La literatura como «epojé»

Por Angelazo Goicoechea

“Lo esencial está contra la vida”

Paul Valéry: Cahiers, N0. 6. Pgs 618

Había una vez un universo diferente en el enfoque hacia la vida para aquellos inmersos en la literatura, un mundo sumergido en lo que llamaban epojé. Dentro de las múltiples formas de abrazar este sendero, la literatura emergía como el último grito de la época, el catalizador que despertaba la esencia humana capaz de abrazar la epojé. Lo que Borges intuía acerca de la literatura fantástica era un acto de epojé, un deslizarse fuera de la corriente de la vida.

Es común afirmar que el surgimiento de la ciencia tiene raíces entrelazadas con la temprana cultura escrita. En nuestra realidad, esto implica que el desarrollo inicial del bios literario está intrínsecamente conectado con los hábitos mentales moldeados por el nuevo dominio de la realidad a través de la escritura. Resulta evidente que nuestra primera forma de ver está parcialmente moldeada por el estilo de lectura europeo.

Para los europeos, el mundo y el libro se entrelazaban de manera sorprendente, una idea que perduró por milenios. Fue solo en el Renacimiento cuando la pintura empezó a desafiar esos límites, mostrando un nuevo paralelismo entre el mundo y la imagen en madera. La cartografía de la Era Moderna también contribuyó a disolver la antigua analogía libro-mundo al presentar globos y mapas como guías principales de nuestra cosmovisión pragmática. Esta antigua analogía colapsó por completo en la era de las pantallas y los teclados.

En contraste, la relación de la antigua Europa con el mundo estaba moldeada por el entrenamiento gramatical; de hecho, la materia misma del mundo se configuraba en esa esfera de cultura escrita según la letra, la sílaba, la línea, la página, el párrafo y el capítulo. Esto nos lleva a concebir tanto situaciones como páginas de libro, llevando en nosotros, inherentemente, la disposición de observadores que mantienen distancia.

En aquellos tiempos, el campo y la página del libro estaban íntimamente conectados, ya que las líneas y los surcos se asemejaban. Cicerón introdujo el concepto de cultura que aún persiste al comparar el cultivo del alma con el cultivo de los campos; para él, nutrir el campo del alma a través de la literatura era crucial. Los cultivos se llevaban a cabo tanto en la tierra como en el alma con la esperanza de un crecimiento. Por ende, leer se asemejaba a cosechar en los campos del saber. Así, el homo legens era educado, sin darse cuenta, en la capacidad general de la epojé.

Quien aprendía a leer rollos y páginas impresas ya ejercitaba la distancia frente a lo escrito, generando a su vez una distancia con lo dicho y lo vivido. Se convertía en un recolector al ser capaz de extraer su conocimiento de los campos de texto. Como afirmaba Heidegger, leer y recolectar van de la mano, al igual que pensar y agradecer.

Valéry, a los 23 años, concibió a Monsieur Teste como una figura que representara una vida completamente literaria. Esta creación marcó el inicio de su diario literario, los Cahiers, que constituyen un extenso testimonio de su existencia literaria. Monsieur Teste personifica la fusión entre platonismo y dandismo, desafiando la primacía de la teoría sobre la vida y rompiendo con las convenciones de la personalidad común.

Es un ser que se enfoca en la posibilidad y rechaza la autorrealización, buscando la forma más intensa de potencial. Valéry utiliza este personaje para explorar la idea de un literato operativo, que desafía la idea del conocimiento definitivo y abraza un constante proceso de pensamiento. Monsieur Teste es un ser que no busca ser extraordinario, sino que se sumerge en la actualidad del pensamiento, fusionando la literatura, el atletismo mental y la trascendencia en una sola entidad. Los que hoy llaman al niño con la última transformación del hombre literario no es más que una epojé contra la vida. El niño siempre está contra la vida.

