Por Marcelino Torralba
A los hijos bitongos de la pinchería castrista cubana
En la isla de Cuba, bajo la cálida luz caribeña, se contaba una historia peculiar sobre los Reyes Magos, aquellos venerados viajeros de Oriente. Se decía que, en aquellos días revueltos, su generosidad tocaba únicamente a las puertas de los hogares de los pinchos – militantes del partido, guardianes del Poder Popular, miembros de la FAR y del MININT. Un fenómeno intrigante que tejía una red de favores y lealtades en la isla.
Rememoro el año de 1970, cuando, al frente de mi modesta morada, vivía el hijo de un coronel del ministerio del interior. Mes a mes, como un espectáculo de novedades y maravillas, desplegaba ante los ojos ansiosos de la vecindad un juguete diferente. Era un desfile de fantasías, que nos congregaba a todos los muchachos de la cuadra, ávidos de compartir aquellos instantes de juego y camaradería.
Nosotros, niños en nuestra inocencia, nos forjábamos la ilusión de que, por algún motivo especial, los Reyes Magos mostraban un afecto particular hacia aquellos vástagos más destacados de la ferviente juventud revolucionaria. En nuestras mentes infantiles, creíamos que se trataba de un reconocimiento a su excelencia y virtud.
¡Eran tiempos de inocencia y sencillez, tiempos en que ser hijo de mamá y papá era toda una declaración de vida! En aquel entonces, los regalos eran más que simples juguetes; eran símbolos de un estatus, pequeñas representaciones de un mundo más grande y complejo que se iba descubriendo poco a poco.