La relación arte y filosofía

Por Coloso de Rodas

A punto de celebrarse el centenario de esta publicación (1922), Ediciones Exodus lo reeditó. Un libro sobre la relación «filosofía-literatura», un recordatorio para los escritores de hoy, de mermelada y positivistas (la escritura por la escritura, el arte de escribir sin contenido y la palabrería profunda). Este modesto ensayo pretende hacer justica a la prístina idea de Alberto Lamar, un pensador con dotes literarios que aprovecho en su tiempo el aporte francés de la critica y teoría literaria. Lo que sigue no guarda una relación concreta con el trabajo de Lamar, pero justifica y apoya teóricamente su veredicto acerca de la ciencia poética.

Lamar escribe: Las rutas paralelas (Crítica y Filosofía) son los caminos del corazón y del cerebro. Siempre marchando en la misma dirección, siempre evolucionando en él mismo sentido, cambiando al unísono, pero levando rutas paralelas. Nuestro sentimentalismo y nuestra reflexión, no se unen nunca. De esa desunión nace el dolor que nos acompaña en el éxodo que llevamos hacia no sé qué ignotas regiones. Por un lado, van nuestros sueños. Por otro, paralelamente, va nuestra reflexión. No se confunden jamás. Yo, al menos, nunca he logrado unir en un mismo sendero, lo que soñé y lo que fue real. Mi sentimentalismo ha estado reñido siempre con mi reflexión. Debe ser porque he soñado mucho. Es una obra que carece de hilación. A veces resultará paradójica, como una página de Unamuno. Pero hay en ella grandes inquietudes, algunas esperamos prematuramente marchitas y otras que empiezan a florecer ahora. Es así, porque es mi espíritu. 

Empecemos…

Las relaciones entre las distintas ciencias y la filosofía se establecen fácilmente, y el diálogo muestra a veces una cierta comprensión mutua. Sin embargo, en cuanto uno se aventura a situar la filosofía en su relación con el arte, surgen muchos malentendidos por ambas partes. Más aún cuando se trata de rastrear la influencia o incluso el desarrollo del pensamiento filosófico en una obra de arte: ambas partes tratan de salvaguardar, la una, su supremacía sistemática, la otra, su autonomía y, a menudo, su aparente gratuidad absoluta. A algunos les puede parecer incluso imposible mantener un vínculo positivo entre la filosofía y el arte, cada uno de los cuales, al parecer, prosigue su labor en direcciones divergentes, según un ritmo y unos acentos que le pertenecen exclusivamente.

«Durante mucho tiempo, todo sucedió como si existieran entre la filosofía y la literatura, no sólo diferencias técnicas que afectan al modo de expresión, sino también una diferencia de objeto», escribió Maurice Merleau-Ponty en un capítulo de Sentido y sinsentido titulado La novela y la metafísica. El arte y la filosofía, como manifestaciones propias, se sitúan desde el principio en niveles diferentes y aparentemente ajenos: el primero se ejerce en el plano de la creación y el segundo en el del conocimiento.

Sea cual sea la comparación que se quiera hacer entre la filosofía y el arte, dejemos claro en primer lugar que no se trata de introducir en la obra de arte funciones que le son ajenas. Querer una obra que se justifica por el hecho de que razona o moraliza no es querer una obra de arte. Estas funciones pueden contribuir al arte (o más bien pueden formar parte de él de forma implícita) en la medida en que están vinculadas a la expresión artística, en la medida en que se integran en una perspectiva de la que son sólo uno o algunos componentes. De lo contrario, usurpan su papel y sólo pueden ahogar el arte. La comunión entre las actividades artísticas y filosóficas debe situarse mucho más allá de este tipo de relación artificial.

Todo el contenido del artículo (p. 243-267) subraya el hecho de que el arte se sitúa en el nivel del hacer, a diferencia de la metafísica, que es del orden del conocimiento. Etienne Gilson retomó esta idea en todas las obras posteriores que dedicó al problema del arte, en particular en su Introducción a las artes de la belleza.

Si consideramos los fundamentos de estas diversas operaciones, debemos coincidir en un punto de encuentro, aunque sólo sea en su fuente, el hombre, y en el entorno en el que se ejercen, el mundo. Porque, en definitiva, tanto el arte como la metafísica no son sino manifestaciones del dinamismo espiritual del hombre inserto en el universo, y como tales están marcadas por las características humanas y sujetas a los límites y exigencias de la actividad humana.

