Por La honda de David
En el año de 1849, Søren Kierkegaard, figura eminente de la filosofía existencial y uno de los más agudos críticos de la modernidad, articuló en sus Reflexiones sobre la existencia humana una distinción crucial entre dos arquetipos que han modelado, en forma divergente, la constitución espiritual del mundo occidental, el genio y el apóstol. Esta oposición, lejos de ser meramente terminológica, se inscribe en el corazón mismo de lo que podría denominarse el imaginario espiritual de la civilización moderna, caracterizada por una pluralidad de fuentes de inspiración, por un entramado complejo donde conviven lo secular y lo sagrado, lo creativo y lo revelado.
La época en que Kierkegaard desarrolla esta reflexión —la era victoriana, atravesada por tensiones entre el racionalismo, el romanticismo tardío y los primeros síntomas de la secularización— es también el escenario de una mutación epistémica, la cultura occidental, tras siglos de hegemonía de lo apostólico como paradigma espiritual exclusivo, comenzaba a desplazarse hacia un modelo centrado en la figura del genio. Este último, lejos de hablar en nombre de lo divino, es visto como un productor autónomo de sentido, como un creador original cuya autoridad emana no de un mandato celestial, sino de la potencia inmanente de su subjetividad.
Kierkegaard, quien se autodefinía no sin ironía como un escritor religioso, advierte con aguda claridad la transformación del suelo espiritual europeo. Para él, el apóstol es aquel cuya palabra tiene origen no en la originalidad ni en la imaginación personal, sino en una comisión divina, habla, no por sí mismo, sino porque ha sido enviado. Su autoridad no radica en su estilo ni en su capacidad de persuasión, sino en el hecho de que ha sido elegido, de que actúa ex auctoritate Dei. El genio, por el contrario, es una figura de interioridad poderosa, de creatividad desbordante, un sujeto cuya legitimidad proviene de su talento innato y de su capacidad para decir lo no dicho, para crear lo no existente.
Este desplazamiento desde el modelo apostólico al genialesco señala el tránsito desde una época en la cual la verdad era revelada desde lo alto —deus dixit— a una era en que la verdad es producida desde dentro —ego cogito, ergo creo. En la Europa medieval, el entusiasmo —entendido en su etimología literal como in-spiración divina— se hallaba estrictamente vinculado a la tradición cristiana, no se concebía la existencia de un entusiasmo legítimo que no tuviese como fuente la revelación cristiana. Por ello, el genio, tal como lo entendemos hoy, era una figura prácticamente inexistente o, si se manifestaba, debía someter su fuego interior al dogma eclesiástico. La aparición y posterior legitimación de formas de inspiración no cristianas, no apostólicas, marca el inicio del mundo posmedieval y el nacimiento de la modernidad espiritual.
Esta tensión entre mandato divino y creatividad personal se revela con particular dramatismo en la figura de José Martí, quien encarna una síntesis conflictiva de estas dos dimensiones. Martí, con toda su vehemencia ética, su pathos redentor y su entrega a la causa de la libertad, parece en muchos momentos adoptar la actitud del apóstol, del predicador serio y austero que asume sobre sus hombros una misión superior. Y, sin embargo, es innegable que se percibe a sí mismo como genio, como escritor dotado de una sensibilidad singular, de una voz poética que no necesita legitimación externa.
La singularidad de Martí reside precisamente en esa doble tensión que recorre su obra y su vida, por un lado, se siente interpelado por una vocación espiritual de tono apostólico, por otro, sabe que su autoridad emana de su pluma, de su genio creador, no de un encargo sobrenatural. En su figura, entonces, se materializa una forma inédita de espiritualidad americana, una espiritualidad que ya no puede sustentarse enteramente en la tradición cristiana, pero que tampoco se entrega sin reservas al relativismo secular. Martí es, en este sentido, un genio religioso, una figura liminar que anuncia la posibilidad de una espiritualidad sin iglesia, de una ética sin dogma, de un evangelio sin canon.
Su condición de genio le permite cuestionar incluso la legitimidad de las instituciones que históricamente han reclamado el monopolio de la verdad revelada. Como escritor, Martí no solo se aparta del molde apostólico tradicional, sino que pone en entredicho el derecho mismo de las iglesias a hablar en nombre de lo absoluto. Y, sin embargo, esta conciencia de su propia genialidad lo deja expuesto a una herida ontológica, la imposibilidad de ser apóstol, de hablar ex cathedra, de ejercer un magisterio sin fisuras. Su genio no logra sofocar su anhelo apostólico, y su aspiración apostólica no logra disolver la lucidez autocrítica de su genio.
En Martí, entonces, la genialidad interfiere con el impulso apostólico, lo modula, lo relativiza, lo humaniza. Y, al mismo tiempo, la ambición de ser apóstol —de ser guía, salvador, redentor— le impide descansar plenamente en la satisfacción estética de su talento. Esta contradicción no lo debilita, al contrario, lo eleva como símbolo de una nueva era espiritual en América Latina, una era en la cual el genio asume tareas apostólicas sin dejar de ser consciente de su condición laica, y en la cual el apóstol debe reconocer, con humildad, que ha perdido el monopolio de la inspiración.
En suma, Kierkegaard nos ofreció un marco conceptual que, más de siglo y medio después, continúa iluminando el drama interior de figuras como Martí, un drama que no solo atraviesa a los sujetos individuales, sino que configura los dilemas más profundos de la cultura moderna y su aún irresuelta relación con lo sagrado.