Por KuKalambé
En el frío febrero de 2012, el destino quiso que se llevara a cabo lo que parecía ser el último gran viaje de su alma hacia la tierra que alguna vez lo vio nacer: La Habana. El motivo, lejos de ser una travesía de placer o reencuentro, fue impulsado por una urgencia familiar que no daba margen a la demora. Entre la distancia que separaba la vibrante capital de Cuba y su lugar de origen, una especie de abismo de casi 900 kilómetros se erigía como testimonio de los años transcurridos. El viaje, lejos de ser un simple trayecto, fue una peregrinación que duró cuatro días. Partió de Miami un soleado domingo por la mañana, y su regreso se selló el miércoles, con un aire de finalización que le pesaba más de lo esperado.
El aeropuerto de La Habana lo recibió con una soledad abrumadora. Nadie conocido le esperaba, ninguna figura familiar emergía entre la multitud para aliviar esa primera sensación de abandono. Cruzó sin tropiezos los controles migratorios, pero en su paso hacia la zona de equipajes, el encuentro con una oficial de inmigración le cambiaría el ánimo. De manera seca pero eficiente, la oficial solicitó la revisión de su pasaporte, fijando la vista en un libro que él llevaba consigo: Erótica. El título pareció retener el interés de la mujer por un segundo más de lo esperado. Sin mediar más palabras, ella desapareció con el pasaporte y el libro bajo el brazo, como si ese objeto fuese algo más que una simple lectura de vuelo. Sin embargo, la inquietud pronto fue disipada cuando la oficial volvió y, con una sonrisa apenas perceptible, le deseó un buen viaje. Todo había quedado en una anécdota, pero el eco de ese instante quedó grabado en su memoria.
Abordó un taxi privado que lo condujo a Centro Habana, donde lo esperaban su madre, su hijo mayor y su abuelo, un hombre marcado por el paso del tiempo, pero aún con una mirada firme. El Hotel Lincoln, tan vetusto como la ciudad misma, fue el lugar del reencuentro, y por un instante, los kilómetros que separaban a su familia parecieron borrarse.
El lunes, el propósito principal del viaje se cumplió: acudieron a la embajada de España para tramitar la ciudadanía de su hijo, amparándose en la Ley de Memoria Histórica, una ley que, de alguna forma, conectaba los hilos dispersos de la historia familiar con una patria lejana y una memoria colectiva difusa. El trámite fue sencillo, y con su cometido cumplido, sus acompañantes retornaron al oriente de la isla ese mismo día, dejando a nuestro protagonista en soledad para continuar su aventura habanera.
El martes, en solitario, decidió perderse por las calles de Centro Habana, cargando una libreta donde anotaba cada pequeño detalle que lograba capturar su atención. Caminó por avenidas que parecían empapadas de historias no contadas, registrando el bullicio de la gente, el ir y venir de los vendedores ambulantes, las dinámicas humanas en constante flujo. Cada esquina le ofrecía una nueva perspectiva sobre la vida en la ciudad, donde las contradicciones parecían florecer de manera natural: los precios del mercado informal, el ingenio de los emprendedores locales y el frágil equilibrio entre una economía informal y un sistema que parecía resistirse a los cambios.
Pronto, una pregunta lo asaltó, como un relámpago en medio de sus pensamientos: ¿cómo era posible que persistiera un sistema económico que parecía condenado a la ineficiencia? El sistema cuasi feudal que aún regía las dinámicas de la ciudad le desconcertaba, y a medida que sus pasos avanzaban, sus notas se teñían de un escepticismo creciente. La Habana se le revelaba como un lugar detenido en el tiempo, donde la sombra del pasado pesaba más que las promesas del futuro. La ciudad que se había imaginado, esa «Habana extinguida» de la que tanto se hablaba, se presentaba ahora como una distorsión del idealismo, un lugar atrapado en un bucle de decadencia y resistencia.
Entonces, como si el destino quisiera poner a prueba sus reflexiones, mientras caminaba por la avenida Galiano, se topó con una figura inesperada: Maurice Godelier, el renombrado antropólogo francés y discípulo de Claude Lévi-Strauss, estaba allí, caminando como cualquier otro transeúnte. Godelier, cuya obra Racionalidad e Irracionalidad en la Economía había sido publicada décadas atrás, le lanzó una advertencia casi casual, pero profundamente esclarecedora: «Para que un sistema económico funcione, debe estar integrado en un tejido complejo de economía, sociedad e historia». Sus palabras resonaron con una claridad sorprendente, desmoronando la visión simplista que hasta entonces él había sostenido.
Comprendió entonces que la economía, aislada de sus contextos sociales y culturales, era insuficiente para explicar los entresijos de cualquier sistema, ya fuera feudal, capitalista o socialista. La Habana no era solo una ciudad congelada en el tiempo, era una expresión viva de ese entrelazamiento entre lo económico y lo histórico, una ciudad donde las teorías chocaban con la realidad y la lógica cedía terreno a las paradojas.
