LA LECTURA, ESE RESPLANDOR [3] ALFONSO REYES

Por WALDO GONZÁLEZ LÓPEZ

En la tercera entrega del serial sobre el tema que anuncio arriba, ofrezco al gran intelectual mexicano Alfonso Reyes, uno de cuyos breves ensayos incluí en La lectura, ese resplandor, publicado en la Quito del 2009, con motivo de la Campaña Nacional «Eugenio Espejo» por el Libro y la Lectura.

   Fue una enorme satisfacción añadir en el mencionado título un texto del Maestro Reyes, cuya obra de múltiples aristas le mereciera ser reconocido por su ensayística, estudiada en diversas universidades hispanas.

   Nacido en Monterrey (1889) y fallecido en Ciudad de México (1959), además de poeta, ensayista, crítico, traductor, académico, narrador y  admirado profesor por su vínculo con la tradición literaria occidental, desde la antigüedad grecolatina hasta las creaciones de la modernidad, sin olvidar su intensa labor diplomática en Francia, España, Argentina y Brasil.  

   Reyes —al que defino «Rey de la Cultura»— ejercería un magisterio en las letras de la que Martí denominara Nuestra América, por cuyos aportes es considerado uno de los máescritores de su tiempo. De donde su elogioso sobrenombre «El Regiomontano Universal», pues asimismo dedicaría su tiempo a la fundación de sólidas instituciones en provecho de la difusión del conocimiento. Aun mas: su poderosa huella marcaría la obra de singulares figuras deudoras, como Octavio Paz y Carlos Fuentes, por solo mencionar dos esenciales.

   Fundador del Ateneo de la Juventud —con el que pretendía actualizar a México en la contemporaneidad— muy joven concluiría la carrera de leyes y partiría a Europa. Como miembro del servicio exterior mexicano se afincaría en el París de 1914, cuando publicara su volumen Cuestiones estéticas. Desde entonces, el estudio de los fundamentos de la creación poética y literaria sería una preocupación recurrente de su obra a lo largo de medio siglo.

   A consecuencia de la Primera Guerra Mundial se trasladó a España, donde compartiera trabajos y experiencias con Juan Ramón JiménezJosé Ortega y Gasset y Ramón Gómez de la Serna, etapa en que perfeccionara su manejo de la lengua española, con varios rasgos que signaron su estilo: riqueza de vocablos y giros expresivos, construcciones gramaticales poco frecuentes, uso de arcaísmos y matices delicados del significado.    Promotor de una «aristocracia del pensamiento» ofrecía un colorido sincretismo de la cultura occidental y la raíz indígena, dominado por la tríada platónica: la verdad, la bondad y la belleza.

   En 1927, ya embajador en Argentina, impulsaría la obra del entonces joven poeta y narrador Jorge Luis Borges, a quien le pidió su juicio  sobre el que sería un clásico volumen de cuentos: El Aleph, por lo que profesó agradecimiento y admiración el resto de su vida, dedicándole  páginas de elogio al admirado intelectual mexicano.

   Tras una estancia en Brasil, escribió el hermoso poemario Romances del río de enero (1933), luego regresó a su «México lindo y querido», donde atesoraba su fabulosa casa-biblioteca: desde décadas atrás museo dedicado a su memoria: la Capilla Alfonsina, dirigida por su hija,

   Durante los veinte años siguientes alcanzó el máximo impulso creativo, y su figura de educador continental consolidó plenamente. Autor de una obra poética celebrada por sus contemporáneos y posteriores generaciones, como de una narrativa escasa pero singular, obtuvo no obstante sus mayores logros en el ensayo, donde abordara variados temas, como la teoría literaria, la historia de Grecia, la novela policíaca y las raíces históricas de México.

   Entre sus títulos descuellan: Visión de Anáhuac (1915, una de las visiones más lúcidas y poéticas del México prehispánico y, hasta la fecha, lectura obligada en los cursos de cultura mexicana y latinoamericana en universidades), Cuestiones gongorinas (1927), Tránsito de Amado Nervo (1937), La experiencia literaria (1942), El deslinde (1944) y Los trabajos y los días (1946).

   En su vasta creación, mantiene un tono siempre atractivo, aleccionador y consistente, con no pocos momentos de brillo excepcional, como en el poema dramático Ifigenia cruel (1924, sabia asimilación de la tradición griega), o el cuento La Cena (incluido en El plano oblicuo, 1920), precursor del realismo mágico y muy cercano al célebre relato largo Aura, del Premio Cervantes Carlos Fuentes, llevado al cine e, incluso, al teatro en nuestra megaciudad.

   Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Colegio Nacional, fue fundador del Instituto Francés de América Latina y de El Colegio de México, uno de los centros académicos más prestigiosos de América Latina. Colega de Asturias, los Hquez. Ureña, Carpentier, Salvador Novo y Gorostiza, fue candidato al discutible Premio Nobel en cuatro ocasiones y, aunque no lo recibiera (como tampoco Borges), su constante entrega a la cultura, sus aportes a la literatura mexicana y la calidad de su obra le valdrían numerosos lauros y reconocimientos públicos, como: los Premios Nacionales: de Literatura (1945), Manuel Ávila Camacho (1953) y del Instituto Mexicano del Libro (1954). Pocas fueron, en definitiva, las actividades culturales mexicanas que no se vieron influidas, dirigidas u orientadas por su gran maestría y su incansable labor.

   No olvido que Mayra del Carmen y yo estudiamos —con varios colegamigos hoy residentes en Miami— en la Escuela de Letras, de la Universidad capitalina, donde estudiamos sus libros cenitales: La experiencia literaria (1942) y El deslinde (1944), en cuya lectura descubrimos a uno de los mejores ensayistas del siglo pasado.

   No conforme, disfruté, ademas, Visión de Anahuac, sus cuentos y su muy atendible poesía, no ignorada por uno de mis admirados y cultos intelectuales, que mostrara en nuestras inolvidables charlas: José (Pepe) Rodríguez Feo, quien publicaría una antología de los textos alfonsinos, donde incluyera una rigurosa muestra de sus ensayos, cuentos y poemas, entre los que figura la estrofa más amada y cultivada por los poetas y repentistas cubanos.

   He aquí, pues, un ejemplo de su honda mexicanidad en las siguientes y valiosas décimas que homenajean a su querido pueblo:

GLOSA DE MI TIERRA

Amapolita morada
del valle donde nací:
sino estás enamorada,
enamórate de mí.

                I Aduerma el rojo clavel
o el blanco jazmín de las sienes;
que el cardo es sólo desdenes,
y sólo furia el laurel.
Dé el monacillo su miel,
y la naranja rugada
y la sedienta granada
zumo y sangre —oro y rubí;
que yo te prefiero a ti,
amapolita morada.                 II Al pie de la higuera hojosa
tiende el manto la alfombrilla;
crecen la anacua sencilla
y la cortesana rosa;
donde no la mariposa,
tornasola el colibrí.
Pero te prefiero a ti,
de quien la mano se aleja:
vaso en que duerme la queja
del valle donde nací.                  III Cuando, al renacer el día
y al despertar de la siesta,
hacen las urracas fiesta
y salvas de gritería,
¿por qué, amapola, tan fría,
o tan pura, o tan callada?
¿Por qué, sin decirme nada,
me infundes un ansia incierta
—copa exhausta, mano abierta—
si no estás enamorada?                 IV ¿Nacerán estrellas de oro
de tu cáliz tremulento
—norma para el pensamiento
o bujeta para el lloro?
No vale un canto sonoro
el silencio que te oí.
Apurando estoy en ti
cuánto la música yerra.
Amapola de mi tierra:
enamórate de mí.

   Ahora, incluyo su breve, pero cenital ensayo prometido:

                         «EL HOMBRE ES UN LECTOR»

   Para la literatura, el hombre es un lector. Dejemos de lado al estudiante metdico, al universitario que cuenta con otros auxilios. Lo mejor que puede hacer el lector común es partir desde su propia casa; levantar su lista de la literatura mundial de conformidad con su prejuicio.

   Ya, al paso mismo de sus lecturas, la irá rectificando. Ayúdense de manuales y tablas: los hay excelentes. No quiera abarcarlo todo. Anote lo que le parezca de más bulto, más incorporado en la cultura que respire. Llévese índices aparte para lo nacional y —en nuestro caso— lo iberoamericano, lo hispano, lo europeo, lo universal; y dentro de todo ello, lo antiguo y lo moderno, siempre atento a la supervivencia, y relegando por ahora a la mera curiosidad erudita. Sin este sistema de departamentos, su sentido de las cualidades no podría abrirse paso. Si no conoce otras lenguas, use traducciones. Y emprenda, como pueda, el aprendizaje de las lenguas, por lo tanto con miras a leer, si no precisamente a hablar. Es más primo aquello que esto para el cultivo spiritual. El maître d’hotel  chapurra inutilmente todas las lenguas y no lee ninguna: no pasa de ignorante.

