Por Galan Madruga

Recientemente, he cerrado un ciclo intelectual con Helmut Plessner, uno de los nombres más significativos dentro de la escuela de la antropología filosófica alemana. En su obra La risa y el llanto. Un examen de los límites de la conducta humana, escrita hace más de medio siglo, Plessner no se limita a describir los fenómenos de la risa y el llanto como respuestas emocionales, sino que se adentra en su poder transformador: cómo, al manifestarse, estos actos pueden apoderarse de objetos inanimados, otorgándoles un poder inesperado y desestabilizador.
Su análisis no se dirige hacia la comprensión de estos fenómenos como simples reacciones de la naturaleza humana, sino que se enfoca en cómo los momentos de risa y llanto, casi siempre desencadenados por una estimulación externa, pueden hacer que un objeto aparentemente neutro se convierta en un catalizador emocional. El libro, en particular, ocupa una posición destacada en esta investigación. Plessner subraya cómo lo que comienza como un acto de lectura puede transformarse en un proceso profundamente simbólico, en el que el objeto —un libro, por ejemplo— se convierte en el vehículo que transporta al lector más allá de sí mismo, fuera del ámbito de lo cotidiano.
El libro, objeto de papel y tinta, se convierte entonces en un artefacto que posee una extraña capacidad para trasladarnos a territorios emocionales y psicológicos que, a menudo, preferiríamos evitar. Al abrir un libro, uno no solo se enfrenta a las palabras impresas, sino que, de manera casi mágica, una frase o una simple idea pueden desencadenar una risa, o más profundamente aún, un llanto. Y lo más desconcertante es que estos sentimientos no siempre tienen un origen claro, sino que emergen de la nada, como si el libro mismo fuera capaz de despojarnos de nuestra propia realidad. En este sentido, el libro se convierte en un puente entre el ser humano y sus propias emociones reprimidas.
La noción de “excentricidad del posicionamiento” que Plessner introduce, parece ser una clave para comprender la relación que se establece entre el individuo y el objeto que tiene frente a él. Según el filósofo, el libro es uno de los objetos más significativos en este proceso, pues posee la capacidad de “mover” al lector, de desplazarlo, en cierto modo, de su propia subjetividad, llevándolo a un lugar exterior donde las fronteras del “yo” se diluyen. En ese espacio extraño, el ego parece disolverse, sustituyendo su lugar con las emociones que el libro evoca, emociones que pueden estar vinculadas a la risa, al llanto o incluso a una sensación de desconexión con el mundo que nos rodea.
Este proceso se puede comparar con el acto de refugiarse en un objeto que parece más seguro que la misma realidad. Es allí donde la excentricidad de la que habla Plessner entra en juego: el libro, al igual que un objeto de culto, se convierte en el centro de nuestro universo emocional. Y es que, como tal, el libro tiene la capacidad de apropiarse del espacio del ego, de transformarse en un aliado que se entrelaza con nuestra vida interior.
Tomemos como ejemplo a un escritor fundamental en la historia de la literatura: Lezama Lima. Este autor cubano, conocido por su profunda relación con los textos y su desdén hacia la interacción con el mundo exterior, ejemplifica a la perfección esta segunda excentricidad a la que se refiere Plessner. Lezama se refugiaba entre los libros, sumergiéndose en un universo paralelo donde la influencia del tiempo y del espacio quedaba suspendida. Esta actitud representaba una huida del “yo” en su forma más pura, un rechazo hacia la exterioridad del mundo en favor de una introspección radical.
Lezama Lima, al igual que muchos otros intelectuales que buscan refugio en las páginas de un libro, se enfrenta a lo que Plessner denomina anokoresis —una fuga de la realidad que los convierte en seres apartados, sumidos en un mundo donde los objetos inanimados no solo tienen vida, sino que la transmiten al sujeto que los contempla. En el caso de Lezama, los libros no eran meros objetos de conocimiento, sino vehículos hacia un espacio de resistencia donde el ego encontraba consuelo. La lectura se convertía en un refugio donde la perspectiva humana sobre el tiempo y el espacio quedaba anulada, no por un acto de negación, sino por una transfiguración simbólica del propio ser.
Plessner plantea, además, que este fenómeno no se limita al ámbito intelectual o filosófico. El libro, como objeto inanimado, tiene la capacidad de transformar nuestras percepciones de la realidad. La lectura puede arrancarnos del contexto físico y trasladarnos hacia un plano donde las emociones y los pensamientos se disuelven, mientras el espacio real se desvanecía como un espejismo. La risa que provoca la lectura de un pasaje cómico o el llanto que surge al encontrarse con una historia trágica no son respuestas meramente pasivas. Son, más bien, actitudes activas ante una realidad que el libro enmascara, ofreciendo un escape de la dureza de la existencia.
El libro, entonces, se convierte en una suerte de “escudo” frente a la adversidad, un medio para sobrevivir a las vicisitudes de la vida. Es un refugio emocional, pero también, y más crucialmente, una forma de resistencia cultural. De este modo, la historia del siglo XX, al menos en su vertiente filosófica y literaria, podría resumirse de manera casi lapidaria como la vivencia de una segunda excentricidad, una radicalización en la que el hombre se ve arrastrado a un mundo donde los objetos inanimados tienen tanto poder como las emociones mismas. En un siglo caracterizado por la alienación tecnológica y las crisis existenciales, el refugio en el libro ha sido una constante, un resorte que ha permitido a muchos escapar de la inmediatez de un mundo que avanza sin cesar.
La relación con los objetos inanimados, particularmente con el libro, no es simplemente una curiosidad filosófica, sino una de las características más definitorias de la condición humana moderna. Los objetos no solo adquieren valor como medios de conocimiento o entretenimiento, sino como anclas que permiten al sujeto encontrar su lugar en un universo cada vez más fragmentado. Y en ese sentido, el libro, como símbolo de la cultura escrita, se erige no solo como un objeto de conocimiento, sino como una fuerza transformadora de la psique humana, capaz de dotar de significado a la existencia misma.