Fue entonces cuando sus observaciones sobre la economía urbana en La Habana adquirieron un carácter que oscilaba entre lo empírico y lo alegórico, como si cada transacción cotidiana fuera una metáfora que revelaba las tensiones ocultas entre el Estado y el individuo. En su cuaderno de notas, los precios y las mercancías no eran simples cifras y objetos; eran símbolos cargados de significado, vestigios de una economía subterránea que parecía narrar, en clave cifrada, la historia de una resistencia silenciosa.
A pesar de la aparente vitalidad del mercado interno, este operaba como un cuerpo extraño, separado de las políticas económicas oficiales. Una paradoja latente gobernaba este espacio: un mercado que, aun siendo controlado nominalmente por el Estado, seguía sus propias leyes, como un río subterráneo que escapa al cauce impuesto. En este paisaje de contradicciones, los precios de los bienes cotidianos, lejos de responder a una lógica convencional, obedecían a una racionalidad distinta, casi poética, que trastocaba las premisas básicas de la economía clásica.
Consideremos el arroz, la carne de cerdo, o el plátano. Una libra de arroz costaba 15 pesos; una de carne de cerdo, 25. Estos precios, aunque pagados en moneda nacional, estaban calibrados por un invisible hilo conductor: el dólar, cuya sombra se cernía sobre cada intercambio. El tipo de cambio oficial –25 pesos por 1 dólar– era más que un simple dato; era una brújula simbólica que orientaba las transacciones, aun cuando estas parecían alejarse de la ortodoxia económica. Así, un sistema que podría parecer «irracional» al ojo externo se revelaba como una maquinaria de supervivencia, finamente ajustada al contexto de crisis.
Lo fascinante de esta «irracionalidad» no era su aparente desconexión con la realidad estatal, sino su capacidad para generar un orden paralelo. En las calles de La Habana, este mercado interno, que formalmente se sostenía en la legalidad, se desplegaba con la amplitud de un teatro clandestino. Era un teatro donde los actores –vendedores, compradores, observadores casuales– ejecutaban sus papeles con la naturalidad de quienes han aprendido, a fuerza de necesidad, a desafiar las reglas sin romperlas del todo.
Una tarde, frente a un modesto puesto de alimentos, una escena aparentemente banal adquirió un matiz casi filosófico. Un cliente pidió tres libras de arroz. El vendedor, con movimientos precisos, utilizó una jarra y una balanza para medir el producto, y luego entregó el pedido con una sonrisa. En ese instante, un observador atento –Wiltołd Kula, economista polaco y autor de profundas reflexiones sobre economías premodernas– pronunció una frase que resonó con fuerza: «El hombre es la medida de todas las cosas». La frase, que en su origen pertenece a Protágoras, adquiría aquí un significado renovado. En este mercado, donde cada transacción parecía mediada por una lógica simbólica, el hombre realmente se convertía en la medida, no solo del peso del arroz, sino de la supervivencia misma.
Para Kula, lo que presenciábamos no era solo un intercambio comercial, sino la manifestación de un sistema económico que recordaba a las estructuras feudales. En estos sistemas, las relaciones personales y los significados compartidos predominaban sobre los valores estrictamente materiales. Según él, el mercado habanero, con su aparente «irracionalidad», ofrecía un espejo donde se reflejaban las tensiones entre la modernidad y la tradición, entre el control estatal y la autonomía popular.
A medida que continuaban recorriendo los mercados, Kula elaboraba una tesis inquietante: en economías de crisis, la racionalidad no conduce necesariamente al progreso, sino que se convierte en una herramienta para la mera supervivencia. Los métodos de medición, las estrategias de venta, incluso los gestos y las palabras de los vendedores, eran símbolos que hablaban de un sistema que resistía al cambio, aferrándose a una lógica que desafiaba las expectativas modernas.
Estas reflexiones abrían una pregunta crucial: ¿cómo puede un régimen totalitario perpetuarse en medio de una crisis económica prolongada? La respuesta, según Kula, no radicaba únicamente en el aparato represivo del Estado, sino en su capacidad para mantener un sistema económico simbólico que, aunque precario, ofrecía a la población una estabilidad ilusoria. Esta estabilidad, sin embargo, venía acompañada de un costo: el estancamiento, la imposibilidad de imaginar un futuro más libre y dinámico.
Un transeúnte que había estado escuchando la conversación intervino con una mezcla de ironía y desasosiego: «¿Estamos atrapados en un bucle feudal, prisioneros de un sistema que reemplaza la libertad por dependencia? ¿Es este mercado una máscara que oculta la verdadera cara del control estatal?». Las preguntas, lejos de tener respuestas claras, flotaban en el aire, como ecos de una incertidumbre que definía la experiencia cubana.
Mientras las relaciones económicas sigan arraigadas en estas dinámicas de clientelismo y dependencia, la apertura hacia un sistema más libre y democrático seguirá siendo un horizonte distante. Como un viejo proverbio recuerda: «Historia est magistra vitae». Y, en este caso, parece que la lección es la de un eterno retorno, donde las posibilidades de cambio se diluyen en la repetición de lo mismo.