Por Kukalambé
En medio del vasto océano que separa continentes y conecta naciones, se erige majestuosa la isla de Cuba. Como un tesoro en medio del Caribe, esta tierra fértil y llena de historias ha sido testigo de innumerables acontecimientos a lo largo de los siglos. Entre sus páginas de memoria, he elegido un estudio de caso singular: la región de Bayamo en la primera mitad del siglo XIX.
En el tejido de su relato, se entretejen hombres comprometidos con un ideal. Son como figuras esculpidas por el ejercicio del pensamiento, cuya acción se ve condicionada por el inexorable paso del tiempo, siempre en busca de mejora y expansión. Intento, en estas páginas, desentrañar el cómo y el porqué de esta acción, sumergiéndome en una fenomenología que recorre todo este libro.
Pero antes de adentrarme en ese mundo de ideas y anhelos, me detengo en la figura de la abuela paterna, Ofelia Fernandina. Ella nació en Cauto Embarcadero, un antiguo término municipal de Bayamo, cuando aun los primeros rayos de la República comenzaban a despuntar en el horizonte. Desde temprana edad, emprendió un viaje hacia nuevos horizontes, trasladándose primero a Cacocún, un municipio de Holguín, y más tarde, a la edad de dieciséis años, a Guantánamo, donde finalmente encontró su último aliento a la venerable edad de noventa y cinco años.
Hasta donde mis recuerdos alcanzan, mi abuela nunca escribió un solo verso, ni tampoco tuve ocasión de escucharla hablar en términos teóricos sobre filosofía o religión. Sin embargo, sus palabras resonaban con fuerza cuando hablaba de la vida, el tedio, las amarguras y los amores familiares. Era una campesina en esencia, cuya mirada hacia la vida se nutría de su propia experiencia, y cuyas palabras trascendían cualquier barrera generacional.
Sus antepasados más cercanos fueron campesinos, hombres y mujeres de los montes, a quienes el padrón elaborado por Jacobo de la Pezuela llamaba «estancieros» en 1860. En una ocasión, mi abuela me contó que su padre, Antonio Espinosa, dedicó largos años a atender una pequeña hacienda ganadera que adquirió mediante arrendamiento y posterior compra a finales del siglo XIX. Su madre, en cambio, siempre se consagró a las labores domésticas y al cuidado de sus hijos.
Del campo, donde pasó los primeros catorce años de su vida, guardaba un rincón privilegiado en su memoria. Recordaba con deleite la exuberancia de la naturaleza campestre, el ganado pastando en las haciendas, el incesante ritmo del tiempo y la paz que se respiraba en cada rincón. Pero, sobre todo, enfatizaba la incomparable belleza del río Cauto y los valles circundantes. ¡Ella era feliz en aquellos días!
Ella solía hablarme de tiempos remotos con una mezcla de amor y ternura que embaucaba mis sentidos, transportándome a un paraíso perdido. A pesar de sus ochentas años, su espíritu picarón prevalecía, desafiando al desgaste físico que los años habían impuesto sobre su cuerpo. En su mirada, encontraba el significado de una vida llena de experiencias, aquellas que jamás se olvidan.
Había algo en ella que me cautivaba, algo que escapaba a las palabras. Cuando me acercaba, una inmensa seguridad me envolvía, como si el tiempo, la memoria y los recuerdos se desvanecieran en su presencia. A su lado, el mundo entero se desvanecía de mis pensamientos. Fue entonces cuando experimenté mi primer satori, una sensación extraña pero indudablemente verdadera.
Desde el momento en que la conocí, jamás presencié su enojo ni la violencia en sus palabras. Siempre radiante de risas, enfrentaba la vida con una inquebrantable sorpresa.
