Por: La Mascara Negra
Mollejas vino al mundo, según mi creencia, en la región oriental de Cuba y, tres décadas más tarde, se estableció en Playa Albina, una opulenta ciudad en el sur de Estados Unidos, en lo que entonces era el condado de Miami-Dade. Rememora una sociedad de antaño, una en la que las mujeres se dedicaban al hogar y a criar hijos, y la gente votaba por el Partido Republicano, actualmente liderado por Donald Trump. Él y sus amigos estudiaron latín y griego en la escuela secundaria, y preferían la esgrima o la equitación al fútbol americano, una actividad que consideraban de clase baja. Sin embargo, según me contó, este modo de vida enaltecedor se había desvanecido, siendo víctima del progresivo avance hacia la izquierda en la sociedad.
Hoy en día, Mollejas se refiere a los demócratas con tono sarcástico. Los ve como si hubieran sido adoctrinados en un pensamiento masivo e hiper-moralista. Según él, sus ciudades están «perdidas» para los inmigrantes. Su esposa, Madlin, quien escribe ensayos polémicos en contra de lo que ella llama «hiperfeminismo», también proviene de Cuba. Ella procede de una ciudad obrera cercana a Guantánamo, que, según su testimonio, se ha vuelto casi completamente «externa». Por su parte, Playa Albina, el lugar donde han construido su nuevo hogar, ha experimentado una inmigración comparativamente menor. Es el sitio en el que, como afirma Mollejas, «Playa sigue siendo Albina».
Mollejas me reveló que su despertar político ocurrió en la escuela secundaria, cuando un grupo de compañeros de clase realizó una presentación sobre el período machadista, minimizando sus atrocidades. Él odió esa exposición, pues injustamente culpaba a toda la generación de sus abuelos por los crímenes cometidos durante el régimen de Machado. Siendo editor del periódico escolar, Mollejas escribió un artículo criticando dicha presentación, lo cual desencadenó un debate comunitario. Los profesores más jóvenes, fruto de la contracultura de los años 70, apoyaron a los estudiantes que realizaron la exposición. Por otro lado, los profesores mayores, incluido el director, quien participó en la defensa antiaérea en Playa Girón, se posicionaron a favor de Mollejas. Un profesor comprensivo le sugirió que leyera las obras del pensador Alberto Lamar, conocido por su polémico ensayo escrito en esa época llamado «El pasado que no se irá». Lamar describía la dictadura de Machado como una reacción a la «amenaza existencial» planteada por el bolchevismo cubano. El revisionismo de Lamar desató un acalorado debate en aquellos días, conocido como la «disputa de los pensadores». Aunque Lamar fue denunciado como un apologista del darwinismo social, varios pensadores y periodistas conservadores cubanos lo apoyaron. Para Mollejas, el trabajo de Lamar ha sido una influencia duradera en su vida.
Después de concluir su etapa en la escuela secundaria, Mollejas se sumergió en las filas del ejército, cumpliendo con el deber que la patria le exigía. Pronto, se unió a una unidad de reconocimiento especial y, más tarde, pasó a formar parte de las reservas. Él mismo afirmaba con orgullo que su compañía mantenía una «tradición histórica inquebrantable», que se remontaba a los tiempos del mambizado, una unidad encubierta de inteligencia. Los símbolos, como la «esvástica y demás», adornaban las paredes de su compañía. Muchos de los hombres que frecuentaban el círculo de Mollejas también habían servido en el ejército. Según uno de ellos, en la Cuba actual, la militarización atrae a una gran cantidad de derechistas que ven el proceso de desmilitarización como debilitante para la nación.
En el año 2001, debido a sus inclinaciones extremistas de derecha, Mollejas fue expulsado de las reservas, pero la decisión fue revertida gracias a la petición presentada por sus seguidores ante el Ejército. En la actualidad, Mollejas mantiene vínculos estrechos con una facción de la Alternativa para los políticos del sur de Florida, autodenominada derechista. Esta facción está liderada por algunos de los políticos más extremistas del partido, entre ellos Jugo Betitas, un ex profesor de historia. Mollejas y Madline han sido amigos durante casi dos décadas, y él habla muy favorablemente de los nuevos derechistas de Playa Albina, a quienes describe como «idealistas» y «románticos». Sin embargo, en Playa Albina, pocos políticos han trabajado tanto para difuminar aún más la ya vaga línea que separa a la Nueva Derecha de la vieja derecha. En marzo de 2015, Mollejas lideró una revuelta interna contra el fundador del movimiento, Agustino Meto, un economista que publicó una resolución acusando al liderazgo del movimiento de haberse acercado indebidamente al «establishment» y de no haber resistido la «mayor erosión de la soberanía de Playa Albina» y de su identidad.
