La risa sardónica del sirviente (una historia sobre el entusiasmo)

Por Galan Madruga

Bajo los turbios momentos que envolvían a la República, la necesidad de una reestructuración psicológica se alzaba como una imperiosa demanda entre aquellos que habían sido derrotados. En medio de la vorágine política que asolaba la nación, la exaltación se amalgamaba con el renacimiento para facilitar su misión de insuflar la ilusión de que, de vez en cuando, los roles entre los de arriba y los de abajo podían intercambiarse.

Alberto Baesa Flores, testigo ocular de la revolucionaria situación de 1959, relata en Las cadenas vienen de lejos un episodio que confiere un significado profético a la risa de aquellos humillados y ultrajados.

La escena transcurría el 31 de diciembre de 1959, en una mansión de gran distinción, en la Quinta Avenida de La Habana, justo durante la hora de la cena, pasada la medianoche: la familia Rubarcada, propietaria de importantes ingenios azucareros en Oriente, se hallaba reunida alrededor de la mesa. De pronto, en medio de la apacible velada, la radio comenzó a anunciar que Fulgencio Batista había abandonado el país y que los rebeldes vestidos de verde olivo habían tomado el control de las ciudades.

Los comensales se estremecieron y sus semblantes se ensombrecieron, pero a un joven sirviente proveniente de los barrios humildes de La Habana se le escapó una sonrisa. Fue despedido de inmediato. ¿No se ocultaba acaso en esa sonrisa el auténtico espectro del futuro socialismo y del comunismo en Cuba? ¿No era esa sonrisa la que atemorizaba a la burguesía cubana… y al señor Rubarcada? ¿No brillaba en la cara del sirviente el fervor que constituye el espíritu de la liberación? Como la espuma entusiasta que se alza sobre la cresta de la ola de los acontecimientos, demostrando una y otra vez que todo puede ser radicalmente distinto a lo que anticipan los satisfechos señores del día.

En el teatro de la historia, donde lo contemporáneo asume el papel del juez sobre el escenario del pasado, se ejecuta la sentencia del presente en los momentos críticos. Por un instante, el sirviente, con su sonrisa delicadamente evidente, se alinea discretamente del lado de los rebeldes, del lado del triunfo revolucionario, ante cuyo juicio los comensales de la mesa se estremecieron con razón.

La posteridad apenas nota si en la pequeña y entusiasta diversión de la risa sardónica del sirviente se insinuaba ya el germen del odio de clases o, más bien, el fervor anticipado por los tiempos turbulentos que resonaban estruendosamente en las calles.

¿Sonreía el sirviente anticipando conversaciones nocturnas con los rebeldes? ¿O acaso visualizaba la escena en la que el señor Rubarcada lo servía a él mismo en la mesa? Sea cual sea el motivo, esa sonrisa sardónica no necesitaba ya ningún pretexto apocalíptico. Los acontecimientos presentes proporcionan al narrador Baesa suficientes revelaciones para vislumbrar el futuro a partir de la furia del presente.

Cuando la voluntad revolucionaria se convierte en un guion de acción moldeado y debe perdurar a lo largo de extensos períodos de tiempo, una psicopolítica explícita se vuelve indispensable, tanto interna como externamente. Esta tiene la encomienda de rechazar, mediante la creación de una reserva de ira, las tentaciones depresivas que inevitablemente surgen después de los reveses políticos: recordemos, por ejemplo, la Guerra de los Diez Años. el fracaso de la Guerra Chiquita, la revolución de 1895 pospuesta de Martí, la Revolución del 30 se fue abolina.

El sendero correcto parece ser el establecimiento de una conexión sólida entre el entusiasmo y la militancia. En una carta de la prisión de Berlín, fechada el 28 de diciembre de 1916, Rosa Luxemburgo dirige palabras que trascienden el tiempo y se erigen en un canto dinámico-afectivo, comparables a los destellos del sirviente habanero, aunque con una riqueza orquestal más amplia. En este credo desesperado y valiente, revolucionario y humanista, hallamos un eco que resuena en los anales de la militancia de izquierda.

Desde los primeros trazos de la carta, la reclusa desgrana su firme disgusto hacia el tono lacrimoso que impregna las líneas de su amiga en una reciente misiva.

“En lo que a mí respecta, me he vuelto dura como el acero afilado, yo, que nunca fui blanda, y de ahora en adelante no haré la más mínima concesión, ni políticamente ni personalmente […] ¿Es eso suficiente como felicitación de Año Nuevo? Entonces, intenta seguir siendo humana […] y eso significa: ser firme, clara y feliz; sí, feliz a pesar de todo, porque el lloriqueo es una cuestión de debilidad.»

Este singular testimonio revela que no solo fue la burguesía la que prohibió la melancolía en su marcha segura hacia el progreso triunfante, como Wolf Lepenies detalló en su clásico estudio Melancolía y utopía en 1969, sino que incluso entre los líderes burgueses del movimiento proletario-revolucionario, se impuso la prohibición del lastimero autocompadecimiento.

Cada atisbo de autocompasión roba vigor a los actores de la revolución mundial, dilapidando su energía en aras de la noble causa. En este contexto, resulta revelador lo que Rosa Luxemburgo escribió a Jenny Marx, antes Westphalen, cuya angustia emocional, crónicamente abrumadora, Karl Marx confidenciaba a su amigo Engels en noviembre de 1868:

«Desde hace años, mi esposa… ha perdido completamente su equilibrio espiritual y aflige mortalmente a los niños con sus lamentos, su irritabilidad y su mal humor».

Con el amargo conocimiento del fracaso del gran experimento soviético y la caída del muro de Berlín, Fidel Castro intentará avivar de nuevo el fervor y la alegría revolucionaria, aunque ya no en nombre del proletariado, que durante mucho tiempo, bajo la bandera mesiánica, malinterpretó su papel como colectivo forjador de historia impulsado por el entusiasmo.

De ahora en adelante, los nuevos protagonistas de la alegría y el entusiasmo militante deberían ser los ostinados, aburridos de la vida a los que se les conoce como multitud. Castro creía vislumbrar en ellos una risa con un futuro prometedor, una risa pobre y desterrada que lograría emanciparlos definitivamente de todas las servidumbres impuestas por las relaciones existentes.

Charlie Chaplin ofreció un modelo al vincular de manera subversiva la pobreza, la melancolía, el aburrimiento, la falta de sentido en su película Tiempos Modernos. Tras el desvanecimiento de la revolución mundial, parece que a la militancia eterna solo le queda la “risa” sardónica de aquellos que, en realidad, no tienen motivo alguno para reír.

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