Por Jose Raúl Vidal Franco
El valor simbólico y tradicional de cruz en la obra martiana tiene sus antecedentes en Muerto; un poema de juventud escrito en Méjico el 23 de marzo de 1875, que concluye:
Un leño se cruzó con otro leño;
Un cadáver —Jesús— hundió la arcilla
Y al resplandor espléndido de un sueño
Cayó en tierra del mundo la rodilla:
¡Un siglo acaba, nace otra centuria,
Y el hombre de la cruz canta abrazado,
Y sobre el vil cadáver de la Injuria,
El universo adora arrodillado!—
Pero esto es solo en el ámbito del verso. Realmente la primera manifestación de la cruz como símbolo, habría que rastrearla hacia 1871, cuando desde España le envía a Trinidad Valdés Amador, la esposa de Sardá, un crucifijo de ébano y bronce que hasta hace algún tiempo se conservaba en el museo de El Abra. El joven había permanecido poco más de dos meses en aquel lugar, inmerso en una profunda y silenciosa reflexión, según se recuerda. Doña Trina, lejos estaba de imaginar entonces que aquello era más que un sencillo presente. Recibía sin sospecharlo, la revelación premonitoria de quien había elegido, tempranamente, el más universal de los símbolos para recorrer un largo camino que años después lo conduciría al enaltecimiento de su obra redentora en los márgenes memorables de Dos Ríos.
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