Por Kukalambé
En el remoto rincón de Cauto Embarcadero, donde los susurros del río se entrelazan con los murmullos del viento entre las hojas de los árboles, nació Ofelia Fernandina. En su existencia, tejida con los hilos de la cotidianidad y la sencillez campesina, yace una historia que se despliega como un drama silencioso en las páginas de la memoria.
Ofelia, una figura sin pretensiones, encontró su destino en los caminos polvorientos que llevaban más allá de los límites de su pequeño pueblo. Con la determinación de quien busca algo más allá del horizonte familiar, dejó atrás los campos de caña y los valles verdes para adentrarse en el vasto territorio de la vida.
Sus palabras, aunque desprovistas de la pompa de la erudición, resonaban con una verdad atemporal. Hablaba del amor y del dolor con la misma franqueza con la que un árbol desnudo muestra sus ramas al cielo. Era una testigo silente de la historia, una cronista inadvertida de los días y las noches que hilvanaban la existencia de su familia.
En el seno de su linaje, se entrelazaban las raíces de una vida dedicada a la tierra. Sus ancestros, hombres y mujeres de la montaña, labraron la tierra con sus manos curtidas y alimentaron sus sueños con la esperanza de una cosecha abundante. Su padre, Antonio Espinosa, custodiaba una pequeña porción de tierra como un guardián solitario en un paisaje de verdor interminable. Mientras tanto, su madre, fiel a los deberes del hogar, sostenía con diligencia los hilos invisibles que unían a la familia.
En la humilde morada de los Espinosa, el tiempo parecía fluir con la lentitud de las estaciones que danzan al compás de la naturaleza. Cada amanecer traía consigo la promesa de un nuevo día de trabajo, mientras que cada anochecer susurra historias de fatiga y anhelo en las sombras que se alargan sobre la tierra. Y en medio de este constante fluir de la vida, Ofelia se erigía como un faro silencioso, iluminando con su presencia los rincones más oscuros del alma humana.
Desde la aldea, donde se sumergió en la simpleza de los primeros catorce años de su existencia, ella guardaba con celo un rincón especial en sus recuerdos. Recordaba con fervor la vitalidad de la naturaleza rural, el ganado pastando en los campos, el eterno fluir del tiempo y la calma que saturaba cada rincón. Pero, sobre todo, exaltaba la incomparable belleza del río Cauto y los valles circundantes. ¡Oh, cómo anhelaba aquellos días de dicha!
Con una mezcla de amor y melancolía, ella solía evocar tiempos lejanos, envolviéndome en un ensueño que me transportaba a un paraíso perdido. A pesar de sus ochenta años, su espíritu travieso resistía, desafiando el deterioro físico que los años habían impuesto a su cuerpo. En sus ojos, encontraba el significado de una vida llena de vivencias, aquellas que perduran en el alma.
Había en ella algo que me hipnotizaba, algo que escapaba a las palabras. Cuando me acercaba a ella, una profunda calma me envolvía, como si el tiempo, la memoria y los pensamientos se desvanecieran en su presencia. Junto a ella, el mundo entero se desvanecía de mi mente. Fue entonces cuando experimenté mi primer satori, una revelación inexplicable pero innegablemente verdadera.
Desde que la conocí, nunca presencié en ella ni un atisbo de enojo ni la violencia en sus palabras. Siempre radiante de risas, encaraba la vida con una sorpresa inquebrantable.
Uno de nuestros encuentros inolvidables ocurrió cuando ella ya era una anciana, apenas unos pocos años antes de su partida. Sus palabras, cargadas de audacia, se grabaron en la eternidad, formando parte de los innumerables diálogos entre abuela y nieto. En una ocasión, sus labios susurraron:
«Cuando uno ha transitado tantos años, llega el momento en que siente la necesidad de proclamar que la vida es un absurdo, carente de sentido. Nos despedimos de este mundo sin comprender que aún queda algo crucial por realizar. Sin embargo, en un instante de profunda percepción, algo diferente se revela, algo inexplicable pero arraigado profundamente en mi corazón. Ha llegado el momento en que esa amargura se disipa, de manera inesperada, de mi ser. ¡Ahora vuelvo a ser feliz! Por fin puedo partir en paz».
