Los muertos y la risa sardónica

Por Spartacus

Hegel, en los albores del siglo XIX, desató un vendaval intelectual al proclamar: «el arte ha exhalado su último aliento». Por qué lo pronunció, ignoro. A finales de esa centuria, emergió el perturbado Nietzsche y decretó: «Dios ha muerto». Los hombres lo han aniquilado. El arte y Dios sucumbieron. Así, con esta trágica y suspensiva hermenéutica, se inauguró el siglo XX. Dadá, como engendro introvertido, es el producto de estas monstruosidades apocalípticas. La muerte se fugó hacia el espacio gnóstico.

En 1927, un joven alemán sentenció que «el ser está destinado a la muerte». El egipcio en el psicoanálisis vela por la eternidad tras el deceso. La muerte, afirma Freud, es un bien necesario. Morir es vivir. Y precisamente con la muerte del «ser» y el bien necesario, a principios de los años noventa, un japonés norteamericano asesina a la Historia sin piedad. El ataúd y la necrópolis son los títulos de todos los crímenes cometidos en este contexto de desgracia hermenéutica poshistórica.

Ahora todo se ha detenido. La humanidad ha sido privada del Arte, de Dios, del Ser y de la Historia. ¿En qué podemos apoyarnos ahora? Para colmo, en esta situación de desarme, surgen amenazantes en el horizonte los Power to the people, clamando: «la política, la próxima víctima». La democracia ha perdido la fe en los políticos. ¿Quién será el siguiente? ¿El cuerpo o el espíritu?

¿Quién se convertirá en el nuevo asesino? Existe la sospecha de que, tras el aparente victimario, se encuentra una narratología que busca evitar a toda costa «la muerte del hombre». Antes de que emerjan el futuro asesino y su víctima, en todas partes se predica el eslogan mesiánico: «la muerte no existe». El miedo es la muerte camuflada.

El alemán con su bigotito y rector de la Universidad de Friburgo en 1933 realizó un cálculo espiritual que fue incomprendido por la ignorancia mortuoria de todos: «la muerte existe en la medida en que la existencia ‘auténtica’ se puede alcanzar mediante un ‘adelanto’ de nuestra propia muerte y un retorno desde el límite temporal último al ahora actual».

La muerte, inevitable en su naturaleza, acelera el tiempo cultural para poner fin a todas las cosas. Pero esta muerte está amenazada por un espectro ausente asesino que ya se insinúa con deleite: la asesina risa sardónica. Ríete que te queda poco…

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