Así, encontramos en la base de la metafísica y en todo su desarrollo la presencia del ser concreto del universo. Así, la función que se ha asignado a la actividad artística, la creación, se concibe más bien como una recreación que como una creación pura y simple en el sentido estricto del término (sin por ello desviar al arte de su ordenación esencial a la producción de la obra, única y nueva). Y los elementos que participan en esta recreación sólo pueden venir del mundo a través de la presencia del hombre.

Es aquí donde se hace necesario separar el arte de lo que no es: una creación pura o un modo de conocimiento especulativo. Sin embargo, se define como una determinada creación en la que intervienen ciertos elementos de conocimiento. A riesgo de simplificar demasiado, diríamos que el artista primero interioriza el universo en el que está presente de un modo particular, ya que transforma los elementos conocidos según su subjetividad y los fija en una nueva disposición; a través de este orden original, a través de

En la fase de producción, aparece un significado antes inexistente, el de la propia obra. Por tanto, antes del acto creativo propiamente dicho, interviene un acto de conocimiento. Este acto, de carácter privilegiado, a la vez receptivo y generador, es el poder que acumula. Es una actividad que va más allá de la mera imitación o la pura receptividad; es la actividad que fructificará en la creación de la propia obra: la presencia del artista en el universo, participando al mismo tiempo del conocimiento y de la intuición creativa que alimenta y a la que se dirige por completo. Estamos en presencia de una «ciencia poética»: una ciencia poética que difiere de las ciencias teóricas.

 Maritain habló de las tres epifanías de la intuición creadora: la intuición creadora en el inconsciente espiritual, la intuición en el trabajo en estado de virtualidad y la intuición en el estado de trabajo. Conviene subrayar que, aunque nos ocupemos aquí del aspecto del conocimiento, el corazón del arte sigue siendo para nosotros la obra en sí, es decir, el artista ya no se vuelve hacia el mundo sino hacia la obra a producir, la obra eclipsa la presencia de su autor.

Es, pues, en la raíz donde el arte comunica al conocimiento y donde puede establecerse el diálogo entre los dos órdenes, arte y filosofía. Según su tendencia más natural, la filosofía adopta la visión de conjunto, la actitud explicativa. El arte, en cambio, se centra en la existencia singular en la riqueza de su singularidad y en la trama de sus detalles; hace explícito lo singular, lo pone en evidencia. Pero esta realidad única que el artista crea es al mismo tiempo una revelación de algo más grande que ella misma es el resultado de un conocimiento que la sitúa en su relación con el mundo y con el sujeto creador, surge de un hombre que se hace numeroso y presente en el universo.

Al igual que la fruta revela en su sabor la tierra y el clima que la nutrieron, la obra llevará la huella del mundo y del sujeto del que nació. La pintura más aparentemente objetiva, como la de la tradición oriental clásica, en la que toda la atención se fija en la cosa en sí, no puede dejar de estar marcada por el espíritu que la concibió y, a través de este tema, por la percepción global del mundo que le es propia.

El arte más subjetivo en su objetivo no puede dejar de llevar en sí mismo una referencia a este mundo en torno al cual se rodea el sujeto o, al menos, a esta imagen del mundo elaborada en el artista. Y el peso, el papel, el valor, el colorido de esta realidad recreada son otros tantos indicios del orden del que sólo es una extensión. Los elementos utilizados para la recreación no sólo llevan la marca del universo del que proceden, sino que se convierten, en la obra, en la expresión misma de la visión del universo propia de quien crea o, mejor dicho, de quien recrea en función directa de esta visión. «Los paisajes y las estatuas que se acumulan en los museos son fragmentos de un mundo cargado de significado espiritual y constituido únicamente para expresarlo».

La obra se convierte entonces en un atisbo de visión, un explicitación de lo singular en el contexto de lo múltiple. «En aquellos que se creen más cercanos, más fielmente realistas, llega un momento en que la poesía de lo real interviene, saturando sus cuadros, casi elevándolos a una especie de irrealidad.»

Lo que se imita -o se da a conocer visiblemente- no son las apariencias naturales, sino la realidad secreta o transparente a través de las apariencias naturales. Este carácter de comunión con un todo inteligible no tiene nada en común con el hecho de asignar una función a su modo específico de inteligibilidad. La posibilidad de un punto de contacto con la filosofía debe situarse en la propia obra y en sus propios elementos, como señalaba Merleau-Ponty a propósito del arte cinematográfico: «La idea está aquí plasmada en su estado naciente, surge de la estructura temporal de la película, como en un cuadro de la coexistencia de sus partes». La alegría del arte es mostrar cómo algo llega a significar, no por alusión a ideas ya formadas y adquiridas, sino por la disposición temporal o espacial de los elementos.

