Por Coloso de Rodas
En 1919, al concluir la Primera Guerra Mundial, Paul Valéry, uno de los más lúcidos poetas franceses, escribió sobre lo que llamó la Crisis del Espíritu, reflexionando con una frase que aún hoy resuena con fuerza:
«Nosotros, las civilizaciones posteriores… también sabemos que somos mortales».
La conciencia de nuestra vulnerabilidad surge, inevitablemente, en momentos de crisis profunda. Y aquí estamos, un siglo después, enfrentados a una nueva calamidad global: un virus, quizás proveniente de los murciélagos en China, ha puesto al mundo entero en jaque. Si Valéry viviera en estos días, se encontraría confinado, enclaustrado en su hogar, reflexionando sobre esta nueva tormenta que azota la humanidad.
En 1919, aquella Crisis del Espíritu surgió tras la devastación europea, precedida por un nihilismo que minaba los cimientos culturales del continente. Valéry describió la atmósfera intelectual de los años previos a la guerra con estas inquietantes palabras: «Veo… ¡nada! Nada… y, sin embargo, una nada infinitamente potencial».
En su poema de 1920, El cementerio junto al mar, Valéry plantea una respuesta nietzscheana al abismo:
«¡El viento está subiendo!… ¡Debemos tratar de vivir!»
Este verso, cargado de fuerza vital, fue inmortalizado más tarde por Hayao Miyazaki, quien lo usó como título para su película sobre Jiro Horikoshi, el ingeniero detrás de los aviones de combate del Imperio Japonés en la Segunda Guerra Mundial.
La decadencia, como el viento, siempre regresa. En un ciclo ineludible, nos enfrenta a una prueba que Nietzsche formuló magistralmente: un demonio, en tu soledad más profunda, te pregunta si estarías dispuesto a vivir una y otra vez la misma vida, con la misma araña, la misma luz de luna entre los árboles y, por supuesto, el mismo demonio repitiendo la misma pregunta.
La capacidad de enfrentar este eterno retorno del nihilismo es la piedra angular de cualquier filosofía que aspire a ofrecer una respuesta auténtica. Si no puede hacerle frente, si no puede habitar en el corazón de la nada y sostenerse allí, lo único que hace es agravar el malestar cultural, diluyéndose en memes filosóficos vacíos que se propagan por las redes sociales.
El nihilismo que Valéry rechazaba ha sido, desde el siglo XVIII, alimentado por la aceleración de la tecnología y la expansión global. Hacia el final de su ensayo La crisis del espíritu, Valéry se preguntaba:
«Pero, ¿puede el espíritu europeo, o al menos su contenido más precioso, ser totalmente difundido? ¿Deben la democracia, la explotación del globo y la difusión general de la tecnología considerarse decisiones absolutas del destino que presagian una deminutio capitis para Europa?».
Aquella amenaza de disolución, que Europa intentó contener, ya no es un desafío que pueda asumir sola. Quizás, ni siquiera el espíritu trágico europeo —ese que se forjó en las tragedias griegas y en la búsqueda de resolver las contradicciones internas— pueda lograr superarlo completamente.
La Ilustración, que sucedió al declive del monoteísmo, ha sido reemplazada por un nuevo culto: el tecno-monoteísmo, que hoy encuentra su máxima expresión en el transhumanismo. Nosotros, los herederos culturales de Hamlet, que en la Crisis del Espíritu de Valéry contaba los cráneos de Leibniz, Kant, Hegel y Marx, seguimos creyendo que podemos escapar a nuestra mortalidad, que seremos capaces de fortalecer nuestro sistema inmunológico contra todos los virus o, en última instancia, escapar a Marte.
Sin embargo, en plena pandemia del coronavirus, pensar en Marte parece una distracción absurda frente a la necesidad inmediata de detener el virus y salvar vidas. Nosotros, los mortales que seguimos habitando este planeta, no podemos darnos el lujo de esperar a la inmortalidad que los transhumanistas prometen en sus eslóganes. Aún no se ha escrito una farmacología del nihilismo posterior a Nietzsche, pero la toxina ya ha penetrado el cuerpo del mundo, desatando una crisis que ha puesto a prueba nuestro sistema inmunológico cultural.