La novela de la Revolución

Por Jose Antonio Rodríguez

En un lugar de la novela El siglo de las luces, Alejo Carpentier escribe:

«Más bien parece que todos ustedes hubiesen renunciado a proseguir la Revolución —decía Sofía—. En una época pretendían traerla a estas tierras de América.» «Acaso estaba influido aún por las ideas de Brissot, que quería llevar la Revolución a todas partes. Pero si él, con los medios de que disponía, no pudo convencer siquiera a los españoles, no seré yo quien pretenda llevar la Revolución a Lima o a la Nueva Granada. Ya lo dijo uno que ahora tiene el derecho de hablar por todos (y señalaba un retrato de Bonaparte que había venido a colocarse recientemente sobre su despacho): Hemos terminado la novela de la Revolución; nos toca ahora empezar su Historia y considerar tan sólo lo que resulta real y posible en la aplicación de sus principios.» «Es muy triste empezar esa historia con el restablecimiento de la esclavitud», dijo Sofía. «Lo siento. Pero yo soy un político. Y si restablecer la esclavitud es una necesidad política, debo inclinarme ante esa necesidad…»

Cuando Napoleón Bonaparte pronunció su célebre frase —“Hemos terminado la novela de la Revolución; nos toca ahora empezar su Historia y considerar tan sólo lo que resulta real y posible en la aplicación de sus principios”— no estaba simplemente clausurando un ciclo político, sino delimitando un umbral filosófico e histórico. Entre la novela y la historia se abre un abismo que no es solo de estilo narrativo, sino de ontología política. La novela, en este contexto, representa la fase especulativa, emocional, heroica y a menudo sangrienta de la revolución. La historia, en cambio, se presenta como la domesticación del caos bajo los principios de gobernabilidad, legalidad y administración de lo posible. En ese tránsito reside la arquitectura misma de la modernidad política.

¿Qué relación guarda esta distinción con los hechos ocurridos en Cuba en los últimos diez años? ¿Se ha terminado de redactar en la isla esa novela originaria de la revolución? ¿Ha comenzado, como en el caso de Bonaparte, la escritura de su historia? Si se acepta el marco conceptual propuesto por el primer corso, entonces la Revolución Cubana no ha hecho más que prolongar indefinidamente la novela. Es decir, ha aplazado sistemáticamente la tarea de gobernar lo real en nombre de una promesa épica perpetua. El Estado cubano se encuentra detenido en una dramaturgia revolucionaria, sobreactuada y reescrita generación tras generación, donde la ficción ha sustituido a la planificación, y el mito a la gestión.

Desde este punto de vista, el problema no es tanto ideológico como estructural. La novela de la revolución cubana —como forma política— no se ha cerrado. A lo sumo ha mutado de género: del realismo heroico de Sierra Maestra al costumbrismo tardío de la economía en ruinas, del discurso marxista-leninista al populismo de baja intensidad que administra un socialismo sin producción, sin consenso y sin épica creíble. La crisis no es, por tanto, el fracaso de una revolución, sino la imposibilidad de iniciar su historia.

El drama cubano contemporáneo podría leerse como una pieza póstuma de la escenografía napoleónica. Tal como Bonaparte provocó al resto de Europa —al afirmar que la revolución francesa había llegado a su fin, y que solo quedaba aplicar sus principios bajo formas de poder sólidas—, también Cuba, en sentido inverso, ha provocado a todo Occidente al simular que la revolución no ha terminado nunca. No ha hecho transición. No ha instituido más allá del gesto revolucionario. Y en ese bucle se ha convertido en una anomalía crónica del siglo XXI.

Aquí resulta pertinente recuperar la objeción cínica de la política cuando se enfrenta al idealismo revolucionario. “Es muy triste empezar esa historia con el restablecimiento de la esclavitud”, dijo Sofía, quizás una alegoría del realismo político que no se sonroja ante las decisiones inmorales cuando las considera necesarias. “Lo siento. Pero yo soy un político. Y si restablecer la esclavitud es una necesidad política, debo inclinarme ante esa necesidad…” El acto de gobernar, en la tradición napoleónica, exige abandonar la pureza ideológica. En Cuba, en cambio, se ha preferido sostener el gesto puro del revolucionario eterno, aún al precio de sacrificar toda eficacia práctica.

Esa renuencia a salir de la novela ha tenido efectos devastadores. La historia cubana reciente está saturada de consignas, de estéticas heroicas, de monumentos, de liturgias revolucionarias recicladas. Pero no hay políticas públicas sostenibles, ni instituciones que soporten la carga simbólica que se les impone. La economía nacional se asemeja más a una prolongación del ingenio azucarero colonial —con nuevos mayorales y sin azúcar— que a un modelo postrevolucionario que haya logrado racionalizar sus principios.

La pregunta que se abre, entonces, es la siguiente: ¿quién, entre los intelectuales cubanos, ha intentado verdaderamente escribir la novela de la revolución? ¿O más aún: quién ha querido pasar de la novela a la historia? Podríamos citar los nombres de Lezama Lima, Jorge Mañach, Cintio Vitier, Reinaldo Arenas o Desiderio Navarro, pero todos, de un modo u otro, quedaron atrapados en la disyuntiva entre el mito y la crítica, entre la inscripción en el canon y la disidencia simbólica. Tal vez nadie ha escrito esa novela porque la revolución cubana ha sido, desde su origen, una fábula que no permite autores. Solo narradores institucionales, cronistas oficiales, y voces ahogadas en el control editorial del Estado. En ese sentido, más que una ficción literaria, lo que tenemos es una imagen abstracta, a medio camino entre el romanticismo patriótico y el nacionalismo imperial.

Desde hace dos siglos, la historia de las ideas políticas no ha sido más que una lucha por apropiarse de la fórmula napoleónica. Desde Fichte a Fukuyama, desde Marx a Norbert Blüm, cada interpretación del devenir revolucionario parte de esa escisión fundacional entre narrar y gobernar, entre escribir la novela y aplicar sus principios. En el caso cubano, esta batalla ha sido monopolizada por un único actor: el Partido. Y su interpretación única ha bloqueado toda posibilidad de transición a la historia.

La consigna que sobrevive en Cuba es que la revolución aún está escribiéndose. Pero su forma real se parece cada vez más a la administración de una granja avícola —como irónicamente la ha descrito un observador contemporáneo— donde el entusiasmo ha sido reemplazado por el instinto de supervivencia. Las revueltas, como las del 11 de julio, no son ya capítulos de una novela nueva, sino signos de que el libro se ha descompuesto por exceso de reescritura.

La Revolución Cubana, en su estado actual, parece haber sido escrita para los insatisfechos. Es la excrecencia de una promesa incumplida que continúa postergando el inicio de su historia real. Y mientras existan insatisfechos —o intrusos, como los llama Carlos Manuel Álvarez— seguirá abierta la posibilidad de que alguien, finalmente, ponga punto final a la novela y se atreva a comenzar, sin retórica, el duro ejercicio de gobernar.

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