Tanto en el nivel de la obra misma como en el del acto inicial de conocimiento que está en su origen y la alimenta con los datos de su recreación, el arte participa, a través de la obra y del artista, en el conocimiento de todo el universo. Y este mismo conjunto, esta misma visión global, constituye la base y la estructura del pensamiento filosófico, que sistematiza y lleva a su punto último las cuestiones que el arte ha sabido hacer suyas de otra manera. Porque es la mente la que crea y conoce.

La apertura a una visión global puede detectarse en todas las formas de arte, pero parece ser más explícita en algunas de ellas, especialmente en la literatura. Se reconoce no sólo como una inteligibilidad inherente a la constitución de la propia obra, sino también como una función significante intrínsecamente ligada al material de la obra.

En el caso de la mayoría de las otras artes, los elementos que componen el material de la obra, cuando se insertan en ella, se liberan del significado al que podrían haberse adscrito en el plano de lo pragmático, para conservar únicamente su valor esencial de color, sonido o línea: «Un sonido es un sonido y no un símbolo», decía Stravinski. En el caso de la literatura, en cambio, es imposible que la palabra y la frase se desprendan completamente del significado que les impone el sistema de relaciones cotidianas.

Roland Barthes describe la relación del significado literario con el significado del lenguaje como la de un sistema parasitario. «La idea de la literatura (u otros temas que dependen de ella), escribe, «no es el mensaje que recibes; es un significado que recibes por añadidura, marginalmente; lo que consumes son las unidades, j las relaciones, en definitiva, las palabras y la sintaxis del primer sistema (que es la lengua francesa); y sin embargo el ser de j este discurso que lees (su real), es efectivamente j la literatura, y no es la anécdota que te transmite.»

 Como resultado, esta forma de arte parece ser más fácilmente accesible al reino de las ideas. Parece, por tanto, que la referencia a lo inteligible es más explícita en una obra artística dependiendo de si el material de esa obra es más directamente significativo. Según este principio, la literatura sería la más apta para entablar el diálogo con la filosofía.

Además, los filósofos y los escritores utilizan el mismo instrumento: el lenguaje. El primero para explicar; el segundo para crear. Para los primeros, las palabras no son más que un trampolín hacia el concepto y se borran por completo en favor de la idea a la que deben conducir directamente; para los segundos, tienen un valor tanto en sí mismas como en el orden inteligible que ordenan; ésta es la diferencia esencial que reside en esta apariencia común. Roland Barthes distingue entre el escritor, «para quien la escritura es un verbo intransitivo», y los escritores, que «son hombres ‘transitivos’; se plantean un fin (testimoniar, explicar, enseñar) del que la palabra es sólo un medio».

Según la mayor o menor cuota de sentido conservada en las palabras, es posible establecer en el marco mismo de la literatura una gradación en la proximidad del orden filosófico. Así, la prosa, por su propia función, será generalmente más accesible a las conceptualizaciones que la poesía. Según este aspecto, un amplio sector de la producción literaria puede relacionarse fácilmente con la filosofía. Sin embargo, hay otros aspectos más importantes que contribuyen a ello.

La novela, al igual que todas las demás formas de ficción o de narración, el teatro, el cuento, el relato, que como ella participan en la creación de personajes, ofrecerá muchos puntos de encuentro con el pensamiento en general. Mientras que el sistema filosófico suele intentar una explicación coherente del mundo en su conjunto, la tarea del novelista es recrear un mundo. Un mundo a menudo organizados en función de los personajes. Y el autor no puede crear un personaje sin poner en práctica una determinada antropología (quizá en su estado elemental, pero antropología, al fin y al cabo), como tampoco puede hacer actuar a sus criaturas sin situarlas en un entorno y sin revelar una determinada concepción moral.

