Un día 6 de enero

Por KuKalambe

A los hijos bitongos de la pinchería castrista cubana

Aquel año, 1970, los Reyes Magos no pasaron por todas las casas del barrio. Nadie lo dijo en voz alta, pero todos lo sabían. En la cuadra, solo tocaron la puerta de la casa de Eloy, el hijo del coronel del MININT, y dejaron frente a su puerta una caja envuelta en papel brillante, con cinta roja y una tarjeta que decía, en caligrafía mecánica: “Para el niño ejemplar del núcleo revolucionario”.

Desde hacía varios años pasaba lo mismo. Eloy recibía juguetes que ningún otro niño había visto nunca. Camiones eléctricos con faros que se encendían al moverlos, muñecos articulados que hablaban en ruso, trenes con pistas que formaban un círculo perfecto y emitían sonidos metálicos como si salieran de una fábrica real. El resto de nosotros mirábamos, nos acercábamos con cautela, tocábamos los juguetes un momento, a veces los empujábamos con la punta del dedo, y luego nos apartábamos, como si algo en ellos nos recordara que no nos pertenecían.

Rogelito, que vivía justo al lado de Eloy, en una casa de madera con techos de zinc que se levantaban con el viento, nunca recibía nada. Su madre, que trabajaba limpiando en un policlínico, siempre le decía lo mismo la noche anterior:

—Acuéstate temprano, hijo. Mañana no vamos a tener visita.

Yeny, que vivía al fondo, en el cuarto de una tía, decía que a ella los Reyes la habían olvidado el mismo año que su padre se fue para Angola y no volvió.

—Pero si querés te doy un pedazo de este cochecito que encontré en la basura —le dijo una vez a Rogelito—. Aunque le faltan las ruedas.

Ese año fue distinto porque a la mañana siguiente, antes de que Eloy saliera a exhibir sus juguetes como hacía siempre a las nueve en punto, alguien encontró una caja blanca frente a la casa de Rogelito. No tenía nombre, ni papel de regalo, ni tarjeta. Era una caja cerrada con una sola cinta gris. Nadie supo quién la dejó. Nadie dijo haberla visto llegar. Nadie lo creyó al principio.

Rogelito se quedó mirándola un rato sin abrirla, como si temiera que adentro hubiera algo que no debía tocar. Yeny bajó del pasillo corriendo, con el cabello suelto y las chancletas desparejas, y fue la primera en hablar.

—¿Y eso? ¿Te lo trajeron de verdad?

—Yo no sé —dijo Rogelito—. Yo no pedí nada.

—¿Y si es una trampa? —preguntó Yeny, mirándola como si fuera una caja de dinamita.

Eloy apareció justo en ese momento con su uniforme recién planchado y una caja de cartón en los brazos, llena de piezas que se ensamblaban para construir una ciudad soviética. Al ver a los otros dos parados frente a la caja blanca, se detuvo.

—¿Qué hacen? —preguntó—. ¿Y eso qué es?

—Apareció aquí —respondió Rogelito, encogiéndose de hombros.

—Eso no puede ser —dijo Eloy, acercándose—. Si no tiene etiqueta, no es del Comité. Además, tú no estás en la lista. Los Reyes no visitan casas sin ficha.

—Y sin papá —dijo Yeny, sin sonreír.

Rogelito abrió la caja delante de todos. Dentro había un vagón de tren, de metal opaco, sin ruedas, sin motor, sin rieles. Solo un vagón cuadrado, sólido, con una palabra estampada en un costado: AVANZAMOS.

Eloy soltó una risa seca.

—Eso es chatarra —dijo—. Te lo tiraron como burla. Seguro lo sacaron de algún almacén viejo. Eso no sirve. Los verdaderos juguetes vienen con manual. Y tienen origen. Eso ni es juguete ni es nada.

—Pero es mío —dijo Rogelito, sin levantar la voz.

Esa misma tarde, un hombre de guayabera blanca vino en bicicleta desde el Comité del barrio. Dijo que alguien había reportado un “objeto no autorizado” entregado en zona residencial. Preguntó por los padres, anotó nombres, miró la caja, miró el vagón, se lo llevó envuelto en un saco de yute y prometió que sería analizado por “las autoridades correspondientes”.

Días después, Eloy fue felicitado por su vigilancia. Rogelito no volvió a ver la caja. Yeny dijo que en la escuela una maestra preguntó si sabíamos algo del incidente y que mejor era no decir nada.

