Por Waldo González López
Apenas leí el título del más reciente cuaderno de versos de la escritora cubana Ena Columbié: Sepia —publicado en 2016 por la Editorial Betania en su Colección de Poesía— de inmediato recordé, por «afinidad electiva» (sic. Goethe), mis tres últimos poemarios aparecidos en Cuba antes de mi llegada a Miami en julio del 2011, todos titulados con la palabra nostalgia y uno de ellos también con el término sepia. Por ello, escogí el de uno de ellos para el presente comentario sobre el magnífico conjunto de versos de mi colegamiga.
Me explico: yo nominé aquel poemario de marras publicado en Cuba El sepia de la nostalgia, y el pasado 2016 Ena tituló el suyo Sepia, porque ese es el color con que identificamos las fotos descoloridas por el tiempo, pues ambos nos referimos en nuestros versos a un pasado nunca perdido, sino, al contrario, recuperado con salvaje nostalgia (y este es el segundo título de otro de mis poemarios; el tercero es Umbral de la nostalgia, libro de arte con una selección de mis poemas ilustrados por la destacada artista plástica cubana Julia Valdés).
De tal suerte, no es gratuito que ambos hayamos empleado la socorrida palabra —utilizada hasta en un célebre tango de 1936 que, con letra de Enrique Cadícamo y música de Juan Carlos Cobián, devendría bolero en la gran voz de la siempre recordada Elena Burke— porque justamente como dije arriba, el sepia es el color o la tonalidad que adquieren las fotos desvaídas por el tiempo, en tanto sugiere el intento de recuperación de un pasado que no queremos olvidar porque ha estado vinculado con nuestras existencias, decisivo rasgo e indeleble marca en nuestras vidas.
En consecuencia, la nostalgia, tal igualmente se sabe, ha sido el término canónico y decisivo en la poesía de los emigrados cubanos, desde José María Heredia en el siglo xix, pasando por el gran cubano José Martí, hasta esta nueva centuria, según lo corroboran diversos poemarios de autores de la interminable diáspora que, en Miami y otros ámbitos estadounidenses y en varios continentes, sobreviven tras su partida de la Isla Gulag, a la que muchos nunca retornarán.
Como tantos que le antecedieron en el largo camino de la emigración, Ena recurre a la tan conocida y nunca concluida problemática, sin expresarla abiertamente casi nunca, apenas en un breve haz de formidables textos. Y he aquí uno de los principales méritos de su poética, que nunca elude, sino alude con Poesía (en mayúscula) a tal temática, con versos desgarradores, intensos, definitorios que, a fin de cuentas, constituyen la mejor expresión de la poiesis (conocimiento).
Con una premonitoria y sentida dedicatoria que refleja el amor por su fallecida mamá («Para que mi madre se distraiga mientras me espera») y un breve, pero hondo prólogo («Sepiamente»), del también poeta Juan Carlos Valls, el poemario se divide en dos secciones e incluye 26 textos de indudable calidad, entre los que descuellan no pocos de ambas partes.
Por ello, si se me pidiera elegir los que considero más afortunados, escogería entre los trece de la primera parte: «Andante», «Ay de estos tiempos», «Un alma», «Desamparo» y «Dolor». Asimismo, entre los trece de la segunda (donde incluye varios en prosa poética), seleccionaría: «L’Isla», «La casa de piedras rojas», «Lavana», «Isla» y «Volver».
En consonancia con la dedicatoria, la figura maternal aparece y reaparece en numerosos textos de la primera parte, desde el primero (suerte de Introito), «Andante», donde iniciará la auto confesión por la que transitará a lo largo de las 51 conmovedoras páginas, todas teñidas por el color de la saudade. «Soy una viajera que coloca el oído en la tierra / para escuchar los pasos de otros tiempos / para sentir a los seres que se acercan / sosteniendo el fuego», y solo varios versos después, nos revela: «Mi rostro no es de bruma nunca lo fue / ni cuando mi madre suplicante me pedía cordura», hasta concluir con estos no menos definitorios versos: «Sigo en busca de la palabra / de los seres de sombra que no tienen historia / los que murieron de similitud y de apatía. / Llegará el final del camino / las cruces me mostrarán sus rostros / sin signos místicos despojados de dolor / frente al fuego crepitante de la hoguera».
En «Desamparo», desgarrador desde el título, la poeta muestra su orfandad —abrumada por la «tristérrima» soledad vallejiana sufrida por el universal peruano en el frío París entre 1923 y 1938, cuando muriera— y confiesa su soledad espiritual en la Miami de la todavía nueva centuria: «La ferocidad melancólica con que me aferro al poema / me propone soportar […] Amor se dice rápido siempre con miedo / como si cada letra pesara una mayúscula / un plomo que busca el equilibrio / en un pasado que tratamos de retener […] Luego el olvido el tiempo que desborda las tablas / lápidas podridas que reciben el frío del viento / el cúmulo de abandono que se agrupa y se encostra vilmente. / Al final la calma el pantano gris la lengua rota / la lluvia viviendo la oquedad en medio de la calle / destierro retador desamparo en el camino.»
