La voluntad de ilusión como condición de la existencia (Introducción)

Por Pablo Javier Pérez López

¡El poeta que sabe mentir / a sabiendas, voluntariamente,

/ es el único que puede contar la verdad!/

Fernando Pessoa

La ilusión metódica, el optimismo epistemológico heredero directo de una modernidad moribunda terminará, quizá, en un irracionalismo nietzscheano o no, que ha alcanzado a significar que la vida, la metafísica, el lenguaje, la filosofía y la ciencia no son posibles sin concepciones falsas o imaginarias. Sin la aceptación de la fantástica animalidad de nuestra especie, sin el miedo a nuestra esencial capacitación y práctica imaginativa para enfrentar el mundo, nos quedamos reducidos a esclavos de una certeza sonámbula, a una divinización sapiencial, al dominio, despótico, absurdo y sobre todo vacío de un antropocentrismo profunda y paradójicamente enajenador y deshumanizante.

El camino desde la hybris moderna hasta nuestra humilde aceptación de nosotros como un animal fantástico, o al menos uno de ellos, un camino profundo y certero comenzó en Nietzsche, que con su afilada y elegante hoz retórico-vitalista descubrió a los ojos aletargados, legañosos y olvidados de asombro y animalidad centelleante, el camino de regreso de la montaña perdida de la Razón al valle fértil, verde y ensimismante de la imaginación, de la fantasía, enmarañada irremediablemente en la vida del animal humano; hablamos de esa fantástica animalidad, de esa animalidad fantástica.

El hombre ha sido recientemente humillado, ha sido golpeado por tres grandes humillaciones que explicita muy bien Safranski: “La humillación cosmológica: nuestro mundo no es más que una de las innumerables esferas que pueblan el espacio infinito y sobre el que se mueve una capa mohosa de seres que viven y conocen. La humillación biológica: el hombre es un animal en el que la inteligencia sirve, exclusivamente para compensar la falta de instintos y la inadecuada adaptación al medio. La humillación psicológica: nuestro yo consciente no manda en nuestra propia casa”. Desde Nietzsche, con sus lecturas, rehabilitando sus veredas desde nuestras circunstancias e inquietudes aparece muy sugerente ahondar en esta intuición esencial referida a la ilusión. Y más concretamente a la ilusión como condición y necesidad para el existir. Como necesidad biológica, la necesidad de representaciones ilusas e ilusionantes, fantasmagóricas, apariencias que posibilitan la conquista de nuestro existir. Este camino enlaza con cuestiones adheridas al origen del filosofar y encuentran la tensión poético-filosófica como indagación inevitable.

La gran indagación de la arqueología nietzscheana supone acceder hacia el rostro serio y agrio de un olvido enquistado en la vida humana: el conocimiento es desconocimiento, el saber, ignorancia: la arquitectura lingüística (conceptual) y a su vez, la subsiguiente técnico-racional se levantan sobre movedizos cimientos: sobre creencias, sobre poemas: sobre poesía. (qué dolor debe sentir al leer esto un matemático, un hombre de ciencia moderno, alérgico a la jovialidad poética y trágica, quizá, sin duda, la misma que siente el poeta que participa de la pulsión nietzscheana al ver cómo esos a los que Unamuno llamaba los hidalgos de la razón, no tienen conciencia de la imposibilidad de la vida sin ilusión, de la que se vive, sobre la que se vive).

El planteamiento de fondo de la filosofía nietzscheana es evidenciar, reflotar este olvido, no para rasgarnos las vestiduras, las conciencias o las ingentes cantidades de tratados matemáticos sino para, precisamente sabernos mentirosos. Para poner encima de la mesa, una vez depuesto el optimismo epistemológico, la falsedad como condición de la existencia, la necesidad de la metáfora para palpar la realidad. Es éste el gran espanto causado por Nietzsche como continuador de Arthur Schopenhauer, del descrédito irracionalista, decirnos que somos poetas, en la mayoría de los casos malos poetas, que no podemos desmenuzar la esencia del mundo sino sólo vivirla a nuestro través, animalidad no diseccionable.

Arrojarnos de nuevo al Misterio, a la Aurora, a la sombra original donde nacimos una primera madrugada que olía a recién pintado. Esta es una humillación radical para los grandes racionalistas, que aún, ciegamente, creían en la razón sin aceptar su creencia habiendo trepado al limbo de un endiosamiento deshumanizador, que somete al individuo, a su creencia consciente, a su libertad y a su palpitar de vida y brinco.

Frente a la humillación sentida por los obstinados modernos, los artistas, los desnudos artistas y poetas reciben esta pulsión como la más acertada que nunca leyeron o escucharon, supone pues, un pronunciamiento sugerente para el ejército de poetas posrománticos, vitalistas y sabedores de su fingimiento (El poeta es un fingidor dijo Fernando Pessoa) que ya sabían y gritaban por los rincones y las calles oscuras que ¡El poeta que sabe mentir / a sabiendas, voluntariamente, / es el único que puede contar la verdad!