Uno de nuestros inolvidables encuentros tuvo lugar cuando ella ya era una anciana, solo unos pocos años antes de su partida. Sus palabras, impregnadas de audacia, quedaron grabadas en la eternidad, formando parte de los innumerables diálogos entre abuela y nieto. En una ocasión, sus labios murmuraron:
«Cuando uno ha vivido durante tanto tiempo, llega el momento en que siente la urgencia de declarar que la vida es un absurdo, carente de sentido. Nos vamos alejando de este mundo sin percatarnos de que algo crucial aún queda por realizar. Sin embargo, en un instante de profunda apreciación, se vislumbra algo distinto, algo inexplicable pero arraigado profundamente en mi corazón. Ha llegado el momento en que esa sensación de amargura ha desaparecido, de manera inesperada, de mi ser. ¡Ahora vuelvo a ser feliz! Por fin puedo partir en paz».
Estas palabras, tan deslumbrantes como las estrellas en un oscuro cielo nocturno, resuenan en mi memoria con una intensidad sobrecogedora. Fueron las confesiones de una mujer sabia, que había encontrado la paz en el ocaso de su existencia y estaba lista para abrazar su destino final con serenidad y gratitud.
Así, en el susurro de aquella conversación, pude palpar la esencia misma de su espíritu indomable y comprender que la vida, a pesar de sus desvaríos y sinsentidos, es capaz de transformarse en una danza eterna, en un regalo que debemos aceptar con amor y valentía. Aquella abuela, con su risa contagiosa y su sabiduría imperecedera, dejó una huella imborrable en mi alma, un legado que atesoro y que guía mis pasos en el camino de la existencia.
En el momento en que esas palabras fueron pronunciadas, carecía de cualquier marco de referencia para verificar su significado. Desconocía por completo de qué trataban, aunque confiaba ciegamente en su veracidad. Al instante, sin vacilación alguna, creí en la verdad que implicaban. Sin embargo, en aquel preciso instante en que resonaron en el aire, percibí una sugerencia de algo trascendental oculto tras ellas, y quizás por esa razón se alojaron como una semilla en lo profundo de mi corazón. Apenas unos cinco años atrás, al sumergirme en las ensayísticas y novelas de Lezama, recibí la huella indeleble de aquellas palabras, el recuerdo inusitado de que había llegado el momento de comprender. Fue entonces cuando descubrí que Lezama era la clave para desentrañar su significado.
Mi abuela, a pesar de no haber escrito jamás un verso ni haber hablado nunca de filosofía o religión, en los últimos años de su vida se convirtió en Poeta, cemí y Bayam. En aquel entonces, vislumbré lo que significaba estar a su lado, contemplar la belleza de sus gestos, percibir la dulzura de sus palabras y dejarme cautivar por su mirada majestuosa. Ahora comprendo que algo había cambiado. Un Poeta, un cemí es todo un misterio enigmático, una energía que seduce y transforma su entorno de manera esencial. Comprendí lo que Lezama afirmaba en Paradiso cuando Op-piano Licario le decía a José Cemí: «ritmo hasacástico, podemos empezar». Se trataba de cambiar la vida desde un orden horizontal hacia una vida atraída por la verticalidad.
José Cemí no es simplemente un personaje arquetípico en la novela Paradiso de Lezama Lima, sino también un símbolo de la verticalidad, una imagen poética. José no es Cemí, pero Cemí es José en el futuro; en definitiva, ambos son imagen y posibilidad. José se define sin llegar a ser, mientras que Cemí busca la estabilidad. Lo cubano parece estar contenido en la posibilidad de Cemí, es decir, Cemí en José es un esfuerzo por nacer, y José en Cemí se resiste, como si el útero materno no quisiera que la criatura viera la luz del mundo. José (Lezama) es un sueño y Cemí es el amanecer del despertar de la conciencia y la visión pura. José representa la historia, la memoria, el pasado, la mente colectiva, la visión impura, mientras que Cemí encarna la poética de la eternidad, atraído por la verticalidad. José es lo cubano insular y Cemí lo cubano en lo universal.
En la poética traducción, emerge Cemí como testigo, alzándose sobre José, abrazando la cultura y la historia, y dando luz a una posibilidad sin límites, la posibilidad de algún día convertirse en cubano. José (Lezama) encarna al pueblo, al proceso de formación de la nacionalidad, de la identidad, del ego cubano, mientras que Cemí personifica aquello que Lezama distinguió con sutileza en su poesía: la «noche insular» y «el arco invisible de Viñales».