«Esos personajes», dijo Camus, que describimos para significar indirectamente un punto de vista sobre el mundo», porque la creación no es, en cierto nivel, la explicación del universo, sino la concreción de una actitud hacia el universo. «La gran novela es siempre una metafísica implícita», dice Jacques Lavigne. En uno de sus Ensayos críticos, Roland Barthes describe el modo en que la literatura está ligada al cuestionamiento metafísico: «Y el milagro, si se puede decir así, es que esta actividad narcisista no deja de provocar, a lo largo de una literatura centenaria, un cuestionamiento del mundo»: al limitarse al cómo escribir, el escritor acaba por encontrar la pregunta abierta por excelencia: ¿por qué el mundo? ¿Cuál es el significado de las cosas? La obra literaria se presenta, así como un conjunto de formas que ya tienen un significado propio, cuya disposición constituye un sentido.

Un aspecto de la novela y sus formas afines, que también abre el camino al encuentro con la reflexión filosófica, se encuentra en el análisis reflexivo que siempre preocupa a los personajes en mayor o menor medida, y a lo largo de la novela, sólo a través de estos mismos personajes se desarrolla la trama; no hay acto que no se origine en ellos, no hay situación que no esté directamente relacionada con alguien, no hay acontecimiento cuyas repercusiones no se sigan, cuyo valor no se sopese en la totalidad de los hechos.

Como explica Gabriel Marcel, «el papel propio del novelista consiste exclusivamente en permitirnos aprehender más claramente esa unidad [unidad constituida por los hechos referidos a un centro vivo e interiorizados por él] que preexiste a la novela y la hace posible. Nos comunica algo que las condiciones ordinarias de la experiencia nos condenan a tocar sólo». Incluso más que en la vida, los actos en la novela tienen el valor de los actos humanos. «La novela sería así el poema del libre albedrío1», escribió Alain Robbe-Grillet.

De ello se desprende que «las acciones son el desarrollo de los pensamientos» y que el lector reconocerá, bien en los pensamientos de la persona que realiza el acto, bien a través de los personajes que componen con él el mundo ficticio de la novela, bien a través de las reflexiones del narrador, bien en la composición temporal o estructural de la obra, los elementos que establecen los vínculos significativos entre los actos y su fuente. Así, el mundo de la representación y el mundo del pensamiento se combinan.

En general, nuestro análisis ha hecho hincapié en el hecho de que la literatura no es incompatible con la reflexión filosófica, con el fin de establecer la posibilidad de una relación entre estos dos órdenes. Ahora es importante determinar con mayor precisión la naturaleza y el alcance de esta relación. Es en los dos polos de la filosofía donde se sitúa la función de la literatura en sus relaciones mutuas. Es decir, si nos permitiéramos atribuir momentos distintos al dinamismo del pensamiento y al proceso de intercambio recíproco, podríamos asignar a la literatura un papel a la vez pre filosófico y para filosófico.

En cierto modo, el escritor puede preceder al filósofo en la exploración del universo y en la constitución de la atmósfera espiritual de una época o una civilización. Antes de cualquier sistematización, mira el mundo y extrae de él los elementos de su creación. La parte de la actividad espiritual que Meritan llama «la vida preconceptual del intelecto» para delimitar el dominio de la intuición poética puede extenderse fácilmente a toda esta finalidad prefilosófica de la literatura.

En esta primera visión, el artista literario se centrará en captar el universo en la intensidad de sus detalles; al ser autor del individuo, creará una red de relaciones que servirá para acentuar su significación en el aspecto global del mundo: «él [el arte] genera nuevos seres, pero sólo pretende penetrar en los que ya existen». De la elaboración del detalle, de las situaciones que surgen de la invención, surgen múltiples problemas que requieren una respuesta global, una búsqueda más allá de las apariencias, pero la perspectiva fundamental ya está ahí, lista.

Es ahí [en mi teatro] explica Gabriel Marcel, «donde mi pensamiento se encuentra en su estado nativo y como en su brote inicial. Espero que se pueda comprender […] cómo el modo de expresión dramático se impuso en mí y se combinó de alguna manera con la reflexión filosófica propiamente dicha».

Sin embargo, el modo de expresión literario sólo puede ser anterior al pensamiento conceptual si se reconoce que el primero tiene una función creativa a nivel de las propias ideas. La forma literaria no da necesariamente contenido a conceptos ya existentes: es un caso en el que la expresión genera lo expresado.

En este sentido, obras como La náusea de Jean-Paul Sartre y El extranjero de Albert Camus son muy reveladoras. Estas novelas aparecen en una fase temprana del desarrollo del pensamiento de sus autores: constituyen, por así decirlo, «el pensamiento en su estado nativo». El papel de estas obras es hacer consciente una intuición fundamental tanto como expresarla: constituyen una experiencia de la contingencia, en el caso de Sartre, del absurdo, en el caso de Camus. Y la concienciación se logró probablemente por tanto en los autores mediante el acto de escribir como en sus lectores.

