«Little Big Man»

Por: Rafael Piñeiro López

Cuando Arthur Penn rodó Little Big Man (1970), se encontraba en el peak de su período creativo y Dustin Hoffman en su prime. La cinta, basada en una novela de Thomas Berger, es para mí una de las grandes obras de Penn, a la altura de Bonnie and Clyde, incluso. ¿Por qué? Pues porque es una pieza de las más entretenidas que puedan verse, une especie de quinta esencia del divertimento, un prístino ejemplo de lo que es y debe ser el cine; un filme que desternilla al más adusto y que, sin embargo, hace llorar al más robusto. También, debo decir, es uno de mis papales favoritos de Hoffman, por la gran cantidad de matices que tuvo que abordar y, sobre todo, por su inmensa capacidad revelada de hacer reír y de emocionar al mismo tiempo. ¡No es cosa fácil!

Little Big Man es una comedia exquisita y divertida, sarcástica y corrosiva, una especie de Forrest Gump de la era hippie. Pero también es sensitiva y humana, y tierna y bondadosa. A pesar del espíritu revisionista que muchos le achacan, y que probablemente tiene, lo cierto es que el tratamiento del indígena esbozado por Arthur Penn no difiere demasiado, en un final, de aquella emblemática Hondo de Farrow y Wayne, por ejemplo. ¿Hay acá un alegato en contra de la guerra? No lo tengo muy claro. Más bien, parece haber una exposición de hechos donde algunos son peores que otros, tal y como corresponde a la naturaleza humana.

No obstante, en contra de esta obra de Penn está el hecho de que quizás intenta abarcar demasiado terreno y su sátira se ensaña, en ocasiones, en el redil erróneo. Y, sin embargo, aun así, ¡qué maravilla esas escenas entre Joe Crabb, el pequeño gran hombre, y el jefe indio Old Lodge Skins! Eso, amigos míos, es verso verdadero. A los poetrastos del patio que deambulan con sus libracos debajo del sobaco, se las recomiendo como material de estudio…

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