El lector erudito se convierte en el agente de una nueva forma de concentración; no solo recolecta, sino que él mismo se transforma en una colección, una persona repleta de conocimiento que se mueve entre almacenes internos y externos. Se posiciona como un homo humanus al vivir entre la memoria interna y el archivo externo. Un humanista capaz de decir: «Soy humano, nada escrito me es ajeno».

Afortunadamente, no es necesario profundizar más en estos temas, que ya representan un capítulo completo en la historiografía de los medios y la cultura. Basta con recordar algunas obras fundamentales de los últimos cincuenta años en este campo, como las de Harold A. Innis, «Empire and Communications»; Marshall McLuhan, «Understanding Media»; Walter J. Ong, «Orality and Literacy»; Jack Goody, «Cultura escrita en sociedades tradicionales»; Derrick de Kerkhove, «Civilización vídeo-chrétienne»; Alberto Manguel, «Una historia de la lectura»; Jochen Hörisch, «Dios, dinero, medios»; y las obras profundas de Jacques Derrida, Friedrich Kittler y Régis Debray.

Sería limitado ver en estas obras simples estudios para la base de una ciencia general de la literatura. En conjunto, ofrecen nada menos que una antropología histórica del sujeto inmerso en el ejercicio literario en el mundo occidental.

Al adentrarse en el conocimiento, el ser humano teórico se convierte en un lector en todos los sentidos, se adentra en el europeísmo gramatical típico de la vieja Europa, se convierte en una colección humana, se ejercita en la práctica diaria de lo que los griegos llamaron legein y antilegein: decir y contradecir, leer y coleccionar, saber y evaluar.

Nulla dies sine linea, esa parece ser la divisa tanto para los dibujantes como para los lectores y escritores. Modificando un título de Iván Illich: el homo literatus es un recolector «en la viña de la escritura». Reconoce que el espíritu reside en la recolección, convirtiéndose en un ayudante en la contemplativa labor de recolectar.

Para sumergirnos en la grandeza y la desolación anidadas en el mundo literario, prefiero otorgar protagonismo a un poeta. En nuestros tiempos, son los poetas quienes, por encima de los filósofos, logran capturar la esencia misma de la existencia. Encarnan la suspensión involuntaria de la epojé y la elección consciente del observador excéntrico. Nos desprendemos del mundo, a menudo angosto y agobiante, de las disciplinas científicas, sumergiéndonos en un ámbito impregnado por la inquietud soberana que emerge al sumergirnos en El Libro del desasosiego de Bernardo Soares, el ayudante de contable creado por Fernando Pessoa:

“¡La gloria nocturna de ser grande sin ser nada! La grave majestad del esplendor desconocido. Y siento, de repente, la excelsitud del monje en la soledad, del eremita en el desierto, que sabe que Cristo está presente en las piedras y en las cavernas apartadas del mundo. Y en mi mesa, en este cuarto absurdo, miserable, yo, pequeño empleado anónimo, escribo palabras que son la salvación de mi alma, y me doro con la imposible puesta de sol sobre montes lejanos, grandes, altos, con mi estatua, el sustituto de las alegrías de la vida, y mi anillo de la renuncia, joya inquebrantable de desdén extático, en mi dedo de apóstol.”

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Nota: La epojé, esa noción fundamental de la filosofía, halla su raíz en el griego epokhḗ, un término que resuena con la idea de «suspensión» o «abstención». Es, en su esencia más simple, la renuncia al juicio, el despojo de creencias en aras de la serenidad mental y la negación del dogmatismo. Los sabios del escepticismo, seguidores devotos de figuras como Pirrón de Elis o Sexto Empírico, abrazaron la epojé como senda hacia la ataraxia, un estado de calma inalterable. Para ellos, abrazar la epojé implicaba resistirse a adoptar posturas férreas en asuntos filosóficos o dogmáticos, dejar en pausa todo dictamen sobre la verdad o falsedad de las cosas.

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