Por Mirko Mistral
Solamente desde un centro de actuación se podría dar vida al aforismo de Schiller que sugiere que la «historia del mundo es el juicio universal«. No obstante, en primer lugar, no deberíamos aspirar a transponer la ira sagrada a la historia terrenal, sino más bien a cosecharla en la eternidad. Este es el preludio: la venganza de Dios contra el mundo secular. Aunque es un hecho que la globalización de la ira debió pasar por una extensa fase teológica inicial antes de ser transmisible a nivel mundial, nos encontramos en un estado de perplejidad que da lugar a una dificultad fundamental de comprensión.
Hemos intentado, en un primer momento, abordar por qué le resulta incomprensible a la mente del hombre moderno la ira de Aquiles como uno de los componentes de la época homérica. Los siguientes apartados, de manera análoga, exploran el profetismo documentado en la Biblia acerca de la ira en el judaísmo, así como la teología de la ira de raíces cristianas, influenciada por la escolástica y el puritanismo. Para la audiencia contemporánea, apreciar la ira del Dios único, tal como se la enseñaron los exegetas en el apogeo de su autoconciencia monoteísta, resulta prácticamente imposible.
Afirmar que podríamos eludir un retroceso hacia la historia más antigua del horror metaphysicus argumentando que el islamismo actual ofrece lecciones adicionales sobre cosmovisión sería un error en toda regla. La ola de violencia personificada por los islamistas arroja luz, de cualquier forma, sobre las representaciones contemporáneas más recientes de la figura del Dios iracundo y del celo divino, conocidas desde los días del judaísmo antiguo. Esta ola de violencia se silencia cuando nos preguntamos cómo pudo Dios ser atribuido con el rasgo de la «ira».
Para comprender verdaderamente la doctrina de la ira de Dios, sería necesario otorgar un significado literal a dos conceptos que, desde una perspectiva metafórica, siguen siendo relevantes: Gloria e Infierno. A pesar de todos los esfuerzos, a nuestros contemporáneos aún les resulta imposible dar concretud al contenido de estas expresiones que, en tiempos pasados, señalaban los extremos de las alturas y profundidades en un mundo marcado por la presencia de Dios.
Si un hombre moderno fuese capaz de abordar estos conceptos con la gravedad metafísica adecuada, tendría que explicarlos siguiendo la aterradora inscripción que se encuentra sobre la puerta del Infierno de Dante y proclama la eternidad: «Hízome la divina Potestad, el saber sumo y el amor primero». La imposibilidad de aceptar estas aterradoras palabras de manera deliberada nos da una idea de la quimérica naturaleza de la tarea que se nos propone, una tarea que, en nuestra opinión, ya no tiene solución.
Reconocer esta dificultad implica sopesar el precio del monoteísmo. Afirmamos con antelación que este precio se ha pagado mediante dos transacciones, siendo difícil determinar cuál de las dos fue más letal: por un lado, la irrupción del resentimiento en la doctrina de los recién llegados; por otro, la interiorización del terror en la psicagogía cristiana.
Antes de aventurarnos en estas zonas turbulentas, debemos intentar mitigar la censura del espíritu de la época, que ha excluido de las conversaciones serias entre las personas ilustradas todo tipo de teologías. Como se sabe, en Europa, hablar de Dios en la mesa se considera impropio desde hace más de ciento cincuenta años, a pesar de los rumores ocasionales sobre el resurgimiento de la religión.
El ingenioso dicho de Flaubert en la entrada «conversación» de su Diccionario de lugares comunes, que reza «La política y la religión deben ser excluidas», sigue siendo una característica de esta situación. Podemos debatir sobre la «revitalización» de lo religioso, todo lo que queramos; sin embargo, la realidad es que en este mundo desencantado, el malestar ha desterrado cualquier creencia en lo trascendental y en lo divino. Aunque, en ocasiones, Juan Pablo II expresara con melancolía que los hombres en Europa viven como si Dios no existiera, su perspectiva era más una respuesta a las circunstancias reales que a las conspiraciones de los criptocatólicos en el suplemento cultural alemán, quienes podrían elegir al Señor del cielo como la personalidad del año.
En la prédica del cristianismo, se enfatiza que en el mundo secular, esta figura ya no es aceptable desde hace tiempo, y lo que es más, carece de credibilidad. Solamente puede ganar seguidores a través de canales especializados; ¿por qué no a través de canales sectarios? Esta afirmación podría provocar la protesta de algunos representantes de la Iglesia que no quieren admitir que la Iglesia tiene el estatus de un mero competidor en el mercado de las comunicaciones, como si la fe en el Redentor se asemejara a una afición por las películas de terror o a la cría de perros de pelea.
Esta reticencia es comprensible, pero no cambia la existencia subcultural de la cuestión cristiana. De todos modos, esta cuestión no se puede medir a través de análisis sociológicos o estadísticas. La extrañeza del Evangelio para el público actual va más allá de la confesión de Pablo de que la palabra de Cristo es un escándalo para los judíos y una locura para los griegos. Va más allá de la locura, el escándalo y su carga de angustia; representa la naturaleza de lo religioso en la era contemporánea. Desde la Ilustración, el ser humano ha tenido que superar una serie de obstáculos para abordar la pregunta seria sobre el «Ser supremo que veneramos». Los teólogos alertan con acierto sobre el «momento histórico de alejamiento de Dios» en el que vive el hombre moderno. No obstante, incluso la elección de palabras es incorrecta.
El problema en la relación entre Dios y la humanidad no radica en que estén demasiado distantes entre sí. En realidad, si Dios se acercara demasiado, la humanidad se vería forzada a tomar en serio sus propuestas. Ningún atributo del Dios teológico ilustra esta realidad más que el más inquietante de todos: su ira. Dicho esto, desde el principio, la tesis que sigue debería resultar obvia: la atención global, aparentemente una prueba sólida de un resurgimiento de la religión o incluso de una nueva religiosidad, centrada en la muerte del Papa Juan Pablo II y la elección de su sucesor, Benedicto XVI, en abril de 2005, tiene en realidad poco que ver con el aspecto religioso del cambio en el Vaticano.
Continua…