Por Leopoldo Ávila
«Le pidieron los ojos
que alguna vez tuvieron lágrimas
para que contemplara el lado claro
(especialmente el lado claro de la vida)
porque para el horror basta un ojo de asombro.»
«Que anduvo noche y día para encontrar mi casa.
Que ama las piedras grises de mi cuarto».
«él no tuvo visiones que puedan añadirse a la posteridad. No poseyó el talento de un profeta».
«eres capaz de imaginar que no estás viendo
lo que se va a plantar irremediablemente delante de tus ojos,»
Heberto Padilla, Fuera del Juego
«Adentro, la atmósfera era densísima. La gente apenas hablaba y los saludos se reducían a un leve apretón de manos o un movimiento de cabeza y una sonrisa de circunstancia, como en los velorios». Así describió el poeta Manuel Díaz Martínez, años después, aquella noche del 27 de abril de 1971 en un salón de la UNEAC. No fue una noche cualquiera; fue el escenario de un ritual macabro, un acto público de humillación y sumisión que, con el paso de las décadas, se ha convertido en un símbolo de la represión intelectual en los regímenes totalitarios.
Díaz Martínez no estaba lejos de la realidad absoluta. Gracias al documental de Pavel Giroud, El caso Padilla, hoy, 52 años después, podemos constatar visualmente la atmósfera opresiva de aquellos tiempos convulsos. No se trata solo de un testimonio tardío o una reconstrucción histórica, sino de una revisión necesaria de los métodos de control cultural ejercidos por el Estado cubano en la década de los setenta. El documental nos muestra la cara visible de un mecanismo de poder que, aunque conocido, nunca había sido exhibido con tal crudeza y evidencia documental.
La historia que cuenta Díaz Martínez es casi una disculpa sorprendentemente pequeña, pero ya no es la única. El caso Padilla ha abierto nuevas interpretaciones, relatos e historias privadas entre los intelectuales cubanos en el exilio. Sorprendentemente, las narrativas en torno a la película de Giroud siguen el guion del documental y comentan la naturaleza crítico-positivista de la historia. Aquello que se suponía enterrado en los testimonios literarios y en el olvido cómplice de algunos, ahora queda registrado en imágenes, en archivos fotográficos y en la memoria colectiva de la nación. La interrogante que persiste es si esta recuperación visual logrará sacudir las estructuras de la desmemoria o si será absorbida, una vez más, por el cinismo de la historia oficial.
¿Qué más podemos decir de la noche del 27 de abril de 1971? Estuve allí, pero nunca me di cuenta. Esta afirmación, aunque paradójica, encapsula la experiencia de muchos que, sin ser protagonistas directos, fueron testigos involuntarios de la represión cultural. El terror y el miedo que describe Díaz Martínez en aquella sala, custodiada por agentes de la Seguridad del Estado, se tiñen de gris oscuro. La interpretación de lo sucedido esa noche debe concebirse primero a través del ambiente cromático. No es un detalle menor: el color y la luz enmarcan los estados de ánimo y la percepción de la realidad. Todo lo que allí ocurrió, desde las expresiones de Padilla hasta el sufrimiento del público, está bañado por un rojo grisáceo que pende sobre sus cabezas como una espada de Damocles.
El gris como estado de ánimo revolucionario es un rojo grisáceo. No es el gris de la neutralidad o la indecisión, sino un gris oscuro que ha sido devorado por el terror y el control burocrático. A través de esos tonos sombríos, el documental muestra el aparato del poder estatal sobre la cultura. En esa habitación gris, como muestra la película, todo adquiere una atmósfera opresiva. Es un gris que no permite escapatoria, que consume la posibilidad de lo otro, de lo diferente, de la duda.
Franz Kafka evidenció en El proceso el poder de la burocracia estatal, utilizando la metáfora del gris oscuro. Su protagonista, Josef K., es atrapado en un laberinto de acusaciones sin sentido, donde la maquinaria del Estado lo convierte en un reo perpetuo de una culpa inasible. Hegel, en su Filosofía del derecho, trazó el vínculo entre el Estado y el terrorismo, denunciando cómo la burocracia moderna puede convertirse en una máquina de destrucción. Pero es Heidegger quien imagina en gris oscuro la filosofía del aburrimiento, el chisme, la traición, el temblor, el dolor y la bruma de lo colectivo. En la Cuba de los setenta, ese gris se materializa en la vigilancia constante, en la paranoia, en la delación, en el miedo a disentir. El colectivismo, la solidaridad, la igualdad, el totalitarismo y la trágica revolución comienzan a oscurecerse. El «quinquenio gris» empieza a desplegarse bajo el signo del rojo, un rojo que ya no es revolucionario, sino represivo.
«Porque para el horror basta un ojo de asombro», confía Padilla a la posteridad. ¿Ese ojo es ajeno a lo que vemos en el documental, 52 años después? ¿Por qué «eres capaz de imaginar que no estás viendo lo que se va a plantar irremediablemente delante de tus ojos»? ¿Por qué «ama las piedras grises de mi cuarto»? La poesía de Padilla se vuelve profética cuando la leemos a la luz del documental de Giroud. No es solo un testimonio de la historia, sino una advertencia perenne sobre los mecanismos del poder y su capacidad de transformar el pensamiento en cenizas.
La reacción al documental de Giroud demuestra que la historia del caso Padilla sigue viva. No es un episodio cerrado ni una anécdota del pasado, sino un recordatorio de que el control sobre la palabra y el pensamiento sigue siendo una herramienta esencial en los regímenes autoritarios. La imagen de Padilla, con su confesionario forzado y su rostro tenso, es la imagen de una generación que fue obligada a escoger entre la sumisión o el exilio. El documental nos obliga a preguntarnos cuánto de esa herencia de miedo sigue presente en la Cuba actual y cuánto de esa lógica represiva sigue operando en otros contextos políticos.
El caso Padilla no fue solo el caso de un poeta, sino el de toda una intelectualidad acorralada. Fue el momento en que la revolución decidió que no podía permitirse el lujo de la duda ni el disenso. La UNEAC dejó de ser un espacio de creación para convertirse en un tribunal inquisitorial. Los intelectuales dejaron de ser interlocutores críticos para convertirse en sospechosos permanentes. El quinquenio gris no fue un accidente, sino la consecuencia lógica de un sistema que, desde sus inicios, había dejado claro que dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada.
¿Qué nos queda, entonces, de aquella noche del 27 de abril de 1971? Nos queda la memoria y la obligación de no dejar que el gris del olvido cubra lo que el rojo de la represión marcó a fuego.
Continúa…