Por Coloso de Rodas
En el verano de 2008, por recomendación de un amigo brujo, conocí en su apartamento del downtown de Miami a Mario Palou, infatigable lector, conocedor y practicante de ciencias ocultas. Nuestro encuentro, como muchos otros que vendrían después, estuvo marcado por un ambiente de esoterismo, literatura y filosofía. En aquel momento, mi interés por Mario (fallecido en 2017) giraba en torno a varias preguntas sobre el trabajo de la escuela del Cuarto Camino y sus fundadores, en especial la relación entre Gurdjieff y la tradición mística de Oriente y Occidente.
Pero antes de iniciar la conversación, como si el ritual exigiera una dosis de etanol para lubricar la mente, hicimos una parada en la gas station más cercana y compramos dos six packs de 211, una cerveza con un 14 % de alcohol que parecía ser el elixir predilecto de aquellos encuentros iniciáticos.
La charla en su apartamento comenzó alrededor de las 10 a. m., un horario inusual para tratar temas de profundidad metafísica, pero ideal para la espontaneidad de Palou. Su discurso, cargado de referencias y anécdotas personales, se desplegó con la precisión de alguien que había dedicado su vida a la lectura y la introspección. Iniciamos con Gurdjieff y su idea de la cuarta vía, pasamos luego a Ouspenski y su fascinación con el tiempo y la conciencia, nos detuvimos en Aurobindo y la evolución espiritual, en Krishnamurti y la disolución del ego, y finalmente en Osho y su polémica mezcla de hedonismo y misticismo. Como era de esperar, tampoco pasó inadvertido el tema de la masonería y los Rosacruces, sociedades secretas a las que Mario atribuía un conocimiento reservado a los pocos que lograban descifrar los signos ocultos en la historia y en la literatura.
Pero lo verdaderamente revelador del encuentro ocurrió al caer la tarde, cuando la conversación derivó hacia la literatura y, en particular, hacia Lezama Lima y Borges. Fue en ese momento cuando Mario mencionó por primera vez el concepto de literatura perceptiva, una categoría que él mismo había desarrollado y que, según su testimonio, superaba los enfoques convencionales de la narración. Para Palou, la literatura perceptiva no se definía por la estructura de la trama ni por el desarrollo psicológico de los personajes, sino por la capacidad del escritor para evocar imágenes que trascendieran la percepción ordinaria.
Aproximadamente a las 7 p. m., en la fase final del encuentro, me percaté de que Mario había abandonado definitivamente el romanticismo místico que alguna vez lo había caracterizado. Ahora, su interés radicaba en la idea de que la literatura no debía narrar la realidad, sino provocar en el lector una experiencia sensorial similar a la de los estados alterados de conciencia. Sus comentarios sobre esta forma de literatura me introdujeron en una perspectiva filosófica sobre la epojé, entendida como la suspensión del juicio fenomenológico, pero aplicada a la literatura: una manera de leer no desde la lógica ni desde la semántica, sino desde la percepción pura, casi como si el lector fuese un médium que recibiera imágenes sin procesarlas intelectualmente.
Para ilustrar mejor el carácter fantasmagórico de la imago, Mario recurrió a un método poco ortodoxo. Me pidió que me asomara al balcón de su apartamento y fijara la vista en un árbol en el patio. Luego me dijo: “Ves el árbol, pero no ves las raíces; solo puedes imaginar su existencia bajo la tierra”. Con esta metáfora, Palou intentaba demostrar que la literatura lezamiana funcionaba de manera análoga: lo que conmueve al lector no es lo que se describe explícitamente, sino lo que se sugiere, lo que queda oculto bajo la superficie del lenguaje. Según su visión, Lezama no buscaba plasmar realidades concretas ni construir personajes psicológicamente verosímiles; su literatura era un tejido de imágenes que operaban a un nivel más profundo, un nivel donde la percepción se volvía enigmática y los significados quedaban suspendidos en el aire, sin resolución definitiva.
En ese punto de la conversación, Mario hizo una digresión inesperada y comenzó a hablarme de sus experiencias con drogas psicodélicas y estupefacientes. No lo hacía desde una perspectiva hedonista o recreativa, sino como un método de exploración de la conciencia y la percepción. Según él, el uso de ciertas sustancias permitía acceder a visiones alternativas de la realidad y experimentar de manera directa lo que Lezama describía en su literatura. Mencionó específicamente los efectos de los broncodilatadores y su capacidad para intensificar las imágenes mentales, haciendo que la percepción se tornara más aguda y que los detalles aparentemente insignificantes adquirieran una cualidad casi mística.
Años después, en 2013, Mario publicó un artículo en la revista digital Letraria en tierra de letras, titulado Lezama Lima y el saxofón sutil, donde desarrollaba su tesis sobre la imago y su relación con la percepción alterada (leer aquí). Fue en ese encuentro de 2008 cuando, por primera vez, oí mencionar el nombre de Lorenzo García Vega, un autor que, según Mario, representaba la otra cara de la moneda en la literatura cubana, aquella que se alejaba de la grandilocuencia barroca de Lezama y adoptaba un tono más lúdico y experimental.
Antes de despedirnos, con su característica ironía, Mario entró en su biblioteca personal y sacó dos libros y una separata de periódico que me regaló. El primer libro era El posmodernismo de Fredric Jameson; el segundo, La matriz divina de Gregg Braden, un científico norteamericano devenido motivador y místico contemporáneo. La separata contenía un artículo suyo sobre Borges: Borges y la secta de Tlön (leer aquí).
No sé por qué me regaló La matriz divina, un libro de la literatura buenista y de autoayuda tan en boga en los últimos tiempos. Supongo que intentaba advertirme sobre la propaganda del misticismo versión American way of life, un misticismo domesticado, convertido en mercancía de consumo para la clase media espiritualizada.
Desde luego, aún no tengo claro si lo consiguió… pero algo de su mensaje quedó resonando en mí. Quizás porque, a pesar de todas las reservas que uno pueda tener respecto a ciertos discursos esotéricos, lo cierto es que Mario Palou encarnaba algo genuino: una búsqueda incesante, una sed insaciable por comprender los mecanismos ocultos de la realidad. Su literatura perceptiva, su obsesión por la imago, su interés por Lezama y Borges, su incursión en el misticismo y la filosofía, todo ello formaba parte de un mismo impulso: el deseo de ver más allá de las apariencias, de explorar lo que yace bajo la superficie del lenguaje y la percepción.
Quizás, después de todo, tenía razón. Quizás la verdadera literatura no está en las palabras, sino en las imágenes que esas palabras evocan en la mente del lector. Quizás, como él decía, solo vemos el árbol, pero nunca las raíces.
[1] (años después, en 2013, Mario publicó un artículo en la revista digital Letraria en tierra de letras titulado Lezama Lima y el saxofón sutil donde avanza una tesis sobre la imago, https://letralia.com/277/articulo01.htm ).
[2] (https://letralia.com/ed_let/borges/ensayo/palou.htm)
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