Por tanto, ahondamos en la reconfiguración de la máscara, como condición de una existencia que se hunde en el abismo profundo de la voluntad, rescatando para la vida para la filosofía, ya que curiosamente pensando, los académicos se habían olvidado paseando por los silogismos y las argumentaciones, de nada menos que  de vivir. De vivir, de beber, de parir, tres verbos que pueden simbolizar la actividad humana evidenciando que además del pensar, existe el pensar viviendo y poniendo de manifiesto, la imposibilidad de limitación fronteriza entre la vida queriendo por nosotros y el nosotros queriendo. (vida vs. Conciencia, realidad vs. deseo).

Desde esta perspectiva que exponemos, que ya habrá provocado la indigestión a no pocos lectores, nos afirmamos con Antonio Machado en que los grandes filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas, que tejen unas mentiras útiles y sonoras que sugieren, que dicen muy despacio, que salvan, que festejan su redención en la apariencia, en el arte como máxima expresión de la dignidad biológica. El problema estará aquí, en destripar, en descoser los procesos epistemológicos donde reside toda la problemática a nivel metafísico, artístico y moral. Se trata por tanto, es por tanto, la filosofía nietzscheana un toque de atención para las conciencias difusas, una sugerencia liberadora, un hundirse desde la idea hueca de vida, en la intuición, en lo que él mismo denominó los pensamientos caminados.

El objetivo es avanzar en la conciencia deslindándose de la tiranía de ideales extraños, agarrándose sin pudor alguno a las caderas de la vida en oposición al ascetismo platónico-cristiano-shopenhaueriano-romántico que suponen la negación del propio yo en el espíritu del rebaño en una mistificación de la debilidad y de la represión de los instintos, es decir la negación del cuerpo a través de una cultura encadenante. El proceso de liberación nietzscheano será el artístico que necesita, como hemos apuntado, un esfuerzo autocrítico y autotransformador, una reconducción de la autoconciencia, una afirmación en la individualidad, una vuelta a las cosas mismas, despojadas ya de sus ropajes conceptuales, un ir de la vivencia al concepto y no al revés, un re-crear y re-creer, un volver a enfrentarse al mundo, una invitación a volver a masticarlo como hicieron los hombres de los primeros tiempos en la época del nacimiento de la ensimismación y el mundo interior: Revivificarnos descosiendo las palabras, volver a vivir antes de pensar.

Entendemos pues que, en cierta forma subyace a la intuición nietzscheana como elemento fundamental una afirmación poética que, sin duda alguna, entronca con la ya vieja querella entre el encuentro poético y la búsqueda filosófica; entre la raíz instintiva del conocimiento y la pretendida racionalidad, entre la sugerencia estética y el concepto, entre la voluntad bruta, la esencia mundana que el artista trata de sondear y fotografiar mediante reflejos y el optimismo científicoracionalista que sabe y explica todo, sin contentarse con la significación, mediante una referencia directa y una concepción naturalista, especular, un ingenuo realismo que confunde las palabras y las cosas. Estas dos perspectivas quedarán ensambladas en un juego de interfecundidad en la filosofía nietzscheana, que no reniega de la racionalidad en sí sino de su absolutización e independencia del vivir (y del vivir-se), son tres los niveles fundamentales desde los que palpar esta tensión; epistemológico, metafísico y estético: una tensión que recorre la obra de Nietzsche como punto de inflexión de la modernidad donde se ha roto definitiva.

Una cultura encadenante identificada plenamente con la europeamente la creencia en la posibilidad de conciliación del ser y la apariencia. Es el estético el escenario donde, precisamente, como terreno común, nace y se cruza la crisis, la tensión existencial que apuntábamos; dicho de otra forma: es la experiencia estética el lugar de la crisis porque es experiencia de lo trágico. Las palabras escritas por Nietzsche están escritas con las entrañas y el cuerpo, él mismo afirma no escribir con el alma sino con el cuerpo, admite no saber lo que son los problemas puramente intelectuales y escribir con todo su cuerpo y en definitiva con toda su vida como una gran pluma impregnada de vivencia profunda, la pasión instintiva de sus trabajos se muestra en el punto de partida de su escribir: la intuición trágica de la existencia. Escribe con su propio pulso, sus textos son sugerencias y gritos de vida, escritos desde la vida y que gritan vida, que revelan olor a sudor y ritmo de intensidad eternizante.

Las palabras no están ya limpias, asépticamente distribuidas por el serio papel, sus escritos son la pretendida sutil objetivación menos objetivada de una voluntad que lo atravesaba con una fuerza desmedida que ni cien elefantes sintieron en sus adentros.6 Las resonancias epistemológicas, metafísicas y estéticas de esta nueva religiosidad de lo corporal y de esta concepción de lo que es, del ser, de lo que heideggerianamente podemos llamar ente, como voluntad, como afección, como pulsión, sentimiento, afección, de esta filosofía apasionada y encarnada en la que esta embriaguez es la gran fuerza biológica, fisiológicamente creadora para la que la ficción, la máscara, la mentira desvinculada de legitimación moral se hacen necesarias para perseverar, para existir desvinculándose de la afirmación del mundo verdadero opuesto antagónicamente al de la apariencia, el bajo mundo de artistas y poetas trágicos.

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