en busca de su merecido descanso. Todo era incierto en aquellos días iniciales, y no había mejor manera de restablecer la vida y su sentido que reviviendo el «ritual del descanso» a su propia manera. Ahora, el descanso se asociaba con la languidez del tiempo y la altivez de la memoria.
Rogelio lo percibía intensamente, y eso, entre otras razones, lo atraía una y otra vez a aquel lugar. Era una correspondencia abrumadora, pues aquel sitio no era solo un espacio físico, sino un estado del ser que trascendía cualquier circunstancia desapasionada y negligente.
La escena transcurría en El Descanso, un lugar en constante cambio y expansión. Las ñores, atraídas por la irresistible voluptuosidad del cauce, habían abandonado el área, dejando tras de sí un camino desbrozado. Este sendero, trazado por los pocos transeúntes que se aventuraban allí a diario, se extendía más allá de los límites originales, del lugar del origen y de la frontera del reposo.
Hubo algunos individuos, quizás más de uno, que se aventuraron tierra adentro en busca de algo más que el simple descanso. No era sorprendente, ya que Fernandino había predicho en una de sus profecías: «Presten atención», dijo, «porque cuando ya no estemos aquí, nada pasará inadvertido, nada será natural, todo será nombrado».
Así fue como El Descanso se convirtió en un espacio imaginado y bautizado. Rogelio intuía que algo faltaba, algo que impedía comprender verdaderamente el sentido de esa confusa realidad. Algunos objetos se habían sumado a los límites de El Descanso, pero algo más lo trascendía, lo rebasaba sin que se supiera qué era. Por eso, el «ritual» adquirió una cualidad intrínseca al apoderarse del centro imaginario de ese rincón enredado del mundo. Las plantas, los frutos, los animales, el hombre mismo, incluso el espacio en sí, se convirtieron en sobornos tentadores y reveladores para acceder al ritual. El descanso se convirtió en un inmenso ritual, no solo para el cuerpo, sino también para alcanzar el descanso en sí mismo.
La primera batalla, el primer gran engaño, como lo describiría Fernandino en uno de sus momentos de lucidez, era reconocido también por Rogelio. Le molestaba sentirse desconectado y arrojado allí como alguien que no necesitaba las cosas; se sentía fascinado por la curiosidad de descubrir su lugar en medio de todas las cosas. Desde el principio, Rogelio no dudó en exclamar: «También soy otra cosa; El Descanso es algo grandioso que abarca todas estas pequeñas cosas». Entre objetos, nombres y espacios, la imagen de Rogelio sobre el descanso atrajo todo lo que fuera útil para sus propósitos. Para Rogelio, en El Descanso se incluía la ansiedad por alcanzar el verdadero descanso.
Cuando Rogelio dejó el lugar temporalmente, Fernandino se encontraba abrumado por la complejidad del lenguaje. Al día siguiente, Fernandino se vio obligado a explorar minuciosamente los límites arbitrarios, las cosas, las imágenes y los rituales, pero no encontró ninguna paz en su búsqueda. El mundo parecía una calabaza llena de paja, compartido entre la renuncia y el descanso. Sin embargo, los límites de este entorno comenzaron a expandirse rápidamente debido a la aparición de un grupo de flores en el horizonte. Rogelio presenció este hecho y todos se sorprendieron por su autenticidad, ya que apareció en uno de los folios protocolares de su albacea. En este documento, se mencionaba todo lo relacionado con el crecimiento, los límites y las cosas, pero no lo que molestaba a Fernandino, sino lo que anhelaba. El «ritual» del Descanso se había consumado y Fernandino nunca aspiró a tanto.
Una vez que la demarcación del territorio de la hacienda El Descanso quedó institucionalizada, casi todo el terreno fue ocupado. Solo faltaba algo: se había delimitado una gran área natural para pastar animales, pero aún no había cercas. Era un espacio solemne y majestuoso a los ojos y la imaginación de Rogelio, que representaba el límite máximo alcanzable por el hombre. Había una pequeña cabaña para que vivieran Romelia, la esposa de Fernandino, sus dos hijos y él, y dos mulatos trabajaban duro para dar forma a los límites. Sin embargo, su trabajo no se centraba en la hacienda en sí misma, sino en los límites a ocupar. Lo que se había institucionalizado eran los límites, un terreno para criar ganado. El potrero, que era una dimensión natural y absoluta en la mente de Rogelio, estaba aún por realizarse en la realidad. El potrero no solo representaba lo que sería la hacienda, el trabajo y las cosas, sino también una suerte de alquimia y ensueño.