La desazón y el desaliento retornan en otro texto penetrante: «Dolor», donde alude a «ese país de criaturas extrañas / y locos que cantan palabras que se pierden. / Dios se tragó los años de mi vida / quiso probar mi voluntad para convertirme / y ahora soy un número desnudo cinabrio / un foso enorme extinto de fe. […] soy una acróbata que juega a ser poeta / y cambio el lenguaje por la risa o el mutis […] diáfano dolor que me arranca el alarido.»
En la segunda sección —dedicada por entero a la adolorida patria de la que partiera años atrás— igualmente incluye textos de solidez estructural y honda tesitura, valores conferidos por el acrecentamiento humano y la madurez poética de la también periodista y fotógrafa, quien en el poema inicial: «L’Isla» —guiada por un epígrafe del gran colega de Borges, Bioy Casares, cuyo verso final cierra este valioso texto— no tan veladamente, acusa a la tiranía que pisotea nuestra patria durante casi seis décadas: «En la Isla hay una parte honda / donde encierran a los hombres / construcciones angulares y piedras / con puntas que hieren. […] La Isla es una montaña por descubrir / una usina abandonada de vidrios rotos / rejas invisibles que provocan a Dios / y una mujer que se empeña en ver / las puestas de sol todas las tardes.»
Asimismo, «Lavana» es —parafraseando el título del único monólogo del mayor narrador colombiano, amigo del dictador cubano fallecido— una «diatriba contra un déspota sentado», en el que Ena logra, con notable síntesis y poder de sugerencia, la consecución de una aproximada imagen del tiranosaurio: «La ciudad se arrodilla ante su rey / que emana desesperanza y flatulencia. / El indigno esconde la cruz / que irritada en su pecho / lucha por dar luz a la bahía /consecuencia de las aguas / El déspota levanta el brazo / apunta amenazante / predice y determina el tiempo / ¡hasta siempre! —dice—. / La ciudad envejece se la cae la piel / y las entrañas caen con ella. / En el último jadeo de amor / abre su malecón y puja.»
En «Isla», regresa al tema esencial del poemario, que no ha dejado de acompañarla desde su arribo al exilio décadas atrás, pues, como muchos de sus colegas exiliados, no cesa su añoranza por el lar natal abandonado, tal refleja en los siguientes versos: «Yo sé de una isla descarnada / de brujos y guerreros sin lanzas / espanto de hambre y muerte. / Cada hombre posee una tablilla / donde marca el día que padece. / Isla pequeña en una ciudad vigilada / queriendo renacer en las quimeras. / Los nativos ruegan por vivir invocando / palabras míticas frente al muro / —ventana a la utopía de las aguas—. / Yo sé de una isla titilante / con jirones por ciudades / ¡que me aterra!»
Por último, da rotundo cierre a su mejor poemario con su también mejor texto: el excelente poema en prosa o prosema: «Volver», dedicado a su colegamiga Magali Alabau. A Ena, le bastan tres párrafos-estrofas que inicia con el leitmotiv: «Tengo deseos brutales de volver a Cuba», para entregar al sensible lector uno de los más estremecedores textos leídos por quien escribe desde su arribo a Miami en julio del 2011.
Gracias a un provechoso conjunto de recursos, donde resaltan el icónico devenir de recuerdos-sensaciones, el exacto lenguaje (al que no le sobra ni una palabra) y la irreductible, aunque contenida pasión (sin la que no hay poesía, dixit Martí), Ena logra un gran texto que —no dudo en afirmar— quedará como uno de los mejores poemas escritos en el exilio en el primer cuarto del siglo xxi. Por ello, lo transcribo a continuación:
«Tengo deseos brutales de volver a Cuba, de pactar con el tiempo contrario y ver a mi madre brillar el piso y entonar canciones de Jordán meneando la cabeza. Mirar sobre el arco perfecto de su hombro, el cuchichear con las vecinas cuando sostiene con garbo el eterno cigarrillo; pero mi madre y sus ideas renacentistas ya no están allí, fueron arrastradas por los vientos del albedrío. Soy un desastre si no encuentro sosiego, si no consigo su abrazo.
Tengo deseos brutales de volver a Cuba igual que una estudiante, y buscar desde la ventana de la escuela a Maribel o a Manolito, de reunirme con los amigos en el parque los domingos de estulticia y enamoramiento; pero el parque, su plazoleta y los bancos, ahora se llenan de ancianos que entreabren la boca y entrecierran los ojos cortando las veredas al Sol. Faltan muchos amigos en el parque, faltan los pasos de mi madre también y se me pone el corazón en vilo.
Tengo deseos brutales de volver a Cuba ahora que el año comienza a perder su luz, y esa tierra se queda solo con un hilo de cielo. Mis ojos caen pesados a los recuerdos, a las tardes de domingo en El Caribe, al arroz con pollo de mi tía y la risa contagiosa de mi abuela; pero mi madre me mira desde una esquina de la casa y me dice: ¡No! Ahora es amargo el olor de las flores y la alegría es triste. Ya no hay nadie de nosotros. No puedes volver mientras la tarde cante en negro. ¡Ahora ni hablar! Si volvieras el tiempo tal vez, pero solo si volvieras el tiempo».
Finalmente, con Sepia, Ena Columbié se instala, por derecho propio, entre el grupo de auténticos poetas del exilio cubano, como asimismo la Editorial Betania enriquece su ya extenso e intenso Catálogo de Poesía, iniciado en 1987 por su director, el poeta cubano Felipe Lázaro.