Por KuKalambé
La transformación del «pacifismo» en «violencia» se revela como un hecho injusto, irónico incluso. Hace un siglo, Chesterton atisbó este fenómeno mientras registraba sus impresiones en un viaje a Estados Unidos. Describió el relato de una misionera, recién llegada al «país de la publicidad», quien proclamaba su rechazo a la guerra y abogaba por el pacifismo. Sin embargo, un giro inesperado desencadenó en ella una ferviente cruzada violenta contra un pueblo rural, incendiándolo.
La agudeza de Chesterton como observador y narrador destaca en una era donde tal perspicacia rara vez se encuentra. La misionera, afiliada a una congregación bautista y con la intención de convertirse en ordenada anglicana, en el fondo no encarnaba verdaderamente el rol de misionera; su apariencia era solo una fachada. ¿Cómo logró Chesterton desenmascarar lo que se ocultaba detrás de esa máscara, disfraz y mentira?
La relevancia de esta historia no radica en los eventos del campo o la ambivalencia hacia la violencia, sino en la carga simbólica y religiosa que posee el individuo «en trance». Un siglo después de aquel incendio, el tema planteado por el escritor británico sigue resonando en el presente en términos de moralidad y ética. La noble misión del pacifismo se convierte en violencia. Movimientos contemporáneos como Antifaz y BLM cargan con esa misma simbología.