   Y luego, hay que saber leer, que no es un ejercicio vulgar. Es un darse y recobrarse: una aceptación siquiera instantánea y automática, de lo que leemos, y un claro registro de las propias reacciones. Sea una enumeración provisional de dificultades, que son otros tantos avisos para la lectura.

   Lo primero es penetrar la significación del texto. Esto supone entender lo mentado y también la intención con que se lo mienta…

   La recta aprehensión sensorial: la oreja, la laringe, la lengua, aunque solo sea con los ojos, perciben interiormente una repercusión fonética en las secuencias verbales, un movimiento y un ritmo. Hay una vivacidad natural que debe alertarse con la práctica; hay que saber despertar a ese sentimiento, sin el cual se habrá perido mucho…

   Junto a esos estímulos auditivos habría que contar los demás estímulos sensoriales que vienen con las imágenes, y singularmente los visuales, en que tanto difiere el poder de evocación de unos a otros hombres. Si hay textos sobrios, hay otros que parecen cargados de aquellas «cañas de pescar» o metáforas, que dice Ortega y Gasset, con que alargamos nuestro corto brazo para llegar hasta el punto que queremos. Algunos lectores no sienten la imagen, y otros se fascinan con ella hasta perder el sentido […]; en esta transmisión de imágenes se descubre frecuentemente la falta de ecuación entre loó que expresa el poeta y lo que el lector recibe.

   Las asociaciones erráticas del lector, recuerdos personales que se le atraviesan, perturban la atención sobre el texto al punto de desviar el sentido. Un cuarentón a quien le robó la dama un joven poeta no soportaba la Cándida de Bernard Shaw porque se sentía retratado en el Pastor. Tipo de emoción parásita que nada tiene de común con la legítima emoción literaria; mecanismo de las ofuscaciones a que puede verse arrastrada la crítica ligera que, sin filtrarlas, erige en dogmas las propias reacciones. Todos traemos un repertorio de respuestas ya hechas, que disparan como la pistola de pelo a la más breve provocación, y lanzan nuestra mente por zonas ajenas a la lectura, obrando ya por su solo automatismo.

   La sentimentalidad y la inhibición, la extrema facilidad o la extrema resistencia ante el movimiento que el poeta trata de imprimir en nuestro ánimo son errores más frecuentes de lo que parece, que exageran o borran los rasgos de la figura literaria. Con estos errores de tipo intuitivo pueden compararse las predisposiciones intelectuales, doctrinales, en pro o en contra, de la tesis declarada en el texto, que empujan a oír más o menos lo que se les dice, a subestimar o a desairar injustamente la calidad del texto. Otro automatismo semejante, en pro y en contra, es lo llaman los psicólogos «la predisposición técnica»: si hemos conocido el éxito de cierto procedimiento literario, nos resistimos a aceptar otro diferente, un acierto, porque conocemos un fracaso de orden técnico semejante. Es el caso del que niega valor a la psicología amorosa de Merimée, porque se ha construido una expectativa sobre la psicología amorosa en Proust. La enumeración puede prolongarse. Los casos están al alcance de todas las experiencias.

   Mucho más habría que decir sobre la lectura, literaria o no literaria, Un lector es cosa tan respetable como un sujeto psíquico que lanza su alma a volar por otras regiones. Muchas veces el joven San Agustín quiso consultar sus dudas con San Ambrosio, pero se detenía porque lo encontraba leyendo. «Cuando leía —dice—, sus ojos recorrían las páginas del libro, mientras su mente se suspendía y se concentraba para penetrar el espíritu de las palabras. Entonces descansaban su voz y su lengua. Más de una vez penetré a su cuarto, cuya puerta nunca estaba cerrada para nadie, y adonde todo el mundo tenía acceso sin necesidad de prevenir su visita, y siempre me sucedió encontrarlo leyendo para sí y en voz baja, pero jamás de otra manera. Y tras haberme sentado un rato, manteniéndome con respetuoso silencio —porque ¿quién, al verlo tan atento, se hubiera atrevido a chistar siquiera?— me iba retirando poco a poco, teniendo por cierto que prefería usar los escasos ocios que le dejaban en recobrar nuevo vigor, tras el mucho quebranto y las desazones que por fuerza habrían de causarle los negocios del prójimo…». Así es como la literatura conforta y libera, multiplicando, en otra zona mejor, nuestras posibilidades de existencia. Ya decía aquel goloso Gracián: «¿Qué jardín el de abril, qué Aranjuez del mayo como una librería selecta!».

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