Por La Máscara Negra
En la mañana, como si la aurora hubiera conjurado un drama imprevisto, la señora tocó la puerta del vecino. Era domingo, ese día sagrado donde la pereza se adueña de las almas y hasta los relojes parecen detenerse. Pero la señora, ajena a tales sutilezas temporales, insistió con los nudillos en el madero como quien llama a una última instancia.
La puerta, quizás resentida por semejante violencia, cedió al fin. Del interior emergió el hombre, semidormido, en jeans y sin camisa, como un héroe cotidiano atrapado en el sopor de su propia epopeya doméstica. Sus ojos, privados de los espejuelos redondos estilo corte inglés que solían conferirle un aire de intelectualidad apurada, se entrecerraron con el brillo opaco de quien se enfrenta a la fatalidad.
—Señora, ¿qué desea? ¿Por qué tan temprano? ¡Son las siete! —gruñó, con la voz ronca de quien aún no ha sido redimido por el café.
La señora, impertérrita, desvió la mirada hacia la calle y alzó un dedo acusador hacia un trozo de acera mutilada.
—¿Cómo y quién arrancó un pedazo del lateral de la acera? —preguntó, en un tono que mezclaba el desprecio y la tragedia griega—. Ayer hubo aquí, en su patio, un bochinche. Muchos carros parqueados en la calle y, encima, sobre la acera.
El hombre, todavía atrapado entre el sueño y la incredulidad, se rascó la cabeza.
—Señora, ningún carro pudo hacer semejante destrozo.
—Entonces, señor, ¿quién fue?
Un silencio dramático se apoderó del estrecho espacio entre ellos, como si el universo mismo contuviera el aliento. Finalmente, la señora rompió la tensión con una sentencia cargada de sarcasmo celestial:
—¡Ah, ya sé! Nadie lo hizo, ¡fue el fantasma del Increíble Hulk!
Y así quedó zanjado el asunto, al menos por aquella mañana.
Esa noche, mientras la lluvia caía con desgana sobre el asfalto, la tertulia «El Machetazo» se encontraba en su apogeo. Era una velada cargada de pompa literaria, con un invitado venido desde el cono sur y una disertación nietzscheana a cargo del hombre dinamita, cuyas palabras, impregnadas de un dramatismo apocalíptico, pendían como un filo sobre las cabezas de los presentes.
El ambiente olía a ego y cerveza. La piscina, solitaria y oscura bajo la luna menguante, parecía implorar en silencio por un sacrificio humano. Su superficie, tersa y cristalina, exudaba un deseo melancólico: que alguien, cualquiera, rompiera su hechizo de abandono.
Kato y su amigo, cansados de tanta verborrea, anunciaron su retirada:
—¡Nos vamos!
Pero «El Increíble» Pata de Palo, con el ímpetu de un gladiador al borde del coliseo, les cortó el paso.
—¿Por qué se van? ¡Ahora es cuando comienza la fiesta! —vociferó, con el aliento perfumado de cebada fermentada.
Julito el Pescador, que no entendía de sutilezas, tomó aquello como una afrenta personal.
—Me voy porque me sale de mis cojones —respondió, con la elegancia de un cisne enlodado.
Pata de Palo, no dispuesto a ceder terreno, replicó con un tono desafiante que resonó como un gong:
—Pues te quedas porque me salen de mis timbales.
La tensión, digna de una tragedia isabelina, se alzó como una ola antes de romper. Julito avanzó un paso, los puños cerrados, la mirada encendida:
—Te lanzo a la piscina por comemierda. Aquí mando yo.
—¡A mí ni pinga! —rugió Julito, cuadrándose como un boxeador amateur en plena gloria.
La piscina, testigo silenciosa, parecía vibrar de emoción contenida. Alguien debía caer, y el destino, como siempre, se tomaba su tiempo para decidir.
El forcejeo comenzó, una danza torpe de empujones y gritos que bordeaba lo ridículo. Los presentes, en lugar de intervenir, formaron un círculo expectante, como si asistieran a una obra de teatro improvisada.
En un arrebato de inspiración, Pata de Palo cambió de estrategia. Se dirigió hacia el cuarto de herramientas, de donde emergió con un machetico que blandió como si fuera el espadachín de una epopeya tropical. Los golpes contra la pared resonaron como tambores de guerra, hasta que el destino, siempre bromista, quiso que cortara los cables de la corriente. La oscuridad se hizo absoluta.
El caos reinó. La gente gritaba, la piscina lloraba de frustración, y Julito, viendo su oportunidad, huyó hacia la calle. Allí, junto a un Chevy Cruze, tomó un trozo de piedra y se atrincheró como un guerrero medieval.
En medio de la confusión, alguien exclamó:
—¡Alabado sea el Señor!
La piscina, desolada, reflejaba las estrellas con una tristeza infinita. Nadie había caído esa noche, ni Julito, ni Pata de Palo. El agua, al final, quedó huérfana de héroes y villanos.
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