Al respecto, en una entrevista concedida a Reynaldo Gonzales, Lezama expresó lo siguiente, en palabras extensas:
«Con la madurez de los años y de la observación, me siento capacitado para reiterar algo que intuí mientras experimentaba, trabajaba: lo cubano es un tema concebido en lo invisible. En dos ocasiones, con mayor ambición, me he acercado a ese tema en mi poesía, lo llamé ‘Noche insular’, ‘jardines invisibles’ y luego ‘El arco invisible de Viñales’. Y lo hice así porque creo que debemos tener sumo cuidado con lo que significa lo cubano. Se llega fácilmente a una conclusión de que lo cubano es esto y aquello, siguiendo intereses de gusto o criterios preconcebidos; sin embargo, tal certeza resultaría destructiva. En cada ser humano yace lo que no se atreve a ser dicho, aquello que no se atreve a ser nombrado, y eso, en parte, es lo cubano.
Debemos ser esencialmente respetuosos en esta dimensión, asumiendo riesgos al hablar de lo cubano como si fuera una entidad concreta y definida. Lo nuestro es lo fluido, la brisa, una cierta infinitud, una amalgama de lo terrenal con lo celestial, moldeada de manera meridional y cenital. Como te digo, debemos ser cautelosos con el peligro turístico de afirmar que ‘lo cubano es esto o aquello’, ya que eso podría dañarnos y cerrarnos las puertas de lo universal. Podríamos decir que la tradición más sólida de Cuba es la tradición del porvenir».
En estas palabras de Lezama, se aprecia la profundidad de su pensamiento, su sensibilidad y su exquisita forma de expresar la esencia de lo cubano. Deja entrever la delicadeza que se requiere al abordar esta temática, advirtiendo sobre la peligrosa simplificación de encasillarla en definiciones limitadas. Lezama nos invita a adentrarnos en el misterio oculto y en la belleza en constante movimiento que envuelve lo cubano, recordándonos que la tradición más auténtica de Cuba es aquella que está por venir, en constante evolución y apertura hacia lo universal.
Pocos pueblos en la vastedad de América se han atrevido a adentrarse con tal violencia y determinación, como un zumbido premonitorio, en los dominios del porvenir. Podría decirse que lo cubano erige sus catedrales y teje sus grandes mitos en las telas del futuro. Es por eso que en tiempos recientes ha existido una fusión singular entre las generaciones de Cuba. Todos avanzamos hacia un propósito que vislumbramos aún distante, quizás inalcanzable.
Esta impresión es conveniente, nos enriquece. Esa búsqueda incesante nos brinda vigor y amplitud. La falta de límites nos otorga un entusiasmo mayor en nuestro acercamiento. La ausencia de contornos definidos nos envuelve en una atmósfera amplia y plena… «Supongo que no esperen de mí una definición precisa de lo cubano al abordar este tema. Prefiero concebir lo cubano como una posibilidad, como un sueño ensoñador, como una fiebre porvenirista».
Este relato, en su esencia, habla precisamente de esa posibilidad, de la ensoñación, de la fiebre porverisa. Por ello, no resulta difícil comprender por qué Lezama le asigna a Cemí el papel central en Paradiso. José vive en el infierno mientras Cemí penetra en el paraíso. Lezama recurre a una alegoría invisible para plantear su proyecto estético como una posibilidad. Acude a una imagen aborigen, a un símbolo, y ese símbolo es el ídolo de Bayamo, el cual encarna en la tradición cultural ancestral la eternidad, el ritmo temporal hesacástico.
Lezama lo percibió allí, con una mirada oblicua, en el ídolo expuesto en el museo Montaner de la Universidad de La Habana; el ídolo desveló en él la imagen de la posibilidad. Lezama descubrió en el ídolo la inmovilidad y la lejanía. Cuando los aborígenes de Bayamo crearon la imagen del ídolo, lo hicieron con la posibilidad de alcanzar el horizonte. El ídolo representa la figura del aborigen del cacicazgo de Bayamo en la tradición mítica de la mitología taína. El ídolo era una fuerza, una imagen que se enfrentaba al desarraigo universal. Ese desarraigo conlleva la historia de pasiones tumultuosas.