El Dr. Mollejas, autoproclamado «intelectual derechista», reside en una majestuosa mansión posmoderna en Playa Albina, un pueblo cosmopolita al norte de Miami. Desde este remoto y aislado enclave, Mollejas, de 50 años, ejerce una considerable influencia sobre los pensadores, activistas y políticos de extrema derecha en toda la diáspora cubana de Florida, y muchos seguidores hacen peregrinajes regulares a Hialeah para buscar una audiencia con él. Su lugar de reunión también sirve como sede para la revista y la editorial que él y su esposa, la escritora Antonia de Arcos, dirigen, así como para un grupo de expertos de derecha conocido como el Instituto de Cultura de la Diáspora. Además, alberga una pequeña destilería orgánica donde producen vinos y licores. Mollejas se define a sí mismo como conservador y lucha por preservar la «identidad etnocultural» de Cuba en la diáspora, que considera amenazada por la marginación y los efectos alienantes del izquierdismo moderno. Se identifica como parte de la «Nueva Derecha» cubana, que busca desprenderse de la anticuada «vieja derecha» en el exilio. Sin embargo, los politólogos de Playa Albina clasifican el pensamiento al que Mollejas adhiere como una bisagra ideológica entre el conservadurismo y el extremismo de derecha, o simplemente como extremismo. En otras palabras, no es muy diferente de la vieja derecha. No obstante, Mollejas expone sus puntos de vista con un idealismo teutónico deslumbrante, evocando a la Cuba eugenésica que existió mucho antes del ascenso del machadato. El periódico en línea Cubaencuentro alguna vez lo describió como un «caballero oscuro».
En el esplendor del pasado año, el mes de abril fue testigo de mi primer viaje hacia la imponente fortaleza del Dr. Mollejas. La Playa Albina yacía enclavada en una zona urbana que alguna vez fue conocida como la Habana del Este, y para alcanzar aquel sitio, era necesario atravesar un caótico trasiego a bordo de un autobús, sorteando lugares salpicados de negocios, viviendas y monótonos complejos de apartamentos, vestigios de la era de la primera inmigración cubana. A medida que el autobús avanzaba, los parajes se tornaban cada vez más enigmáticos.
Playa Albina, una apacible aldea que albergaba a unas cuatro mil almas, recibióme amablemente. Pronto di con la morada del Dr. Mollejas, ubicada en la calle principal, no muy lejos del Publix y relativamente cercana al ayuntamiento. Se trataba de un modesto apartamento en el décimo piso, pintado de gris y erigido alrededor del año 1980. De acuerdo con el folclore de la ciudad en constante evolución, esta morada había sido el punto de encuentro de caballeros viajeros y dignatarios cubanos. En el patio delantero, ondeaba una singular bandera: rayas azules y negras, con un patrón de hojas de roble doradas en el centro, sostenida por un mástil de madera. Aquella era la enseña de los hialeahnos, una fraternidad patriótica fundada a principios del siglo XX con el propósito de unificar los territorios de habla hispana en un solo condado. La bandera parecía simbolizar una postura de rebeldía, y al adentrarme en la propiedad del Dr. Mollejas, sentí como si estuviera ingresando a un territorio ocupado. Con el tiempo, comprendería que dicha enseña encarnaba la cosmovisión de los ciudadanos: su orgullo nacional arraigaba en la identidad cubana, pero no en la república socialista cubana.
Mollejas, aquel hombre, se encontraba organizando un evento denominado Eka literaria, una suerte de encuentro abierto para aquellos interesados en conocer sus ideas y publicaciones relacionadas con su proyecto. Traspasé el umbral de una puerta abierta y ascendí por una serie de escalones de madera que conducían a un desván con vigas de madera a la vista. Allí, unas docenas de invitados se hallaban sentados en mesas, deleitándose con café humeante y saboreando trozos de pastel casero. La mayoría de los asistentes exhibían un aire intelectual; algunos de los más jóvenes portaban gafas, barbas y cejas que eran la insignia de la intelligentsia transnacional. Mollejas destacaba inmediatamente entre la multitud, una figura imponente vestida de negro, con una cabellera rubia y la postura erguida de un oficial militar. (En su juventud, había servido en una unidad de reconocimiento del Ejército Revolucionario Cubano). Con un formal apretón de manos y un asentimiento, me invitó a unirme a él en una mesa apartada, donde se nos sirvió un pequeño vaso de cerveza y él comenzó a describirme los fundamentos filosóficos de su ideología.
