Por Spartacus
«Muerte y Patria» (no «patria o muerte», no «patria y vida»)
Muerte y Patria: La distorsión de un delito
La relación entre la muerte y la patria ha sido, a lo largo de la historia, uno de los binomios más oscuros y persistentes en la construcción de los imaginarios nacionales. No se trata de la consigna revolucionaria «Patria o Muerte» ni del intento reactivo de «Patria y Vida». La relación que aquí se explora es mucho más fundamental: la muerte como partera de la patria, como matriz de su mito originario. En el fondo, lo que subyace a este vínculo es la distorsión de un delito, la transformación del crimen en un acto fundacional y, con ello, la elevación de la violencia a un principio estructurador de la civilización occidental.
Si nos remontamos a las capas más antiguas de la cultura germánica, en particular al periodo merovingio, encontramos un horizonte simbólico donde la violencia no solo es frecuente, sino que forma parte de la estructura misma del poder y la identidad. La literatura de esta época ofrece un acceso directo a la cosmovisión de estos pueblos, revelando una recurrente comisión de delitos que podríamos calificar de «casi edípicos»: asesinatos filiales, regicidios rituales y una compleja red de venganzas dinásticas que servía como mecanismo de legitimación.
A diferencia de la civilización helénica, cuya tragedia explora el conflicto entre destino y responsabilidad individual dentro de un marco más racionalista, la sociedad germánica exhibe una tensión más cruda entre crimen y culpa. Es en este contraste donde se gesta una forma de responsabilidad que no solo admite la tragedia como parte de su devenir, sino que la institucionaliza en sus estructuras de poder y justicia. Sin este reconocimiento del horror, sin la plena asunción de la responsabilidad por el crimen cometido, la sociedad germánica no habría podido trascender la pura violencia tribal para constituirse en una cultura en sentido pleno.
Este dilema encuentra su expresión más elevada en la poesía de Eddie, cuya grandeza tersa y universalmente reconocida emerge precisamente de la yuxtaposición sin concesiones entre el crimen abismal y la conciencia de culpa. Sin este contraste, la poesía de Eddie no sería posible, pues su fuerza radica en el reconocimiento de la responsabilidad, en la consciencia de que todo acto de transgresión genera una deuda ineludible con el orden del mundo.
El arte, en este sentido, no es un simple reflejo de la realidad social, sino el lugar donde se tramitan simbólicamente las tensiones irresueltas de la comunidad. Si la literatura germánica de esta época hubiera suprimido el crimen primitivo hasta el punto de hacerlo irreconocible, habría terminado por disolverse en la indiferencia de una sociedad sin conflictos. Pero el hecho de que la tragedia persista, de que el asesinato y el incesto se mantengan como nudos irresueltos, es lo que permite la generación de una gran poesía, de una gran religión y, en definitiva, de una gran civilización.
El vínculo entre la muerte y la patria no es casual ni contingente. Se trata, más bien, de una estructura profunda que se repite a lo largo de la historia bajo distintas formas. La creación de toda patria conlleva inevitablemente un acto de violencia fundacional, un sacrificio que, lejos de ser puramente simbólico, implica la muerte real de individuos concretos: monarcas, rivales políticos, chivos expiatorios sobre los cuales se proyecta la culpa de toda una comunidad.
El asesinato del padre, como mito central de muchas tradiciones culturales, es también el acto fundacional de muchas naciones. La patria, entendida como comunidad imaginada, suele nacer de un magnicidio, de una guerra civil o de un levantamiento en el que el antiguo orden es destruido para dar paso a una nueva configuración del poder. Esta dinámica no es exclusiva de la historia europea, sino que se encuentra en todos los procesos de fundación nacional, desde la Roma de Rómulo y Remo hasta la Revolución Francesa o la independencia de las repúblicas americanas.
La distinción entre cultura «superior» y cultura «primitiva» no es meramente una cuestión de tecnología o desarrollo material, sino de la capacidad para sostener y tramitar el conflicto interno. Mientras que las sociedades primitivas tienden a estabilizarse en un equilibrio de represión y satisfacción de pulsiones, las culturas superiores avanzan precisamente porque no logran resolver sus contradicciones. Es este desequilibrio entre crimen y responsabilidad lo que impulsa la historia, generando cambios sucesivos que evitan la petrificación en un modelo estático.
La civilización occidental, en particular, ha encontrado en la tensión extrema entre violencia y legalidad su principal motor de transformación. Desde la tragedia ática hasta la filosofía del derecho moderno, la idea de que el crimen no solo debe ser castigado, sino también comprendido y asimilado, ha sido el eje de su desarrollo. De ahí que las grandes revoluciones y los grandes cambios históricos hayan surgido no de la estabilidad, sino de la exacerbación de las contradicciones internas.
Si aceptamos que la muerte es la partera de la patria, también debemos preguntarnos si es posible imaginar una comunidad política que no necesite fundarse sobre la violencia. La historia parece demostrar que no, que toda formación nacional implica inevitablemente un acto de exclusión y sacrificio. Pero si esta afirmación es cierta, entonces también es necesario interrogar los discursos que intentan naturalizar este hecho, que convierten la violencia en un destino ineludible en lugar de un problema a ser enfrentado.
La distorsión de un delito en acto fundacional es, en última instancia, el mecanismo ideológico que permite a las naciones justificarse a sí mismas. Pero si aspiramos a un horizonte político distinto, debemos comenzar por desnaturalizar esta relación, por rechazar la fácil equación entre sacrificio y patria. Solo así podremos imaginar un futuro donde la comunidad no se funde sobre la muerte, sino sobre una responsabilidad asumida de manera consciente y sin el velo del mito.
Nota del editor:
La Leyenda de los Nibelungos, que narra la época heroica de ese conjunto de naciones conocido como teutónicas, germánicas o góticas, es para estas razas lo que los poemas homéricos son para los griegos. Aunque menos perfecta en su estructura, la leyenda es el tesoro común más venerable de la antigua poesía germánica.
Si consideramos las adiciones más recientes al núcleo de los Nibelungos, la leyenda abarca elementos desde aproximadamente el año 350 d.C. hasta alrededor del año 1000 d.C. El primer gran clímax épico se alcanza en el año 436 con la derrota y muerte del rey burgundio Gunther en la batalla contra los hunos, justo antes del final de la era romana y antes del apogeo de la gran era migratoria. El segundo clímax, aún más dramático, se da en el año 575, cuando el rey franconio Sigbert es asesinado por el hermano del rey Gunthram de Burgundia, un asesinato que posteriormente se atribuyó a la reina Brunilda. Como epílogo, en el año 630 se da la derrota del rey Dagobert a manos de los eslavos paganos del rey Samo.
Cantada a lo largo de los siglos, la leyenda finalmente desapareció de los labios del pueblo. Sin embargo, cuando el compositor alemán Wagner la resucitó en el siglo XIX, el joven Sigfrido de la leyenda de los Nibelungos se transformó en una especie de héroe nacional alemán moderno, y la historia original de la leyenda se convirtió en el centro de encendidos debates entre los estudiosos alemanes.