Al situar a sus personajes, al darles autonomía y movimiento, el autor exterioriza problemas y actitudes que quizá sólo estaban latentes en él. En este sentido, la obra se convierte en un modo de conciencia para el propio autor. «Porque la función del arte no es nunca ilustrar una verdad -o incluso un cuestionamiento- conocida de antemano, sino traer al mundo preguntas (y quizá también, a la larga, respuestas) que aún no se conocían», dice Alain Robbe-Grillet. Sin embargo, es evidente que el autor no desconoce inicialmente los problemas o las respuestas que planteará la obra terminada.

Si no, ¿cómo explicaríamos que elija esas formas significativas en lugar de otras, esas situaciones, esos personajes? Es aquí donde la distinción de Merleau-Ponty entre conciencia prerreflexiva y reflexiva es más útil. En el plano de la experiencia, el autor tiene un conocimiento «prerreflexivo» de diversos problemas y soluciones, que se refleja implícitamente en su comportamiento y actitudes. Mediante el trabajo que realiza, desprende este conocimiento de su propia existencia y lo coloca delante de él. Sin embargo, en la medida en que la obra literaria conserva su propio carácter, la conciencia no llega a ser totalmente explícita y reflexiva: se sitúa a medio camino entre lo prerreflexivo y lo reflexivo.

Las preguntas ya no son inherentes a la existencia del sujeto, pero todavía no están en el estado del pensamiento discursivo. En la obra literaria, el conocimiento está vinculado a la existencia concreta, pero a una existencia creada, es decir, exteriorizada, objetivada en relación con su autor. El pensamiento ya no tiene su carácter existencial inmediato, sin expresarse en conceptos definidos.

Se cumple así el papel prefilosófico de la literatura que, tocando la conciencia oscura como exigencia y anticipación, empuja el pensamiento al contacto con lo concreto y sus problemas: «Es que la literatura no es ni la vida ni mejor que la vida: es un pensamiento sobre ella, rendido por elementos tomados de ella…». Según otro aspecto, la obra literaria es posterior a la del filósofo, como ha demostrado Jean-Paul Sartre a propósito de Mauriac, Giraudoux, Francis Ponge y Jules Renard. O como se ilustra en Los caminos de la libertad, del propio Sartre. El poeta o el novelista pueden integrar la elaboración metafísica en su propia visión, de la que nace un tipo de hombre con sus leyes de acción y su posición en el universo. La creación amplía así el sistema, pero en la visión y no en el razonamiento: «La idea viene a buscar una apariencia y se funde en ella».

La obra se convierte en una síntesis concreta y viva de la doctrina que hizo decir a Cocteau: «El arte es la ciencia hecha carne». Y en esto, la literatura no se desvía de su propia función; puede asimilar a su inspiración una forma de pensar el universo sin dejar de recrear seres reales y personales, que no son en absoluto las alegorías-marionetas de un pensamiento filosófico.

El teatro de Berthold Brecht, inspirado en el pensamiento marxista, pero traduciéndolo en términos de auténtica teatralidad, sería quizás uno de los mejores ejemplos que ofrece la literatura contemporánea de este intercambio filosofía-literatura. La literatura encarna entonces en personajes y situaciones la atmósfera de una metafísica: «Es, pues, imposible separar los acontecimientos del drama espiritual de los personajes que los encarnan y los viven mucho más que los ilustran».

A través de los personajes y del universo que crea, la literatura explora la singularidad que surge de un conjunto sistematizado, la pone a prueba en la acción y en el contacto con otros personajes, evalúa sus posibilidades de vida y detecta los defectos que podría encubrir una visión demasiado amplia; acentúa los problemas que oculta la explicación abstracta y los traduce en auténticos interrogantes.

Para el pensamiento completado y conquistado se convierte en un soporte y una vivificación, un crisol de conceptos y un empuje hacia nuevos caminos en el orden explicativo del conjunto. Si situamos ahora este doble papel de la literatura en la unidad dinámica de la concreción histórica, donde las funciones parafilosóficas y prefilosóficas se desarrollan simultáneamente, es fácil ver cómo la relación entre los dos órdenes puede ser tan viva y hasta qué punto «el arte puede convertirse en un fermento del pensamiento y de la vida espiritual».

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