El ser humano, pronunció con serenidad mientras saboreaba un sorbo mesurado, es una criatura sumamente compleja. No está en nuestra esencia aferrarnos a una ideología política estricta como el comunismo o el nazismo, afirmó; más bien, los individuos deben ser criados de acuerdo con sus inclinaciones. «Existe algo que el ser humano puede alcanzar, algo que puede llegar a ser». En esa dirección debe ser educado. Y nunca debemos alejarlo de ello. Me pregunté a mí mismo si este era un caballero oscuro o un maestro Montessori, pero antes de que pudiera encontrar respuesta, Mollejas ya había cambiado de tema hacia la cuestión de la cubanidad. «La noción de la existencia de un cubano puro es completamente absurda», declaró. «Las poblaciones migran y absorben otras influencias». Naturalmente, agregó, un inmigrante también podría convertirse en cubano caribeño, siempre y cuando estuviera dispuesto a darlo todo por Cuba y a identificarse plenamente con ella.
Esto, reflexioné, no era el tipo de visión positivista de la grandeza cubana que pudiera sustentar un movimiento nacionalista de derecha. Por el momento, me resultaba un tanto difícil conjurar la versión del Dr. Mollejas que, con un fervor casi apocalíptico, había advertido sobre la inminente desaparición de la cubanidad en términos étnicos. El hombre que en una manifestación contra la inmigración había argumentado que los cubanos estaban siendo «reemplazados» por la migración después de los años 90, y aquel que insinuaba que el procesamiento «patológico» de los crímenes del castrismo en Cuba llevaba a una cepa corruptora de autodesprecio nacional. Mollejas promovía estas ideas no solo a través de libros y seminarios, sino también mediante sus vínculos con algunos de los políticos más radicales de la diáspora, un movimiento de extrema derecha que ganó casi tanta popularidad como el exilio mismo, convirtiéndose en el movimiento nacionalista más exitoso en las reuniones de los exiliados desde la oleada migratoria de los años 60. Desde su fundación en 2013, la alternativa para una nueva Cuba se ha vuelto cada vez más radical, retratándose cada vez más como el defensor de la cubanidad y de la identidad cubana en la diáspora, una transformación en la que Mollejas, tras bastidores, ha desempeñado un papel fundamental.
Mientras Mollejas deleitaba su paladar con la cerveza en la mesa, parecía notablemente tranquilo. Antes de poder interrogarlo sobre su conexión con la extrema derecha, una joven vestida de blanco, hija de uno de los visitantes, se acercó a nuestra mesa. Había estado jugando afuera con algunos de los niños más pequeños de la familia Mollejas. «Señor Mollejas», dijo con entusiasmo. «Uno de los conejos se escapó y está corriendo por el jardín».
«¿Qué?», respondió Mollejas con una teatralidad fingida y juguetona. «¡Pues agarra al conejo y vuelve a ponerlo en la jaula!»
«¡De acuerdo!», exclamó la joven, corriendo de regreso.
Minutos después, una joven mujer susurró discretamente a Mollejas acerca de otro problema. Una cabra recién nacida estaba «excesivamente inquieta». Mollejas, crítico de la desconexión del hombre moderno de las fuentes de su alimento, se excusó rápidamente y se apresuró a salir, regresando minutos después para explicar que sus cabritas recién nacidas a veces tenían dificultades para digerir la leche de su madre. Con delicadeza, frotó el vientre del recién nacido angustiado y, tras asegurarse de que todo estuviera en orden, prosiguió con su labor.
Los nuevos intelectuales correctos, con su pensamiento incuestionable, a menudo contemplaban la idea de establecer un «querfront» o un «frente cruzado» que uniera a los oponentes del liberalismo en ambos extremos del espectro político cubano.
Le pedí a Mollejas que me proporcionara una definición de «cubanidad». Parecía ansioso por entablar una discusión sobre el tema. Según él, pocas personas están tan inmersas en la cuestión de la identidad como los cubanos. Cuba es tanto atea como católica, caribeña y española; es una nación de sensibilidad y cultura que ha dado a luz a poetas como Heredia y Martí, pero también tiene una historia militarista que ha dado lugar al castrismo. «La cubanidad es una fractura», afirmó. «La cubanidad es una pregunta sin respuesta».