Estas palabras, tan deslumbrantes como las estrellas en un cielo nocturno, resuenan en mi memoria con una intensidad conmovedora. Fueron las confesiones de una mujer sabia, que había hallado la serenidad en el crepúsculo de su existencia y estaba lista para abrazar su destino final con gratitud y calma.
En el susurro de aquella conversación, pude entrever la esencia misma de su espíritu indómito y comprender que la vida, a pesar de sus desvaríos y sinsentidos, puede transformarse en una danza eterna, en un regalo que debemos abrazar con amor y valentía. Aquella abuela, con su risa contagiosa y su sabiduría eterna, dejó una marca imborrable en mi alma, un legado que atesoro y que guía mis pasos en el camino de la existencia.
Cuando esas palabras fueron pronunciadas, carecía de cualquier referencia para entender su significado. Desconocía por completo su trasfondo, aunque confiaba plenamente en su verdad. Sin embargo, en el momento en que resonaron en el aire, percibí una sugestión de algo trascendental oculto detrás de ellas, y quizás por eso se alojaron como una semilla en lo más profundo de mi corazón. Fue apenas unos cinco años atrás, al sumergirme en las ensayísticas y novelas de Lezama, cuando recordé esas palabras y comprendí su significado. Descubrí entonces que Lezama era la clave para desentrañar su misterio.
Mi abuela, a pesar de no haber escrito jamás un verso ni haber hablado nunca de filosofía o religión, se convirtió en una suerte de Poeta, cemí y Bayam en los últimos años de su vida. En ese momento, alcancé a vislumbrar lo que significaba estar a su lado, contemplar la belleza de sus gestos, percibir la dulzura de sus palabras y dejarme hechizar por su mirada majestuosa. Ahora comprendo que algo había cambiado. Un Poeta, un cemí es todo un misterio enigmático, una energía que seduce y transforma su entorno de manera esencial. Entendí lo que Lezama afirmaba en Paradiso cuando Op-piano Licario le decía a José Cemí: «ritmo hasacástico, podemos empezar». Se trataba de cambiar la vida desde un orden horizontal hacia una vida atraída por la verticalidad.
José Cemí no es simplemente un personaje arquetípico en la novela Paradiso de Lezama Lima, sino también un símbolo de la verticalidad, una imagen poética. José no es Cemí, pero Cemí es José en el futuro; en definitiva, ambos son imagen y posibilidad. José se define sin llegar a ser, mientras que Cemí busca la estabilidad. Lo cubano parece estar contenido en la posibilidad de Cemí, es decir, Cemí en José es un esfuerzo por nacer, y José en Cemí se resiste, como si el útero materno no quisiera que la criatura viera la luz del mundo. José (Lezama) es un sueño y Cemí es el amanecer del despertar de la conciencia y la visión pura. José representa la historia, la memoria, el pasado, la mente colectiva, la visión impura, mientras que Cemí encarna la poética de la eternidad, atraído por la verticalidad. José es lo cubano insular y Cemí lo cubano en lo universal.
En la poética traducción, emerge Cemí como testigo, alzándose sobre José, abrazando la cultura y la historia, y dando luz a una posibilidad sin límites, la posibilidad de algún día convertirse en cubano. José (Lezama) encarna al pueblo, al proceso de formación de la nacionalidad, de la identidad, del ego cubano, mientras que Cemí personifica aquello que Lezama distinguió con sutileza en su poesía: la «noche insular» y «el arco invisible de Viñales».