Rogelio y su esposa, Romelia, estaban decididos a hacer de El Descanso su hogar, pero todavía faltaba algo crucial para completar su nueva vida en la hacienda: el riachuelo. Era donde los animales podrían beber agua y descansar después de un día de trabajo agotador. Sin embargo, el destino les sonrió cuando recibieron un mensaje de Fernandino que contenía una sentencia crucial: «Los límites justamente llegaban hasta donde el Cauto era previsible». Esta frase abrió los ojos de Rogelio y le dio una pista sobre cómo encontrar el anhelado riachuelo. De inmediato, Rogelio y el albacea revisaron el libro protocolar y anotaron que «El Descanso por el Cauto cierra límites a una gran y espaciosa hacienda», lo que significaba que habían encontrado lo que estaban buscando.
Con el riachuelo finalmente encontrado, Rogelio estaba emocionado de comenzar su nueva vida como montero. Al pasar por los límites de El Descanso en su caballo, Rogelio deslindaba la visibilidad de la hacienda hasta donde podía montear y cultivar la tierra. Había llegado el momento de dejar atrás el trabajo necesario para sobrevivir y comenzar a vivir realmente. Con su esposa y los dos mulatos libres a su lado, Rogelio se convirtió en el patriarca de su pequeña comunidad y comenzó a montear y cultivar la tierra.
A medida que las cosas tomaban forma en El Descanso, Rogelio comenzó a darse cuenta de que la tierra no era solo un medio para subsistir, sino también un lugar para ser libres. Con el riachuelo como su nuevo punto de referencia, Rogelio y su familia encontraron un sentido más profundo de la vida. La autosuficiencia y la autarquía se convirtieron en algo más que la reproducción necesaria, el sexo y la comida. Ahora, era la espaciosidad de la libertad lo que impulsaba su existencia.
Rogelio estaba convencido de que algún día las cosas materiales en El Descanso ya no serían necesarias para mantener la vida, pero sí para recordar el camino hacia la belleza. El riachuelo había llegado a ser su último descubrimiento, pero no la última sentencia. Era el símbolo de una nueva vida en la que la libertad y la belleza eran la medida de todas las cosas.
Rogelio no solo permitió que su esposa participara en el ritual, sino que también convocó a los dos mulatos que llegaron a los límites cuando vieron ñores rodando por el arroyo y anticiparon la bendición. Fernandino apareció de repente y recordó que «no hay nada más parecido a la libertad que ver esas flores rodar, moverse y bailar riachuelo abajo». En un momento de descanso absoluto, la respuesta llegó como siempre lo hacía: «El hombre no puede ser libre, absolutamente libre, hasta que no rompa con sus propios límites y los de quienes lo rodean». Montear había logrado cierta libertad más allá de los límites inmediatos de la cabaña donde se cultivaba y criaba, pero el trabajo, la cría a gran escala y la imaginación todavía estaban confinados a ciertos límites y demarcaciones.
Al atardecer de ese día, al final del ritual, Rogelio se entristeció al darse cuenta de que aún faltaban muchas cosas por ser confinadas a los límites. El siguiente paso era doloroso: tenían que cercarla y delimitar el límite. Esta era la única forma real de soñar y poseer la hacienda. Para Rogelio y su familia, la hacienda no solo era una institución social en la que giraba la vida cotidiana, sino también un límite por establecer que, por supuesto, no permitiría ver y sentir la libertad absoluta. Pero la hacienda era su gran anhelo; ser dueño del trabajo era en principio una fuerza para sentir la individualidad, para sentirse aparte, fuera de los límites de sus enseres y cosas.
Fernandino tuvo que conjurar a viva voz: «La tierra y el hombre juntan los límites de lo que son; formas limitadas y ajustadas a la labor de un lugar y espacio». Por eso, aquel lugar perentorio, aquella previsible hacienda frente al «ritual del descanso», evidenciaba el primer choque con la libertad y pronosticaba la primera idea de salir al monte para ensanchar los límites de la sociedad. «Montear» constituía el primer gran augurio de la sociedad patriarcal, del poder del patriarca en busca de superar los límites y las encrucijadas a las que se sometería el hombre en adelante.
Rogelio lo esperaba de tal modo mientras recreaba su mirada, viendo cómo una de las reses bebía y descansaba en los límites que separaban el arroyo y el más allá. «Tengan todos sus propios límites. Tengan todos, al menos, su espaciosidad individual. Tengan todos sus propios amos», dijo Rogelio.
Continúa…