El próximo año, los Reyes llegaron otra vez a casa de Eloy, y esta vez con más ruido. Dos cajas grandes, una bicicleta plegable y un juego de construcción con piezas que se conectaban por imanes. A Rogelito no le llegó nada. Pero dibujó en una hoja el vagón que recordaba y le puso ventanas. Le añadió rieles de lápiz. Dibujó pasajeros en las ventanas, todos con ojos cerrados y manos en alto. Y luego lo escondió bajo su cama.

—¿Para qué dibujás algo que no vas a tener? —le preguntó Yeny.

—Porque si nadie más lo vio, es como si nunca hubiera existido —respondió Rogelito.

Eloy terminó yéndose del país con su padre el día que abrieron las embajadas. Yeny se fue con una prima a Cienfuegos, y nunca volvió. Rogelito creció. Se hizo grande. Vivió en la misma casa, con el mismo techo de zinc, trabajando de noche en una panadería.

A veces, en enero, deja una caja blanca frente a su puerta. No contiene nada. Pero tiene una cinta gris. Y él la mira, cada año, a la misma hora, como si todavía esperara que el vagón regresara.

—Si uno no olvida —dice—, puede que algún día el tren vuelva a pasar. Aunque no tenga rieles. Aunque no llegue a ningún lado.

Pasaron algunos años. Rogelito terminó la secundaria sin destacarse en nada, salvo en dibujo técnico, donde repetía, una y otra vez, el vagón sin ruedas que alguna vez fue suyo. Siempre con la palabra AVANZAMOS en mayúsculas, en el costado izquierdo, justo bajo una franja que parecía oxidada. No lo hacía por nostalgia, sino por costumbre. Como quien repite un gesto que le impusieron antes de saber lo que significaba.

Una vez, el profesor le preguntó por qué no agregaba locomotora ni vagones adicionales, por qué dibujaba siempre el mismo vagón detenido en el mismo lugar.

—Porque es el único que conozco —respondió Rogelito—. Lo demás no me sale.

Nadie más volvió a hablar del incidente de la caja blanca. Se había convertido en una anécdota sin forma, algo que los del Comité preferían no recordar y que los vecinos, por seguridad, fingían haber olvidado. Pero en voz baja, entre adultos, alguien una vez murmuró que aquello del vagón fue una broma cruel o un mensaje que se filtró sin permiso. Un regalo que no era regalo. Una forma de decir algo sin decirlo.

Fue Yeny quien, años después, ya de vuelta por unos días en el barrio, sentada en la acera frente a la panadería donde trabajaba Rogelito, lo dijo con palabras simples:

—Ese tren que te dieron… era una burla. No tenía ruedas y decía “avanzamos”. ¿No te parece una ironía demasiado exacta?

—No sé —respondió él, bajando la vista—. A lo mejor alguien allá arriba sabía que así estábamos. Quietos. Pero diciendo que avanzábamos.

—O tal vez fue un castigo. Por no ser de los suyos.

—O una advertencia.

—O una verdad disfrazada.

No volvieron a hablar del tema. Pero desde entonces, cada año, cuando llegaba enero, Rogelito no solo sacaba una caja blanca vacía frente a su puerta. Empezó a dibujar trenes más grandes, cada vez más incompletos. Algunos con vagones rotos, otros con pasajeros sin cabeza, otros con chimeneas que soltaba palabras y frases en vez de humo: sacrificio, esperanza, plan quinquenal, rectificacion de errores, el futuro nos pertenece.

Una madrugada, en la puerta de la panadería, mientras los hornos aún no se habían encendido y todo el barrio dormía, Rogelito encontró un papel doblado en cuatro. No tenía remitente. Solo una frase escrita a mano con tinta negra:

“El tren que no se mueve es el que mejor representa el rumbo.”

Guardó el papel sin decir nada. No lo mostró. No preguntó. Nadie se lo reclamó. Pero entendió que alguien más —quién, nunca lo sabría— había visto lo mismo que él, que la Revolución, la palabra que todos pronunciaban como si no pesara, iba en un tren sin locomotora, sin dirección y, sobre todo, sin ruedas.

Y que tal vez, ese vagón blanco de hace tantos años no fue un error de reparto ni una mala broma. Fue un símbolo. Un resumen. Un espejo pequeño que le dijeron que era un regalo, pero que en realidad era una sentencia.

Desde entonces, cada 6 de enero, Rogelito dibuja el mismo tren y lo pega en la vidriera de la panadería, entre panes de sal y carteles de precios. Nadie le dice nada. Algunos lo miran. Otros lo esquivan. Pero siempre hay un niño que se detiene, lo señala, y pregunta en voz alta:

—¿Por qué ese tren no tiene ruedas?

Y Rogelito, sin levantar la voz, responde siempre lo mismo:

—Porque ese tren no va a ninguna parte. Solo dice que sí.

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