Al respecto, en una entrevista concedida a Reynaldo Gonzales, Lezama expresó lo siguiente, en palabras extensas:
«Con la madurez de los años y de la observación, me siento capacitado para reiterar algo que intuí mientras experimentaba, trabajaba: lo cubano es un tema concebido en lo invisible. En dos ocasiones, con mayor ambición, me he acercado a ese tema en mi poesía, lo llamé ‘Noche insular’, ‘jardines invisibles’ y luego ‘El arco invisible de Viñales’. Y lo hice así porque creo que debemos tener sumo cuidado con lo que significa lo cubano. Se llega fácilmente a una conclusión de que lo cubano es esto y aquello, siguiendo intereses de gusto o criterios preconcebidos; sin embargo, tal certeza resultaría destructiva. En cada ser humano yace lo que no se atreve a ser dicho, aquello que no se atreve a ser nombrado, y eso, en parte, es lo cubano».
Debemos ser esencialmente respetuosos en esta dimensión, asumiendo riesgos al hablar de lo cubano como si fuera una entidad concreta y definida. Lo nuestro es lo fluido, la brisa, una cierta infinitud, una amalgama de lo terrenal con lo celestial, moldeada de manera meridional y cenital. Como te digo, debemos ser cautelosos con el peligro turístico de afirmar que ‘lo cubano es esto o aquello’, ya que eso podría dañarnos y cerrarnos las puertas de lo universal. Podríamos decir que la tradición más sólida de Cuba es la tradición del porvenir».
En estas palabras de Lezama, se aprecia la profundidad de su pensamiento, su sensibilidad y su exquisita forma de expresar la esencia de lo cubano. Deja entrever la delicadeza que se requiere al abordar esta temática, advirtiendo sobre la peligrosa simplificación de encasillarla en definiciones limitadas. Lezama nos invita a adentrarnos en el misterio oculto y en la belleza en constante movimiento que envuelve lo cubano, recordándonos que la tradición más auténtica de Cuba es aquella que está por venir, en constante evolución y apertura hacia lo universal.
Pocos pueblos en la vastedad de América se han atrevido a adentrarse con tal violencia y determinación, como un zumbido premonitorio, en los dominios del porvenir. Podría decirse que lo cubano erige sus catedrales y teje sus grandes mitos en las telas del futuro. Es por eso que en tiempos recientes ha existido una fusión singular entre las generaciones de Cuba. Todos avanzamos hacia un propósito que vislumbramos aún distante, quizás inalcanzable.
Esta impresión es conveniente, nos enriquece. Esa búsqueda incesante nos brinda vigor y amplitud. La falta de límites nos otorga un entusiasmo mayor en nuestro acercamiento. La ausencia de contornos definidos nos envuelve en una atmósfera amplia y plena… «Supongo que no esperen de mí una definición precisa de lo cubano al abordar este tema. Prefiero concebir lo cubano como una posibilidad, como un sueño ensoñador, como una fiebre porvenirista».
Este relato, en su esencia, habla precisamente de esa posibilidad, de la ensoñación, de la fiebre porverisa. Por ello, no resulta difícil comprender por qué Lezama le asigna a Cemí el papel central en Paradiso. José vive en el infierno mientras Cemí penetra en el paraíso. Lezama recurre a una alegoría invisible para plantear su proyecto estético como una posibilidad. Acude a una imagen aborigen, a un símbolo, y ese símbolo es el ídolo de Bayamo, el cual encarna en la tradición cultural ancestral la eternidad, el ritmo temporal hesacástico.
Lezama lo percibió allí, con una mirada oblicua, en el ídolo expuesto en el museo Montaner de la Universidad de La Habana; el ídolo desveló en él la imagen de la posibilidad. Lezama descubrió en el ídolo la inmovilidad y la lejanía. Cuando los aborígenes de Bayamo crearon la imagen del ídolo, lo hicieron con la posibilidad de alcanzar el horizonte. El ídolo representa la figura del aborigen del cacicazgo de Bayamo en la tradición mítica de la mitología taína. El ídolo era una fuerza, una imagen que se enfrentaba al desarraigo universal. Ese desarraigo conlleva la historia de pasiones tumultuosas.
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