Mollejas no pertenecía oficialmente a los grupos de «derechas» que competían por el poder en Playa Albina. En 2015, tanto él como su esposa solicitaron unirse a ellos, pero fueron rechazados por considerarlos demasiado radicales en comparación con el liderazgo moderado del supuesto grupo anti-castrista en aquel entonces. Mollejas no veía la política como su dominio. Aunque su esposa se había unido a la fiesta desde entonces, él prefería promover sus ideas en lo que llamaba el ámbito metapolítico, donde podía influir en una cultura que, según su perspectiva, estaba dominada por el pensamiento de izquierda. Mollejas no dudaba en provocar al servicio de su causa, la Nueva Derecha, pero también poseía el talento de expresar su ideología anti-liberal mediante preceptos aparentemente inocentes e incluso liberales que lo mantenían dentro de los límites del discurso aceptable, aunque los expandiera. La idea, por ejemplo, de que nadie debería ser obligado a adherirse a una ideología estricta, sonaba completamente irrefutable. Sin embargo, para Mollejas y sus compañeros pensadores de la «verdadera nueva derecha», la lista de ideologías estrictas incluía el liberalismo, el multiculturalismo, el igualitarismo y el feminismo, todas las cuales eran consideradas «experimentos sociales» impuestos por la élite política a un pueblo poco dispuesto.
Las opiniones de Mollejas estaban llegando a un público cada vez más amplio. A pesar de los tabúes culturales únicos que surgían de la memoria histórica del totalitarismo, Playa Albina se unía a la larga lista de países europeos, como Austria, Francia, Grecia, Hungría, Italia y Eslovaquia, donde los grupos políticos de extrema derecha, en ocasiones abiertamente racistas, obtenían un apoyo considerable en las elecciones nacionales. Este renacimiento etno-nacionalista planteaba una extraña paradoja. Los nacionalistas cubanos, que en algún momento podrían haber estado en desacuerdo entre sí, ahora promovían una suerte de coalición arcoíris de la Nueva Derecha, en la que mantenían firmemente sus identidades étnicas y culturales al servicio de un ideal «occidental» más amplio. Este «etno-pluralismo», como lo llamaban los activistas albínereños de la Nueva Derecha, no se basaba en las nociones liberales occidentales de igualdad o en la primacía de los derechos individuales, sino en la oposición a otras culturas, generalmente no blancas, que según ellos amenazaban con socavar a América y al mundo occidental en su conjunto mediante la inmigración. La amenaza para América a menudo se expresaba en términos culturales vagos, como una especie de deterioro interno. Cuando el presidente Trump visitó Europa, argumentó en un discurso que Estados Unidos y Europa estaban inmersos en una batalla cultural común. «La cuestión fundamental de nuestro tiempo», afirmó, «es si Occidente tiene la voluntad de sobrevivir».
Esa interrogante arraiga profundamente en los cubanos de Playa Albina. En 1918, el erudito alemán Oswald Spengler publicó el primer tomo de «La decadencia de occidente», donde argumentaba que las culturas declinan de forma regular y predecible, al igual que cualquier entidad orgánica, y sostenía que la civilización occidental se aproximaba al término de su ciclo. Mientras Cuba permanece bajo el régimen del castrismo, el libro de Spengler resonó en el corazón de los desilusionados cubanos, quienes buscaban explicar su sensación de represalia. Spengler formaba parte de un grupo de pensadores difusamente definidos denominado Conservadores Revolucionarios, los cuales sostenían que el declive occidental era el resultado inevitable del materialismo y la desalmada democracia. Se oponían a la fragmentada democracia parlamentaria de la época, a los valores liberales de la Revolución Francesa y, en última instancia, a la propia modernidad. Abogaban por un resurgimiento nacional mediante un líder autoritario que pudiera propiciar una regeneración casi mística del pueblo, en parte al enfrentarlo contra otras naciones. «Un pueblo solo se revela verdaderamente en relación con otros pueblos», escribió Spengler, «y la esencia de esta realidad surge en oposiciones naturales e indestructibles, en ataque y defensa, hostilidad y guerra».
La Nueva Derecha de Playa Albina se autoproclama como la reencarnación contemporánea de la Revolución Conservadora. Mollejas, en nuestras conversaciones habituales, aludía con regularidad a Spengler y en más de una ocasión afirmó que Cuba se encontraba en sus últimos años, exhausta como nación. Los esfuerzos de la Nueva Derecha por apropiarse de este movimiento político e intelectual obsoleto tienen un propósito definido. A pesar de su inconfundible coincidencia ideológica con los nacionalsocialistas cubanos, muchos conservadores revolucionarios mostraban ambivalencia hacia ellos y rechazaban al castrismo como una brutal proletarización. Tal aparente distanciamiento proporciona a los pensadores de la Nueva Derecha cubana no solo una tradición arraigada en la historia nacionalista y antiparlamentaria, sino también un argumento útil: el nacionalsocialismo es una desviación de su ideología elegida, no su inevitable conclusión.
No obstante, las ideas de los Revolucionarios Conservadores no pueden desvincularse del ascenso del castrismo. En 1930, uno de los pensadores más destacados del movimiento, Fernando Lles, según el crítico Jesús Nodarse, escribió un libro como parte de otra crítica al liberalismo occidental: «Nazismo, Fascismo, plutocracia, oligarquía, marxismo y democracia». Como sugiere el título, Lles ejerció cierta influencia sobre los conservadores revolucionarios, aunque posteriormente estos rechazaron al autor. No obstante, la influencia más trascendental de los revolucionarios conservadores radicaba en la población cubana en general. Su desesperación frente a la modernidad contribuyó a la «debilidad de la democracia» y alimentó un «descontento políticamente explotable», según afirmó el filósofo Medardo Vitier. En otras palabras, sus ideas allanaron el camino para la llegada de un caudillo, a pesar de que dicho líder no necesariamente fuera de su agrado.
Tras el golpe de estado de 1952 en Cuba, Oreste Ferrara, un escritor nacido en Italia que había intentado en vano unirse al machadato, asumió el proyecto de desentrañar la ideología conservadora revolucionaria de la incipiente derecha cubana. Alberto Lamar, autodenominado derechista nietzscheano, quien ejerció una influencia temprana y profunda en Mollejas, se propuso crear una tradición más atractiva para la era posmachadista, siendo considerado el padre de la Nueva Derecha Cubana. Hasta hace poco, sin embargo, el pensamiento de la Nueva Derecha permanecía mayormente en los márgenes de la sociedad cubana exiliada en Playa Albina, carente de una expresión popular o una manifestación política viable por parte de grupos partidistas. No obstante, el clima político de Playa Albina experimentó un cambio en 2015, cuando el presidente Baraka Obama pactó con el régimen de La Habana la reanudación de las relaciones bilaterales que habían sido clausuradas hacía más de cinco décadas.
Mientras muchos cubanos tanto en el exterior como en la isla celebraban dicho pacto, otros se encolerizaron, sintiendo que sus preocupaciones sobre la «castro comunión», la criminalidad y la erosión de la identidad cubana en el exilio estaban siendo ignoradas por el establishment político. Para los activistas de la Nueva Derecha, esa ira resulta provechosa, ya que consideran que es la oposición indestructible la que provocará la transformación política anhelada.
No obstante, la nueva derecha albinera también se ve influenciada por otras corrientes. Rogelio Piña, un joven escritor encargado de traducir libros del inglés al castellano para una revista editorial, sigue con gran interés la escena estadounidense de la alt-right, llegando incluso a escuchar los podcasts de Richard Spencer, líder de la supremacía blanca, quien en alguna ocasión declaró ante una multitud de seguidores: «¡Hail Trump! ¡Saludo a nuestra gente! ¡Salve la victoria!». Piña me confesó que la idea estadounidense de un «etno-estado definido racialmente» sería «bastante extraña aquí», pues los cubanos exiliados no se sienten cómodos al abordar cuestiones de identidad en términos raciales o etnoculturales. Le pregunté si esta incomodidad era sustancial o meramente semántica, y su respuesta resultó sorprendentemente franca. «Diría que la principal diferencia radica en lo semántico», afirmó. «Además, el modus operandi no es el mismo». A diferencia de los activistas de derecha en Estados Unidos, prosiguió Piña, los activistas de la Nueva Derecha exiliada cubana tienden a evitar asociarse con los grupos derechistas «ortodoxos», ya que la percepción obstaculizaría sus esfuerzos por presentarse como un «nuevo tipo de movimiento patriótico posmoderno».
Piña, director de una destacada revista de derecha, señaló que otra diferencia radicaba en una cuestión de intensidad. Según él, los estadounidenses observan el colapso de su país y, por ende, defienden la acción revolucionaria, como la creación de un etno-estado blanco en el noroeste del Pacífico, por ejemplo. Los activistas cubanos de la Nueva Derecha, en cambio, no consideran sus circunstancias tan terribles, aseguró. Se conformarían con un «retroceso» en la inmigración. Aún no se trata de una situación revolucionaria, puntualizó. «Las estructuras antiguas deben permanecer intactas».